6 de agosto,
2017
Así que las
personas llegan a confiar en Dios cuando oyen el mensaje acerca de Jesucristo.
Romanos 10.17, TLA
Así que la fe procede de
oír, oír por medio de la palabra de Cristo.
El Nuevo Testamento griego
palabra por palabra, SBU
Los desafíos
de la Palabra divina en nuestro tiempo
Nuevamente somos confrontados por la espiritualidad
y la cultura que brotan del Libro Sagrado. Como Lutero, somos desafiados a
seguir cautivos de la Palabra de Dios (Worms, 1521) e igual que él desafiamos a
su vez a todo aquel que no se sujete a lo que enseña la Palabra de Dios.
Vivimos siempre bajo el dilema y el juicio de la palabra creadora y redentora
de Dios. Tenemos la obligación moral y cristiana de sobreponernos a los
fundamentalismos y a los relativismos si hemos de seguir siendo fieles al
mensaje de Dios.
Como religiones
abrahámicas seguimos siendo un Pueblo del Libro que debe ir más allá de la
letra para alcanzar la estatura del espíritu, pues de lo contrario corremos el
riesgo de ser insensibles a la voz de Dios en estos tiempos tan críticos. También
tenemos la obligación espiritual de ir más allá de las diferentes traducciones
para acceder a una verdad crítica que brota siempre del texto en los idiomas originales
de las Sagradas Escrituras. En una breve reseña de un libro del escritor
israelí Amos Oz y su hija Fania (Los
judíos y las palabras. Siruela, 2015), Armando González Torres comenta muy
bien la relación de los judíos con las palabras sagradas en nuestra época:
La identidad
judía no proviene sólo del linaje, sino de la circulación intergeneracional de
las palabras, de ese enorme cuerpo textual que arropa la fe, pero también la
ironía y el examen. En efecto, si bien el cuerpo textual judío abriga la
religión, también tiene un componente laico y crítico y es ese componente, tan
oscurecido por los fundamentalismos, el que destacan los autores. Así, desde la
Biblia, que constituye el núcleo de la religión pero que también puede leerse
como un relato literario, un código social y un ideal ético, hasta algunos
textos contemporáneos, los autores mezclan ortodoxia con heterodoxia, devoción
con escepticismo, seriedad con humor.[1]
Un fragmento
del libro de Oz y su hija es digno de recordarse: “Su
esplendor [el de la Biblia] en tanto que literatura trasciende la disección
científica, así como la lectura devocional. Conmueve y apasiona de un modo
comparable a las grandes creaciones literarias, de Homero unas veces, en
ocasiones de Shakespeare, de Dostoievski en otras. Pero su alcance histórico
difiere del que tienen estas obras maestras. Admitiendo que otros grandes
poemas puedan haber dado origen a ciertas religiones, ninguna otra creación
literaria ha dejado grabado, de forma tan efectiva, un código legal, ni ha
trazado tan convincentemente una ética social” (p. 21).
A 500 años de
la Reforma Protestante, estamos ante una excelente oportunidad para evaluar nuestro
estatus como lectores asiduos de la Biblia y productores de interpretaciones
críticas y autocríticas de la misma. Para tal fin, podríamos hacer una “encuesta
anual sobre la lectura de la Biblia”, por ejemplo, con preguntas básicas y de
profundización a la manera de la Encuesta Nacional de Lectura: ¿cuál es el
principal motivo que influye en usted para leer un libro [bíblico]?, o ¿usted
acostumbra leer [partes de la Biblia] para otras personas?[2] Como protestantes y reformados estamos bajo el
signo de la Sola Escritura, es decir,
de las bendiciones y los riesgos implícitos en la necesidad de leer e interpretar,
en todo momento, con seriedad y responsabilidad, el contenido de la Biblia. No
podemos darnos el lujo de violentarlo con base en nuestros deseos y ansiedades,
o en nuestros criterios humanos, por muy piadosos que creamos que sean, pues
ellos casi siempre nos sacarán del camino de aprendizaje y profundización en el
mensaje que Dios quiere que recibamos. Ejemplos de esto mismo abundan en la
propia Biblia y son muestra de nuestra incapacidad para “orientar” el rumbo de
la proclamación de la Palabra del Señor. Al apóstol Pablo le sucedió algo de
eso en su discurso presentado en Atenas (Hch 17.16-33). Continuamente
se están produciendo materiales de análisis de los textos bíblicos que
tendríamos la obligación de conocer para actualizar el mensaje cristiano.
La fe que procede del contacto cercano con las Escrituras
Nuestra consigna consiste en meditar
sobre la forma en que la fe brota de la escucha atenta y contextual de la
Palabra divina contenida en la Biblia, tal como lo propone San Pablo en Romanos
10.17. Es una propuesta legítima porque la reflexión teológica del apóstol
Pablo lo llevó a esa conclusión en medio de su discusión sobre el lugar del judaísmo
en la salvación mediada por Jesucristo como parte de la historia de una alianza
que comenzó con el patriarca Abraham, fundador de la nación. Ese carácter
fundador obligó al apóstol a reflexionar sobre el nuevo papel de la tradición
judía ante el rechazo de que fue objeto Jesús de Nazaret por parte de la misma.
En Ro 9.1-29 hace un magnífico repaso de la redención hasta llegar al tema de
la justificación por la fe por parte de los no judíos (vv. 30-33). Ya en el
cap. 10, este autor confiesa su desazón y, sin despegarse en ningún momento del
tema de la justicia de Dios, plantea cómo la cercanía con la palabra divina mantiene
siempre la puerta abierta para la posibilidad de la salvación (10.8). A continuación,
este judío converso resume de la manera más sencilla la invitación a aceptar a
Jesús como Mesías y Señor de la existencia: “Pues si ustedes reconocen
con su propia boca que Jesús es el Señor, y si creen de corazón que Dios lo
resucitó, entonces se librarán del castigo que merecen.
Pues si creemos de todo corazón, seremos aceptados por Dios; y si con
nuestra boca reconocemos que Jesús es el Señor, Dios nos salvará” (10.9-10).
La fe, la verdadera fe, escribió San Pablo, tiene su origen en el impacto efectivo de la Palabra de Dios (de Cristo, dice en realidad el texto original) en nuestros oídos espirituales, pues ella quien los ha despertado. Oír con familiaridad la Palabra divina es acercarse rotundamente a la posibilidad de una “salvación cercana”. Por ello, el ejercicio de teología bíblica que hizo San Pablo en Ro 10.11-21 al citar tantas veces (ocho) la Ley, un salmo y a dos profetas brilla con luz propia debido a su fidelidad al texto y, al mismo, tiempo, por su búsqueda intensa de las acciones de Dios para salvar a la humanidad. ¿Tenemos que seguir creyendo en la palabra divina, se pregunta Karl Barth entre líneas en su comentario a la carta paulina? La respuesta es clara, pero también importa cómo hemos de seguir haciéndolo como parte de su iglesia en estos tiempos aciagos, marcados por un fuerte relativismo, pero también por los acentos fundamentalistas que nos acechan por todas partes. Negarse sistemáticamente, y con diversos argumentos muy “espirituales”, a situar histórica y culturalmente los énfasis del mensaje de Dios es uno de esos acentos. Con ello se resta fuerza a los asideros históricos que necesitamos para hacer actual la fuerza con que la Palabra de Dios nos interpela siempre. Porque las Escrituras siguen produciendo fe en las personas y por ello hay que anunciarla con urgencia.
[1] A. González Torres, “Los judíos y las
palabras”, en Laberinto, supl. de Milenio, núm. 738, 5 de agosto de 2017,
p. 2, www.milenio.com/cultura/laberinto/amos_oz-fania_oz-los_judios_y_las_palabras-literatura-escolios_0_1005499687.html.
[2] Cf. Daniel Goldin, ed., Encuesta Nacional de Lectura: informes y
evaluaciones. México, UNAM-Conaculta, 2006, pp. 270, 271. Goldin, judío
también, es autor de “Leer y escribir antes y después de Babel”, un texto que
leyó en el Congreso de Lectura de Durango, en 2004. Puede leerse en: www.mxfractal.org/F28Goldin.html.
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