domingo, 2 de mayo de 2021

Las familias viven y sirven con esperanza en el Señor: el caso de Deuteronomio, L. Cervantes-O.

2 de mayo, 2021

 

Cuando ustedes estaban en el monte Horeb, Dios me dijo que los reuniera delante de él, pues quería hablarles y enseñarles a obedecerlo todo el tiempo, para que del mismo modo ustedes enseñaran a sus hijos.                                                                                                   Deuteronomio 4.10, TLA

 

En el entramado del Deuteronomio, cinco puntos juegan un papel decisivo un Dios, un pueblo, una tierra, un santuario y una ley. No se trata de cabos sueltos, sino de cinco hilos entrelazados, a los que se enganchan además otros muchos (elección, alianza, bendición-maldición, etcétera), formando un vasto tejido. La unidad de Dios, proclamada al comienzo del Libro de la Ley (6.4), determina la unidad de santuario y de culto de todo el pueblo de Israel (c. 12) Por la elección y la alianza, Israel pasa a ser el pueblo de Dios, creándose entre ambos unos lazos especiales: la unión total a Dios implica total separación de las naciones, cultos y prácticas que pondrían en grave peligro o romperían esta comunión.[1] 

 

Deuteronomio y las familias de Israel

Pocos libros de la Biblia están tan comprometidos con el tema de las familias y su continuidad en la fe como parte de la historia del antiguo Israel como Deuteronomio. Como bien ha escrito el especialista Edesio Sánchez, la comunidad que recibió este mensaje se situó en una época nueva, muy distinta a la que se dirigió Moisés en los momentos cruciales del Éxodo. Ahora, las familias debían rescatar su pasado para conmemorarlo y conseguir que las nuevas generaciones se ubicaran ante Dios para llevar a cabo una nueva alianza con Él: “Ahora esta comunidad, al igual que el Israel del Horeb, es convocada a oír la palabra de salvación y de desafío de parte del Señor. La renovación de la alianza y la reubicación de las antiguas tradiciones y leyes confirman a este pueblo que él es pueblo de Dios; que, así como el Israel del Horeb, él también es convocado a pararse ante el mismo Dios y su siempre actual palabra de gracia y juicio”.[2] Las condiciones del pacto eran exactamente las mismas: se esperaba que todo el pueblo obedeciese las leyes divinas y las pusiese por obra para instalar una nueva forma de sociedad en el mundo, una sociedad alternativa, igualitaria y respetuosa de la dignidad de todas las personas.

La figura de Moisés reaparece en el Deuteronomio para ser el portador de la enseñanza que las nuevas generaciones de israelitas necesitaban a fin de poner en marcha ese proyecto social basado en las enseñanzas antiguas revitalizadas por la acumulación de la experiencia y por la fe probada en medio de las complejas circunstancias que habían vivido. La ocupación de la tierra se presenta como el proyecto divino en el que deberían desplegar todo el potencial de la Ley como constitución política, social, religiosa y cultural que normaría la vida del pueblo. De ahí que las palabras de exhortación de Dt 4 tienen el tono requerido para establecer dicho proyecto en la conciencia y en la vida cotidiana del pueblo: “Nuestro Dios me ha ordenado enseñarles todos sus mandamientos, para que ustedes los obedezcan en el territorio que van a ocupar. Así, cuando los demás pueblos oigan hablar de ellos, dirán que ustedes son un gran pueblo, sabio y entendido, pues tienen buenas enseñanzas y saben obedecerlas” (4.5-6).

Ese pueblo debía diferenciarse de los demás, precisamente por la obediencia de los mandamientos y la reglamentación religiosa: “No hay ningún otro pueblo que tenga tan cerca a su Dios, como lo tenemos nosotros cuando le pedimos ayuda. Ni hay tampoco un pueblo que tenga mandamientos tan justos como los que ustedes han recibido” (4.7-8). 

Las familias viven y sirven con esperanza

“No olvidar”: ésa es la consigna de Dt 4.9 para todas las generaciones de Israel. La memoria debía ejercitarse permanente para jamás hacer a un lado lo sucedido en los momentos fundadores de la fe del pueblo. Edesio Sánchez resume muy bien el papel preservador de dicho legado en las familias hebreas especialmente referido a la fiesta central, la Pascua, que se celebraba en seno del hogar como el espacio laico por excelencia:

 

Toda una larga serie de pasajes en el Pentateuco y los Sapienciales señala el establecimiento de regulaciones para todos los niveles de las relaciones familiares. Tales pasajes señalan que la familia era, sobre todo, el centro de la instrucción religiosa. Como comunidad religiosa ella preservó las tradiciones del pasado y las transmitió a través de la instrucción y la alabanza. La fiesta central en el Antiguo Testamento, la Pascua, era un festival familiar, celebrado en el hogar. La Pascua era un rito que no necesitaba de sacerdote o templo. Todo el ritual tenía como contexto el hogar y era el padre quien lo presidía. En medio de la celebración, en el momento del “segundo vaso”, uno de los hijos hacía la pregunta: ¿por qué esta noche es diferente a las otras? Y así se abría la oportunidad para narrar la historia de la redención del pueblo, de manos de los egipcios. Esta práctica fue cuidada y transmitida de generación en generación; Jesús y sus contemporáneos la celebraron igualmente (Ídem, énfasis agregados). 

Justamente eso es lo que subraya el v. 10: “Cuando ustedes estaban en el monte Horeb, Dios me dijo que los reuniera delante de él, pues quería hablarles y enseñarles a obedecerlo todo el tiempo, para que del mismo modo ustedes enseñaran a sus hijos”. Los momentos extraordinarios que testificó la generación cercana a Moisés y que las nuevas familias ya no verían debían seguir siendo la razón de ser de la fe y de la existencia de la comunidad a pesar de la distancia cronológica en que habían sucedido. Cada detalle es recordado minuciosamente en los siguientes versículos, en los que se despliega la presencia divina, aun cuando no fue advertida por el pueblo (4.11-12). De esa manera recibieron los diez mandamientos en las tablas de piedra que debían obedecerse para ocupar la tierra (13-14).

Las familias de Israel, portadoras de la memoria de esperanza debían ser también servidoras de los demás, como parte de la nueva comunidad deseada por Dios. Tal como afirma Sánchez Cetina: “He aquí el gran valor del Deuteronomio, que surge como un libro que toma la palabra de Dios, hablada a una antigua generación, con sus pasadas tradiciones, y la reactualiza para beneficio de un nuevo pueblo, una nueva generación. El Deuteronomio es clara indicación de un hecho indiscutible del mensaje bíblico: que, si bien momento, historia y audiencia varían, la palabra es la misma”.



[1] Félix García López, El Deuteronomio: una ley predicada. Estella, Verbo Divino, 1989 (Cuadernos bíblicos, 63), p. 6.

[2] E. Sánchez Cetina, “La familia en el Deuteronomio”, en Sociedad Bíblica Chilena, www.sbch.cl/sitio/la-familia-la-iglesia-domestica/

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