2 de febrero, 2020
Si Dios no nos hubiera ayudado,
¿qué habría sido de nosotros?
[…]
Si Dios no nos hubiera ayudado
cuando nos atacaba todo el
mundo,
nos habrían
matado a todos,
pues nuestros enemigos
estaban muy enojados con
nosotros.
Salmo 124.1a, 2-3, TLA
No
es solamente la extraordinaria visión misionera de algunas personas para fundar
nuevas iglesias lo que determina que éstas se mantengan en el tiempo en contra de
toda la oposición tratando de cumplir con la misión que Dios les ha encomendado.
Tampoco la sólida planeación de organizaciones evangelizadoras para observar
dónde y cuándo deben abrirse otras comunidades y así garantizar su permanencia
y su proyección como pueblo de Dios. Ni mucho menos el eventual orgullo humano de
estar colaborando en una obra espiritual duradera que ha de pasar por todas las
pruebas y obstáculos para mantenerse fiel a su tarea de dar un testimonio pertinente
del Evangelio. La única razón de ser de la existencia de la iglesia en el mundo
es la acción constante, irresistible y renovadora de la gracia de Dios. Cuando
se estudia la historia de la iglesia y se identifican en ella los factores para
su surgimiento, crecimiento, consolidación, crisis, desafíos, aciertos, infidelidades,
cismas, desviaciones y tantas cosas más que la caracterizan, se está ante el
hecho de que todo ello debe confrontarse, teológicamente, con el designio eterno
para la presencia del pueblo de Dios en el mundo.
Cuando las diversas iglesias hacen a un lado el hecho
de que también son parte de un movimiento del Espíritu para instalar la nueva
humanidad en el mundo, es posible que se asomen las tendencias a creerse autosuficiente
y a asumir que la razón de ser de su existencia se centra en ella misma. Si la iglesia
ha sobrevivido en el mundo, a quien casi siempre le atribuye las barreras para
el cumplimiento cabal de su misión, aun cuando a veces ella es su peor enemigo,
se debe única y exclusivamente a la interminable gracia de Dios, que es su
principal sostén. Ante las fuerzas oscuras que continuamente se oponen a la
marcha y acción transformadora de las comunidades cristianas, y en la que
muchas veces ellas se encuentran inermes e indefensas, la única posibilidad de
sobrevivencia, en todos los sentidos, es la actuación de la multiforme gracia
de Dios.
Un episodio de la historia de la Reforma Protestante en Francia, narrado
magistralmente por el novelista Pablo Montoya en Tríptico de la infamia (Bogotá,
Random House, 2014, Premio Rómulo Gallegos 2015), ejemplifica
notoriamente el grado de sadismo con que dicho rechazo puede manifestarse: antes
de la masacre conocida como Noche de San Bartolomé, en agosto de 1572, en
París, el almirante Gaspard de Coligny, líder de los hugonotes, fue decapitado por
órdenes de Catalina de Médicis, madre del rey Carlos IX, y miles de reformados,
hombres y mujeres, fueron asesinados la noche del 23 al 24 de agosto de ese año.
Así se expresa en la novela el pintor François Dubois (1529-1584), autor del
cuadro más conocido que exhibe los horrores de esa noche terrible, descrito
minuciosamente por Montoya (pp. 184-190):
Los católicos de París me
habían expulsado de su ciudad como a un perro. A mi mujer la destriparon y a
ella y a i hijo, desnudos ambos, los arrojaron al Sena, o a una de esas fosas
comunes que abrieron en el cementerio de los Saints-Innocents, o al pozo de los
Clergés, que era donde se acostumbraba lanzar los pellejos de las bestias
muertas. […] Los asesinatos se hicieron más frecuentes, las campanas de las
iglesias redoblaron con intensidad […], los poetas mojaban sus plumas para escribir
sonetos y tragedias que conmemoraban la victoria católica. Todos creyeron,
finalmente, que Francia reverdecía por el aniquilamiento de los míos. Era como
si Dios hubiera aprobado, con estas pruebas fehacientes, la hecatombe (pp.
178-179).
Pero, a pesar de este crimen multitudinario la iglesia
reformada en Francia no solamente no desapareció, sino que experimentó una auténtica
“depuración” que la ha mantenido hasta la fecha, como un factor ciertamente
minoritario en ese país, pero de gran relevancia espiritual, teológica,
cultural y política. Porque la mejor imagen de la presencia de la iglesia en el
mundo no es la de una marcha triunfal en la que ella va derrotando a sus
enemigos por causa del poder propio que ha alcanzado, tal como lo entendió la
iglesia durante el virreinato de Nueva España. Lo que mejor pinta el retrato de
la gracia de Dios como razón de ser de la iglesia son expresiones cercanas al
Salmo 124 (que tanto amaba Juan Calvino): el pueblo de Dios es una comunidad de
sobrevivientes al asalto, a las trampas puestas contra él, en multitud de
formas por sus detractores y adversarios.
Walter Brueggemann, en su análisis del breve salmo, afirma
que es una acción de gracias por una liberación comunitaria y que presenta “los
terribles resultados si Yahveh no hubiera estado involucrado” con la vida de su
pueblo. “El agradecimiento que sigue es en celebración de que Yahvéh estuvo y
está ‘de nuestro lado’, y, por tanto, no sucedieron los posibles males. Podría
haber acontecido, pero el tenaz compromiso de Yahvéh con Israel, es lo que
impide el trabajo destructivo del enemigo”.[1] La
imaginería acuática del salmo (que lo emparenta con el 18) es sumamente gráfica
muestra el ataque de “todo el mundo” (v. 2b), iracundo en contra de la
comunidad (3) como una marea desbordada (4-5) que amenazaba con tragarlos a todos
(“vivos nos habrían tragado entonces”, RVR1960) con aguas malignas: “Las aguas
son la manera mejor en que Israel habla sobre una amenaza general, masiva, y
aparentemente irresistible. Son las ‘aguas presuntuosas’, las aguas que no
conocen límite alguno y no respetan fronteras”.”.[2] Pero,
como sucede en otros salmos (114, con referencia al éxodo, y 29, sobre los
mitos clásicos acerca de las inundaciones), “la soberanía de Yahvéh pone
límites a las aguas y les resta fuerza”.
Lo que le resta a la comunidad en riesgo es agradecer
a Dios (6) y “escapar del lazo de los cazadores” (7a), incluso a contracorriente
de la tentación de resistir. Queda así completamente en los brazos de la gracia
divina, a quien debe reconocer como única razón de ser de su existencia. Un reconocimiento
que a veces se olvida pero que debe dar fe de una sana comprensión de la
naturaleza y misión del pueblo de Dios en todas las épocas. Se afirma,
finalmente, “la poderosa soberanía de Yahvéh sobre todo lo que él ha creado: cielo
y tierra, aguas y lazos” (8). El salmo, concluye Brueggeman, “refleja un paso
de la ansiedad de desorientación a la estabilidad y confianza de la nueva
orientación. […] es un paso de una ansiosa especificidad a una generalización
confiada. La nueva vida de Israel, libre de amenazas, está totalmente enfocada
a Dios que nunca nos entregará”.
La iglesia, específicamente, se sobrevive incluso a sí
misma cuando entiende y acepta que su dinámica existencial es la misma de su Señor
y Salvador: vida, muerte, resurrección, en medio de una serie de ciclos impredecibles
que pueden colocarla en circunstancias en las que la actitud apologética (y
escasamente autocrítica) tampoco es la mejor para mantener su dignidad y
testimonio en el mundo. Y tampoco le está dado victimizarse para asumir el
rechazo o la persecución como algo excepcional, dado que ello es parte esencial
de la fidelidad a su testimonio del Evangelio del Reino de Dios, tal como se lo
anunció Jesús de Nazaret (Mr 13.9-13). La iglesia se sobrevive a sí misma y se
desdobla en medio de la sobrevivencia que Dios quiera darle en un ambiente opuesto
a su presencia y acción. La gracia divina crea, sostiene y conduce a la iglesia
hacia sus verdaderos propósitos, incluso más allá de su orgullo histórico,
doctrinal y espiritual.
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