8 de junio, 2008
1. Masculinidad y espiritualidad en conflicto según la BibliaLa vida de Jacob es un excelente ejemplo de cómo la narrativa bíblica desarrolla temáticas integradas en amplios conjuntos textuales. La forma en que el libro de Génesis expone los avatares de su vida, dada su importancia para la conformación del pueblo de Dios, en los capos. 25-50 (¡medio libro!), da testimonio de cómo su evolución espiritual le permitió llegar a ser el fundador de la nación, pero sólo después de atravesar por una serie de etapas, todas complicadas, en las que se formó adecuadamente como ser humano, varón y creyente. En este sentido, Jacob es un buen modelo de personaje bíblico, pero para penetrar en los aspectos relacionados con la masculinidad es necesario romper un poco el esquema que caracteriza a los actores de la historia bíblica como héroes de una sola pieza. La masculinidad patriarcal y el desarrollo espiritual se entrelazan a tal grado que obligan a preguntarse si en 20 siglos de cristianismo no hemos sido capaces de definir y llevar a cabo suficientemente una espiritualidad masculina que exprese y promueva sólidamente los valores del Reino de Dios, más allá de las ideologías dominantes basadas en el autoritarismo patriarcal y la sumisión de los débiles. Cada hombre creyente debería, entonces, ubicar su identidad masculina en el marco de las exigencias éticas y existenciales del Reino proclamado y vivido por Jesús de Nazaret.
Por ello, el esquema que propone Hugo Cáceres Guinet, desde Perú (“un esquema de desarrollo espiritual propio del individuo masculino nacido en una civilización como la nuestra, que favorece su identidad, la beneficia con roles de dominación y es miembro de la iglesia en la tradición judeo-cristiana lo que le ofrece ventajas y poder, es decir, camina espiritualmente en una línea ascendente, no carente de ambiciones”),[1] organiza la experiencia de Jacob en tres partes, en función de su crecimiento específico como hombre: primero, “busca adquirir, lograr, superar, aventajar y morir peleando por mantener lo arrebatado a otros machos igualmente deseosos de ascender en la empresa, la política o la iglesia”, misma etapa vivida por los discípulos de Jesús cuando competían entre ellos y buscaban ser el más importante (Mr 9.33-36).[2] Aquí no hay amistad, fraternidad o colaboración con otros varones y mucho menos con mujeres, pues ellas son vistas como colaboradoras inferiores y débiles a quienes hay que proteger, pero nunca escuchar. Sobre esta etapa en la iglesia, Cáceres observa puntualmente:
Esta es la relación más común entre ministros varones y mujeres […], ellos asumen el deber de protegerlas (moral, doctrinal o espiritualmente) y, en el caso de mujeres con poca estima personal, ellas adoptan el rol pasivo de domésticas, dirigidas y dependientes, que ayudan a su protector a escalar por la pendiente del poder y la autoridad. Mientras el hombre espiritual permanezca en (A) [esta etapa], su camino es el de la ambiciosa disciplina, del autoempoderamiento, del reforzamiento espiritual de sí mismo; si continúa en este camino se convierte en un ministro hábil y eficiente, víctima de su propia acumulación de poder, varón luchando contra varones por ser el primero (p. 18).
Un caso: el vicepresidente actual de la Asamblea General de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México: un varón autoritario., misógino y abusador de mujeres, contrario a reconocer sus ministerios mediante un panfleto herético y anticristiano, que ha teledirigido la nueva Constitución de la iglesia en función de sus intereses, ¡aceptado y promovido por la Unión Nacional de Sociedades Femeniles para ser su “consejero”! El mundo al revés, en una palabra.[3]
La segunda etapa es el redescubrimiento de la solidaridad, que permite al varón hacerse uno con sus hermanos y hermanas, “renunciando al camino ascendente del control y la dominación. Es la búsqueda amplia por la justicia y la equidad” (Idem). Es anhelar la superación de todas las diferencias para instalar el respeto y la edificación mutuos. Se ceden derechos a otros, se comparten funciones y se celebra la diversidad. “La amistad con otros varones [superando la homofobia, el rostro innombrable e insuperable del machismo)] le ayuda a visualizar mejor sus heridas y a solicitar ayuda de quienes conocen mejor el alma viril [¡en su día, a los padres sólo hay que regalarles herramientas y, si bien les va, discos compactos o películas en DVD!], es decir, otros hermanos de género” (Idem). Hay una reconciliación con la imagen paterna y se toma conciencia de los mecanismos de poder ligados a una sociedad patriarcal, con resistencia a emplearlos, aunque sigan ahí presentes y actuantes (¿son utilizados sólo cuando se pierde la paciencia…?). La paradoja de la masculinidad: el poder adquirido con tanto esfuerzo debe descubrir una modalidad de comunión: si esto no se asume, puede haber un retorno a la primera etapa. Los enemigos a vencer: el machismo y la homofobia.
La última etapa es la vía negativa, en la que hay que “desaprender el camino del poder, potenciar a otros, hacerse hermano de la creación, derribar barreras para ser parte de una nueva humanidad. […] Es vivir como el producto definitivo del Espíritu que hace de todos uno, ser el logro de Cristo que reconcilia todas las cosas en Sí mismo” (Idem, énfasis agregado). Si se mantiene en la segunda etapa, el hombre puede ser un buen ser humano de Dios, dispuesto a caminar junto con los demás hermanos y hermanas, pero operando desde los mismos principios positivos de orden y buena administración (“Donde hay orden, allí está Dios”): sus fueras masculinas siguen en lucha. Aquí, “el poder espiritual masculino [impuesto unilateralmente como la única vía de acceso a la humanidad plena] será revertido como fuerza transformadora que sana sus propias heridas de varón, pero a la vez comunica bienestar espiritual al género humano [se deja de servir sólo a la fraternidad masculina, “el club espiritual de Tobi”], a quien de ver como un contrario o un complementario, sino que alcanza la visión unitaria de los místicos, uno con todos. […] Reconciliado consigo mismo, su relación con los demás actualiza la bendición de Dios sobre la sociedad humana” (Idem, énfasis agregado). Es el caso también del apóstol Pedro cuando, viejo y fatigado, luego de dialogar con su Señor, puede encargarse de sus ovejas (Jn 21.15-18).
2. Los años formativos: “la historia de un hombre es la historia de todos los hombres”La identidad de Jacob como varón se definió a contracorriente de su padre y su hermano Esaú. Como hijo de Isaac y Rebeca, su lucha empezó desde el momento de nacer, en el forcejeo con su hermano, con quien vivirá una relación profundamente antitética, literariamente impecable. Inicia así la cadena de simulaciones y suplantaciones alentadas algunas de ellas por su propia madre. Incluso la etimología de su nombre se va acomodando a su conducta: primero, “nacer agarrado al talón”, después, “se hizo pasar por mí, me engañó”. Luego de engañar a su hermano (mediante artes supuestamente femeninas, la cocina) y de obtener la bendición paterna, su viaje de huída se efectúa a la inversa de Abraham y el pacto con éste se pone en riesgo. “Jacob está psicológicamente bien preparado para iniciar la madurez (apoyo materno hasta una edad y aprobación del padre para el resto de la vida) aunque estás arrastrando aún el conflicto con su propio hermano, quien representa a todos los varones en igualdad de condiciones (camaradas, colegas, compañeros de ministerio, etcétera) (p. 20, énfasis original).
Jacob tiene ahora la visión en la que insiste en ascender peldaños hacia el cielo. Su reacción es establecer un pacto de lealtad con Dios (en el esquema de pacto entre varones: al vía positiva en su máxima expresión) y levantar un monumento fálico. Pasa a formar un hogar, pero se enfrenta a otro varón en proceso, Labán (“representa los peores rasgos de masculinidad: astucia y engaño para obtener beneficios materiales, control y dominio sobre otros varones en orden a la adquisición de seguridad en la vejez”, p. 21), quien lo engañará y le hará ver su suerte. Se afirma como varón fértil con sus varias esposas e hijos, pero incubando al mismo tiempo el mal que no tardará en manifestarse. La lucha de poder parece insalvable y Jacob deberá huir nuevamente hasta alcanzar otro “pacto entre caballeros” (Gn 31): mientras más lejos uno del otro, mejor. Delimitar territorios, como en el mundo animal…
3. “La lucha con el ángel”
En la plenitud de su vida, Jacob ya ha aprendido algunas cosas, pero falta la más importante: ahora está de regreso, cargado riquezas y responsabilidad hacia su clan. Ya no espera muchas cosas, pero Dios le guarda todavía algunas sorpresas. Ahora tendrá encuentros humanos y divinos, todos en busca de solucionar antiguos conflictos. Primero ve a los ángeles de Dios (Gn 32.1-2), en camino hacia la reconciliación con su hermano. Escucha la advertencia: “Tu hermano viene con 400 hombres” y reacciona en la búsqueda de protección hacia Dios para su parentela, algo típico del papel varonil. Es el tránsito hacia la tercera etapa, en donde Jacob, luego de vivir el encuentro más extraordinario de su vida, saldrá de él para convertirse en una nueva persona (Gn 32.25, 29):
En la penumbra y los horrores nocturnos, Jacob libra su última reyerta, no con un individuo sino con todos los hombres con quienes ha peleado y a quienes ha engañado: su hermano Esaú, su padre Isaac, su suegro Labán. Esta es la noche espiritual masculina [¿acaso cuando nace nuestro primer hijo/a y pensamos sabe Dios qué cosas, pues o creemos que lo planeamos todo o no pensamos en nada…?], su naturaleza se aferra, lucha, exige, pregunta por el nombre de su contrincante. […] Está por nacer otro hombre, el hombre transformado por la superación de las experiencias de enfrentamiento y frustraciones, y dar paso a la experiencia auténtica de la paternidad: no esperar nada, excepto la salvación de la prole. En la oscuridad ve el rostro de Dios y éste le revela un nuevo nombre […] Jacob ha tenido la experiencia de los místicos que reconocen que nada se parece más a Dios que la oscuridad. (p. 22, énfasis original).
Jacob ya no caminará erguido el resto de su vida en señal de que reconoció dolorosamente su humanidad: “ya no será el joven autosuficiente que partió [sino como] el hombre completo que vive plenamente su virilidad en el reconocimiento de sus miedos y limitaciones, sin embargo, suficientemente dispuesto a vivir para los demás” (Idem).
4. El nuevo Jacob: madurez, experiencia y paternidad-patriarcalidad responsable
¿Cómo nos obligan hoy la ley, la sociedad, la iglesia y la familia a ejercer una paternidad responsable? Porque parece que ése es el verbo exacto: obligarnos, ¿porque de otra manera no lo haríamos? Jacob llega a la última etapa luego de luchar con Dios y sus fantasmas, después de arrancarle su bendición (¡todo un experto en obtenerlas a como diera lugar!), y regresa a las luchas de la vida desde otra perspectiva, pero con un buen número de años encima, como señal de que, en efecto, “Roma no se hizo en un día”: la nueva masculinidad no nace de la noche a la mañana. Asumida la vía negativa, Jacob reencuentra a su hermano y trata de proteger a su clan para humildemente solicitar la misericordia del poderoso (quien, entre paréntesis, debió vivir también su propia construcción y reconstrucción de lo masculino). Jacob se reconcilia con Esaú en medio de un ambiente de gran bendición: se abrazan y la desconfianza desaparece. “Junto con la maduración humana y espiritual, y posesionado genuinamente del rol de la paternidad, Jacob probará la amargura de algunos fracasos en el seno familiar” (pp. 22-23). Cuatro acontecimientos golpearán la madurez humana, masculina y espiritual de Jacob: su hija es violada (Gn 34) y hay una venganza de sus hijos; nace su último hijo y pierde al amor de su vida (Gn 35.16-20); Rubén, su hijo mayor, cohabita con una de sus concubinas (Gn 35.21); y José, su hijo predilecto es vendido como esclavo por sus propios hermanos.
Jacob saldará sus cuentas con el pasado paterno (junto con hermano, acude a los funerales de su padre) y volverá al mismo lugar del comienzo (Bet-El, 35.1-15), aunque ahora ya no se le revelarán escalas por ascender. “El lugar es el mismo, Dios es el mismo, pero Jacob es ahora Israel y actúa como un auténtico guía espiritual o reformador religioso: exige que se retiren los ídolos de entre las pertenencias de la caravana y como testimonio de su encuentro con Dios erige una estela conmemorativa, como en su juventud” (p. 23). Como varón auténtico, deja el lugar a los más jóvenes, y pasa a un discreto segundo plano. Al ir a vivir a Egipto con José (46-47.28), le hace prometer que lo enterrará en la tierra de Canaán, haciéndolo jurar “con la mano debajo de su muslo” (47.29): un juramento solemne, en donde el muslo es un eufemismo para los órganos sexuales. “Ya que los hijos han salido del ‘muslo’ del padre (Gn 46.26; Éx 1.5), un falso juramento que involucra los órganos genitales acarrearía la extinción de la descendencia” (p. 23, n. 12).
Jacob cierra su ciclo vital, espiritual y masculino con una nueva visión de la existencia y la fe. Oseas (12.4-5) interpretó la vida de Jacob en función de sus luchas, como una “puerta de comunicación entre Dios y nosotros, el resto del género masculino” (p. 24): “En el seno materno agarró el calcañar de su hermano y en su virilidad luchó con Dios [¡luchar con Dios, el más supremo acto de virilidad posible¡]; luchó con el ángel y pudo más; lloró y le imploró gracia. En Betel lo halló y allí habló con nosotros”. Y Hebreos 11.21 lo ve como un modelo de creyente en el acto de bendecir a su prole. Se trató de un varón que había “transitado apoyado en el bastón y que, finalmente, proyecta la imagen de la dignidad de la ancianidad fecunda” (Idem). De modo que la fe es un desafío a la masculinidad en cualquier tiempo y no sólo un asunto, según el estereotipo, “para señoritas quedadas y ancianos”.
1. Masculinidad y espiritualidad en conflicto según la BibliaLa vida de Jacob es un excelente ejemplo de cómo la narrativa bíblica desarrolla temáticas integradas en amplios conjuntos textuales. La forma en que el libro de Génesis expone los avatares de su vida, dada su importancia para la conformación del pueblo de Dios, en los capos. 25-50 (¡medio libro!), da testimonio de cómo su evolución espiritual le permitió llegar a ser el fundador de la nación, pero sólo después de atravesar por una serie de etapas, todas complicadas, en las que se formó adecuadamente como ser humano, varón y creyente. En este sentido, Jacob es un buen modelo de personaje bíblico, pero para penetrar en los aspectos relacionados con la masculinidad es necesario romper un poco el esquema que caracteriza a los actores de la historia bíblica como héroes de una sola pieza. La masculinidad patriarcal y el desarrollo espiritual se entrelazan a tal grado que obligan a preguntarse si en 20 siglos de cristianismo no hemos sido capaces de definir y llevar a cabo suficientemente una espiritualidad masculina que exprese y promueva sólidamente los valores del Reino de Dios, más allá de las ideologías dominantes basadas en el autoritarismo patriarcal y la sumisión de los débiles. Cada hombre creyente debería, entonces, ubicar su identidad masculina en el marco de las exigencias éticas y existenciales del Reino proclamado y vivido por Jesús de Nazaret.
Por ello, el esquema que propone Hugo Cáceres Guinet, desde Perú (“un esquema de desarrollo espiritual propio del individuo masculino nacido en una civilización como la nuestra, que favorece su identidad, la beneficia con roles de dominación y es miembro de la iglesia en la tradición judeo-cristiana lo que le ofrece ventajas y poder, es decir, camina espiritualmente en una línea ascendente, no carente de ambiciones”),[1] organiza la experiencia de Jacob en tres partes, en función de su crecimiento específico como hombre: primero, “busca adquirir, lograr, superar, aventajar y morir peleando por mantener lo arrebatado a otros machos igualmente deseosos de ascender en la empresa, la política o la iglesia”, misma etapa vivida por los discípulos de Jesús cuando competían entre ellos y buscaban ser el más importante (Mr 9.33-36).[2] Aquí no hay amistad, fraternidad o colaboración con otros varones y mucho menos con mujeres, pues ellas son vistas como colaboradoras inferiores y débiles a quienes hay que proteger, pero nunca escuchar. Sobre esta etapa en la iglesia, Cáceres observa puntualmente:
Esta es la relación más común entre ministros varones y mujeres […], ellos asumen el deber de protegerlas (moral, doctrinal o espiritualmente) y, en el caso de mujeres con poca estima personal, ellas adoptan el rol pasivo de domésticas, dirigidas y dependientes, que ayudan a su protector a escalar por la pendiente del poder y la autoridad. Mientras el hombre espiritual permanezca en (A) [esta etapa], su camino es el de la ambiciosa disciplina, del autoempoderamiento, del reforzamiento espiritual de sí mismo; si continúa en este camino se convierte en un ministro hábil y eficiente, víctima de su propia acumulación de poder, varón luchando contra varones por ser el primero (p. 18).
Un caso: el vicepresidente actual de la Asamblea General de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México: un varón autoritario., misógino y abusador de mujeres, contrario a reconocer sus ministerios mediante un panfleto herético y anticristiano, que ha teledirigido la nueva Constitución de la iglesia en función de sus intereses, ¡aceptado y promovido por la Unión Nacional de Sociedades Femeniles para ser su “consejero”! El mundo al revés, en una palabra.[3]
La segunda etapa es el redescubrimiento de la solidaridad, que permite al varón hacerse uno con sus hermanos y hermanas, “renunciando al camino ascendente del control y la dominación. Es la búsqueda amplia por la justicia y la equidad” (Idem). Es anhelar la superación de todas las diferencias para instalar el respeto y la edificación mutuos. Se ceden derechos a otros, se comparten funciones y se celebra la diversidad. “La amistad con otros varones [superando la homofobia, el rostro innombrable e insuperable del machismo)] le ayuda a visualizar mejor sus heridas y a solicitar ayuda de quienes conocen mejor el alma viril [¡en su día, a los padres sólo hay que regalarles herramientas y, si bien les va, discos compactos o películas en DVD!], es decir, otros hermanos de género” (Idem). Hay una reconciliación con la imagen paterna y se toma conciencia de los mecanismos de poder ligados a una sociedad patriarcal, con resistencia a emplearlos, aunque sigan ahí presentes y actuantes (¿son utilizados sólo cuando se pierde la paciencia…?). La paradoja de la masculinidad: el poder adquirido con tanto esfuerzo debe descubrir una modalidad de comunión: si esto no se asume, puede haber un retorno a la primera etapa. Los enemigos a vencer: el machismo y la homofobia.
La última etapa es la vía negativa, en la que hay que “desaprender el camino del poder, potenciar a otros, hacerse hermano de la creación, derribar barreras para ser parte de una nueva humanidad. […] Es vivir como el producto definitivo del Espíritu que hace de todos uno, ser el logro de Cristo que reconcilia todas las cosas en Sí mismo” (Idem, énfasis agregado). Si se mantiene en la segunda etapa, el hombre puede ser un buen ser humano de Dios, dispuesto a caminar junto con los demás hermanos y hermanas, pero operando desde los mismos principios positivos de orden y buena administración (“Donde hay orden, allí está Dios”): sus fueras masculinas siguen en lucha. Aquí, “el poder espiritual masculino [impuesto unilateralmente como la única vía de acceso a la humanidad plena] será revertido como fuerza transformadora que sana sus propias heridas de varón, pero a la vez comunica bienestar espiritual al género humano [se deja de servir sólo a la fraternidad masculina, “el club espiritual de Tobi”], a quien de ver como un contrario o un complementario, sino que alcanza la visión unitaria de los místicos, uno con todos. […] Reconciliado consigo mismo, su relación con los demás actualiza la bendición de Dios sobre la sociedad humana” (Idem, énfasis agregado). Es el caso también del apóstol Pedro cuando, viejo y fatigado, luego de dialogar con su Señor, puede encargarse de sus ovejas (Jn 21.15-18).
2. Los años formativos: “la historia de un hombre es la historia de todos los hombres”La identidad de Jacob como varón se definió a contracorriente de su padre y su hermano Esaú. Como hijo de Isaac y Rebeca, su lucha empezó desde el momento de nacer, en el forcejeo con su hermano, con quien vivirá una relación profundamente antitética, literariamente impecable. Inicia así la cadena de simulaciones y suplantaciones alentadas algunas de ellas por su propia madre. Incluso la etimología de su nombre se va acomodando a su conducta: primero, “nacer agarrado al talón”, después, “se hizo pasar por mí, me engañó”. Luego de engañar a su hermano (mediante artes supuestamente femeninas, la cocina) y de obtener la bendición paterna, su viaje de huída se efectúa a la inversa de Abraham y el pacto con éste se pone en riesgo. “Jacob está psicológicamente bien preparado para iniciar la madurez (apoyo materno hasta una edad y aprobación del padre para el resto de la vida) aunque estás arrastrando aún el conflicto con su propio hermano, quien representa a todos los varones en igualdad de condiciones (camaradas, colegas, compañeros de ministerio, etcétera) (p. 20, énfasis original).
Jacob tiene ahora la visión en la que insiste en ascender peldaños hacia el cielo. Su reacción es establecer un pacto de lealtad con Dios (en el esquema de pacto entre varones: al vía positiva en su máxima expresión) y levantar un monumento fálico. Pasa a formar un hogar, pero se enfrenta a otro varón en proceso, Labán (“representa los peores rasgos de masculinidad: astucia y engaño para obtener beneficios materiales, control y dominio sobre otros varones en orden a la adquisición de seguridad en la vejez”, p. 21), quien lo engañará y le hará ver su suerte. Se afirma como varón fértil con sus varias esposas e hijos, pero incubando al mismo tiempo el mal que no tardará en manifestarse. La lucha de poder parece insalvable y Jacob deberá huir nuevamente hasta alcanzar otro “pacto entre caballeros” (Gn 31): mientras más lejos uno del otro, mejor. Delimitar territorios, como en el mundo animal…
3. “La lucha con el ángel”
En la plenitud de su vida, Jacob ya ha aprendido algunas cosas, pero falta la más importante: ahora está de regreso, cargado riquezas y responsabilidad hacia su clan. Ya no espera muchas cosas, pero Dios le guarda todavía algunas sorpresas. Ahora tendrá encuentros humanos y divinos, todos en busca de solucionar antiguos conflictos. Primero ve a los ángeles de Dios (Gn 32.1-2), en camino hacia la reconciliación con su hermano. Escucha la advertencia: “Tu hermano viene con 400 hombres” y reacciona en la búsqueda de protección hacia Dios para su parentela, algo típico del papel varonil. Es el tránsito hacia la tercera etapa, en donde Jacob, luego de vivir el encuentro más extraordinario de su vida, saldrá de él para convertirse en una nueva persona (Gn 32.25, 29):
En la penumbra y los horrores nocturnos, Jacob libra su última reyerta, no con un individuo sino con todos los hombres con quienes ha peleado y a quienes ha engañado: su hermano Esaú, su padre Isaac, su suegro Labán. Esta es la noche espiritual masculina [¿acaso cuando nace nuestro primer hijo/a y pensamos sabe Dios qué cosas, pues o creemos que lo planeamos todo o no pensamos en nada…?], su naturaleza se aferra, lucha, exige, pregunta por el nombre de su contrincante. […] Está por nacer otro hombre, el hombre transformado por la superación de las experiencias de enfrentamiento y frustraciones, y dar paso a la experiencia auténtica de la paternidad: no esperar nada, excepto la salvación de la prole. En la oscuridad ve el rostro de Dios y éste le revela un nuevo nombre […] Jacob ha tenido la experiencia de los místicos que reconocen que nada se parece más a Dios que la oscuridad. (p. 22, énfasis original).
Jacob ya no caminará erguido el resto de su vida en señal de que reconoció dolorosamente su humanidad: “ya no será el joven autosuficiente que partió [sino como] el hombre completo que vive plenamente su virilidad en el reconocimiento de sus miedos y limitaciones, sin embargo, suficientemente dispuesto a vivir para los demás” (Idem).
4. El nuevo Jacob: madurez, experiencia y paternidad-patriarcalidad responsable
¿Cómo nos obligan hoy la ley, la sociedad, la iglesia y la familia a ejercer una paternidad responsable? Porque parece que ése es el verbo exacto: obligarnos, ¿porque de otra manera no lo haríamos? Jacob llega a la última etapa luego de luchar con Dios y sus fantasmas, después de arrancarle su bendición (¡todo un experto en obtenerlas a como diera lugar!), y regresa a las luchas de la vida desde otra perspectiva, pero con un buen número de años encima, como señal de que, en efecto, “Roma no se hizo en un día”: la nueva masculinidad no nace de la noche a la mañana. Asumida la vía negativa, Jacob reencuentra a su hermano y trata de proteger a su clan para humildemente solicitar la misericordia del poderoso (quien, entre paréntesis, debió vivir también su propia construcción y reconstrucción de lo masculino). Jacob se reconcilia con Esaú en medio de un ambiente de gran bendición: se abrazan y la desconfianza desaparece. “Junto con la maduración humana y espiritual, y posesionado genuinamente del rol de la paternidad, Jacob probará la amargura de algunos fracasos en el seno familiar” (pp. 22-23). Cuatro acontecimientos golpearán la madurez humana, masculina y espiritual de Jacob: su hija es violada (Gn 34) y hay una venganza de sus hijos; nace su último hijo y pierde al amor de su vida (Gn 35.16-20); Rubén, su hijo mayor, cohabita con una de sus concubinas (Gn 35.21); y José, su hijo predilecto es vendido como esclavo por sus propios hermanos.
Jacob saldará sus cuentas con el pasado paterno (junto con hermano, acude a los funerales de su padre) y volverá al mismo lugar del comienzo (Bet-El, 35.1-15), aunque ahora ya no se le revelarán escalas por ascender. “El lugar es el mismo, Dios es el mismo, pero Jacob es ahora Israel y actúa como un auténtico guía espiritual o reformador religioso: exige que se retiren los ídolos de entre las pertenencias de la caravana y como testimonio de su encuentro con Dios erige una estela conmemorativa, como en su juventud” (p. 23). Como varón auténtico, deja el lugar a los más jóvenes, y pasa a un discreto segundo plano. Al ir a vivir a Egipto con José (46-47.28), le hace prometer que lo enterrará en la tierra de Canaán, haciéndolo jurar “con la mano debajo de su muslo” (47.29): un juramento solemne, en donde el muslo es un eufemismo para los órganos sexuales. “Ya que los hijos han salido del ‘muslo’ del padre (Gn 46.26; Éx 1.5), un falso juramento que involucra los órganos genitales acarrearía la extinción de la descendencia” (p. 23, n. 12).
Jacob cierra su ciclo vital, espiritual y masculino con una nueva visión de la existencia y la fe. Oseas (12.4-5) interpretó la vida de Jacob en función de sus luchas, como una “puerta de comunicación entre Dios y nosotros, el resto del género masculino” (p. 24): “En el seno materno agarró el calcañar de su hermano y en su virilidad luchó con Dios [¡luchar con Dios, el más supremo acto de virilidad posible¡]; luchó con el ángel y pudo más; lloró y le imploró gracia. En Betel lo halló y allí habló con nosotros”. Y Hebreos 11.21 lo ve como un modelo de creyente en el acto de bendecir a su prole. Se trató de un varón que había “transitado apoyado en el bastón y que, finalmente, proyecta la imagen de la dignidad de la ancianidad fecunda” (Idem). De modo que la fe es un desafío a la masculinidad en cualquier tiempo y no sólo un asunto, según el estereotipo, “para señoritas quedadas y ancianos”.
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