THOMAS CRANMER (1489-1556)
100 Personajes de la Reforma Protestante. México, CUPSA, 2017.
Arzobispo de
Canterbury, nacido en Aslacton y muerto en Oxford. Estudió en Cambridge donde obtuvo en 1515 el Magister artium e integró el Jesus
College. Antes de 1520 fue ordenado sacerdote. Por aprobar el divorcio de
Enrique VIII se ganó en 1529 el favor del rey, quien lo nombró arzobispo en
1532. Apoyó activamente los demás divorcios del rey y, junto con Thomas
Cromwell, introdujo reformas en la vida religiosa. A medida que avanzó el
reinado de Enrique VIII simpatizó más con el protestantismo, además de que
participó en los cambios realizados por Eduardo VI. Su mayor legado es el Libro
de Oración Común, que refleja un profundo conocimiento de la tradición
litúrgica. Bajo María I fue condenado por traición y herejía, y murió en la
hoguera.
De su obra Prefacio a la Biblia es el siguiente
pasaje:
Si algo es necesario saber, lo aprenderemos de la Sagrada
Escritura. Si se ha de rechazar la falsedad, es de ella que obtendremos los
modos para hacerlo. Si algo ha de corregirse y enmendarse, si hay necesidad de
exhortación o de consolación, en las Escrituras aprenderemos lo necesario. En
ellas se encuentran los pastos verdes del alma; en ella no hay carne venenosa
ni nada insalubre; ella es el alimento puro y delicioso. El ignorante
encontrará en ella lo que ha de aprender. El pecador perverso encontrará allí su
condenación, que le hará temblar de temor. Quien se esfuerce por servir a Dios
encontrará allí su gloria y las promesas de vida eterna, que le exhortan a
continuar más diligentemente en su labor.
Bibliografía
D. Loades, The Oxford martyrs. Londres, 1970; D.
MacCulloch, Thomas Cranmer. New Haven, Universidad de Yale, 1996; Susan Hardman
Moore, “Thomas Cranmer”, en Walter Kasper et al., eds., Diccionario enciclopédico de la época de la Reforma. Barcelona,
Herder, 2005, pp. 147-148; “Thomas Cranmer”, en www.iglesiapueblonuevo.es/index.php?codigo=bio_cranmer.
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LA VERDADERA PENITENCIA (III)
Paolo Ricca y Giorgio Tourn
Las 95 tesis de Lutero y la cristiandad de nuestro tiempo.
Nueva edición revisada. Turín, Claudiana, 2016,
pp. 15-24.
Esta “operación de arrepentimiento”,
si se le quiere llamar así, aunque es una señal muy positiva, no está libre de
malentendidos y riesgo. El mayor error es creer y hacer creer que es posible
perdonar pecados cometidos en el pasado por personas que no sean las que hoy
preguntan a las personas que, por esos pecados, fueron las víctimas. Ahora
bien, este perdón —se dice abiertamente, aunque las intenciones de quienes lo
piden son grandes— es imposible. Tomemos un ejemplo, entre muchos. En agosto de
1997, en París, el Papa Juan Pablo II pidió perdón a los protestantes por la
matanza de San Bartolomé en 1572 que diezmó al protestantismo francés y para el
cual el Papa entonces se regocijó e hizo cantar un solemne Te Deum de acción de gracias. Ahora el Papa pide perdón. Pero él no
es responsable de los crímenes de su predecesor. Ni nosotros, los protestantes
hoy, podemos perdonarle los pecados, ni podemos perdonar en lugar de las
víctimas. No hay perdón para el enjuiciamiento. Tampoco se puede pedir perdón
en lugar de otro que no sólo no quería pedirlo, sino que más bien festejó el
crimen.
El profeta
Ezequiel había establecido el principio de que el niño no se hace responsable
del pecado de su padre y no se lleva a cabo para tener en cuenta, y viceversa.
Sólo somos responsables de nuestros pecados (¡hay suficiente!), no de aquellos
que nos han precedido o de aquellos que vendrán después de nosotros. Es
evidente que hay una solidaridad entre las generaciones y dentro de las
instituciones y grupos sociales a los que pertenecemos, pero la responsabilidad
de los pecados no puede ser transferida o heredada. Los pecados de ayer sólo
podían ser perdonados ayer. Si no lo han hecho, es demasiado tarde hoy. Puedo
perdonar los males que sufrí, no los que sufrieron mis antepasados; tampoco
puedo arrepentirme de los pecados que no se han restaurado; tampoco puedo pedir
perdón por los pecados que ellos —no yo— han cometido. Sólo la víctima, aquí en
la tierra, puede perdonar a su verdugo, no a sus parientes, y aún menos a su
descendencia. Por lo tanto, el malentendido es claro: el perdón que se pide y,
posiblemente, el ofrecimiento no es realmente el perdón de la ofensa por la que
se le pide, perdón que no está en nuestras manos porque no somos en ese delito
ni culpable ni víctima. Una vez aclarado el posible malentendido, solicitar (y
proporcionar) un perdón imposible también puede tener un valor simbólico como
el propósito y paz propuesto. Como tal, el gesto debe ser bien recibido y
apreciado. Pero debe ser claro que el perdón es otra cosa, no es simbólico sino
real.
Luego están los
riesgos. Los principales son dos. El primero es una especie de inflación
posible de solicitudes de perdón que, multiplicándose, perderán tanto como
ganarán en frecuencia. De hecho, será difícil, por no decir imposible,
profundizar en temas individuales, los cuales deberían ser borrados si queremos
que el perdón sea lo que es, es decir, el comienzo de una nueva historia. Por
ejemplo, es indispensable destacar las razones teológicas (si las hay) de
ciertas suposiciones y comportamientos. La Inquisición, por así decirlo, fue
creada sobre la base de una cierta comprensión de la verdad cristiana y su
relación con la institución eclesiástica romana. ¿Qué es, hoy en día, de ese
entendimiento? ¿Ha cambiado? ¿Es más o menos lo mismo? ¿Cuál es el punto - nos
arrepentimos y pedimos perdón por ciertos crímenes de la Inquisición, a menos
que se aclare el punto decisivo, que es el de nuestra relación con la verdad,
el entendimiento y la formulación, y la relación entre la verdad y el poder de
un lado, entre la verdad y el amor por el otro?
El segundo
riesgo es que las iglesias, confesando los pecados del pasado, olvidaron sus
pecados del presente o, peor aún, los subestimaron. Ciertamente es más fácil
confesar los pecados de otros, incluso si se cometen en su propio hogar. Es más
difícil confesar lo suyo y, en primer lugar, identificarlos. Sería muy extraño
que los mayores pecados que las iglesias sintieran que tuvieran que confesar al
final de dos mil años de historia fueran solamente los del pasado. La pregunta
inexpresiva que surge espontáneamente es ésta: ¿pero las iglesias de hoy no
pecan? Los niños confiesan los pecados de los padres, disociándose. Muy bien,
¿pero no tienen nada que confesar? La ansiedad de presentar al mundo en el
umbral del tercer milenio como una iglesia purificada, sin mancha ni arruga,
reconocer y lamentar los pecados de ayer puede crear involuntariamente en la
comunidad cristiana hoy la presunción de inocencia tan arraigada como ilusoria.
El arrepentimiento practicado esencialmente en la dirección del pasado puede
paralizar su ejercicio en el presente. Así que llegaría al absurdo de las
iglesias de hoy que confiesan los pecados de ayer (lo que otros hicieron
realmente), y no confiesan los pecados de hoy que realmente están cometiendo.
Si ese fuera el caso, uno podría preguntarse si las iglesias confiesan sus
pecados realmente frente a Dios, o mejor dicho, y más cómodamente, frente a la
corte de la historia.
En conclusión, a
la luz de lo que antecede, la actualidad del discurso de Lutero sobre la
penitencia también puede ser ésta: llamarnos a todos a la seriedad de la
confesión de los pecados, no de los otros, de hoy, no de ayer, como momento
constitutivo de una “verdadera penitencia”.
Versión: LC-O
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RAQUEL: MADRE MUERTA EN SU JUVENTUD (II)
Margot Kässmann
Raquel muere en el parto de su segundo hijo. Sabe que tiene que
morir. “Estando a la muerte, para expirar” llama a su hijo Benoní, “hijo de mi
dolor”. ¡Qué terrible tuvo que ser para ella! Había esperado tanto a ese hijo,
lo deseaba tanto... Y en su última hora lo sabe: no verá crecer a ese niño. No
podrá darle el pecho ni una sola vez, no podrá darle nada más en toda su vida.
Para las madres es horroroso dejar atrás a sus hijos.
Quieren proteger a la criatura, ampararla, introducirla en la vida cuidadosamente.
Si una madre queda huérfana con la muerte prematura de un hijo, aquí el que
queda huérfano es el hijo. Puede ser que otros cuiden de él, y hay esperanza de
que el padre ayude al niño. Tal vez, en ese momento, Raquel se encomienda a su
hermana Lía, con quien durante tantos años ha convivido como una rival, objeto
de sus celos. Sin embargo, el dolor de dejar solos a los hijos, tanto al bebé
recién nacido como al hijo mayor, José, era y es un dolor tremendo. No hay
manera de aplacarlo. Sabemos que los dos hijos echarán de menos a su madre de
por vida, siempre los acompañará esa tristeza.
El hecho de que antes de morir dé un nombre a su hijo es
una muestra de que Raquel era una mujer cautelosa. Quiere hacer lo que pueda
por él, quizá incluso dejar una huella en su vida mediante ese nombre. También
hoy es importante que las madres no olviden que pueden morir; nadie es
inmortal, la muerte puede cruzarse en cualquier momento en nuestro camino. Por
eso es bueno no reprimir la propia muerte, sino arreglar las cosas que habría
que arreglar si esta llegara. ¿Quién tendría la custodia? ¿Cómo quedarían mis
hijos asegurados económicamente? ¿Les he dicho cuánto los quiero? Es una buena
idea esconder algo y confiarle a otra persona dónde se encuentra, algo que dar
a los hijos si ocurre un accidente; que sirva de despedida, agradecimiento o recuerdo.
Y también es importante preparar cuestiones sobre las que unos niños no deberían
decidir, como la donación de órganos o las medidas para mantener a alguien con vida
en estado vegetativo. No, a nadie le gusta hablar de la muerte. Menos todavía a
una madre con sus hijos. Pero hay cuestiones que puede anticipar, por si se
diera el caso -que nadie quiere que se dé- de que la madre muriera
prematuramente, antes de que sus hijos sean adultos.
En la película Quédate
a mi lado ocurre algo parecido. Se
trata de un producto de Hollywood que a menudo se ha criticado. Sin embargo,
narra de un modo conmovedor cómo Jackie, madre de Anna y Ben, intenta dejarlo
todo controlado, a pesar del dolor que siente, porque su marido la ha
abandonado por una mujer más joven, Isabel. Pero cuando Jackie se da cuenta de
que va a morir, porque padece una enfermedad incurable, procura que sus hijos
encuentren en Isabel una madre sustituta, o al menos una persona de referencia
en quien puedan confiar además de en su padre. […]
Jacob siente la pérdida de Raquel, la mujer a la que
tanto amó. De entre sus muchos hijos, a los dos que tuvo con Raquel les mostró
siempre un amor especial. Entierra a Raquel en un sepulcro que nunca se
olvidará. Y le cambia el nombre a su hijo, cuyo cumpleaños coincide con el día
de la muerte de su madre: no se llamará Benoní, sino Benjamín, “hijo de mi
derecha”, es decir, hijo de buen augurio o buena suerte. Desde luego, Benjamín
no fue la suerte de Raquel, pero el nombre es muy adecuado: ¿cómo iba a vivir
un niño recordando a diario que había sido el causante de la muerte de su
madre? Benjamín hallará su camino, amparado por el cariño de su padre y de sus
hermanos mayores. Sin embargo, sentirá la ausencia de su madre durante toda la
vida.