8 de
noviembre, 2009
1. El
cuerpo, objeto de debate ideológico y teológico
Un par de
preguntas pueden servir para valorar o definir la perspectiva con que asumimos
el lugar del cuerpo en la comprensión de la salvación. Ambas son
complementarias y apuntan hacia la aplicación de la enseñanza del Nuevo
Testamento en relación con la resurrección, una creencia que se fue
consolidando progresivamente en la mentalidad bíblica. Primero, ¿qué le
interesa más salvar a Dios: el cuerpo o el alma? Una respuesta generalizada
subraya lo segundo, con la idea de que algunas afirmaciones bíblicas apoyan
semejante subordinación del cuerpo a la parte “espiritual” de la persona.
Especialmente se recuerdan las palabras del Eclesiastés, las cuales, aunque ya
están influidas por algunos elementos griegos debido a la época de su
escritura, no necesariamente afirma la superioridad del alma sobre el cuerpo.
Como parte de sus reflexiones finales, el autor del libro se refiere, como de
paso, desde una visión casi materialista, a lo que sucede cuando mueren las
personas: “…y el polvo vuelva a la tierra como era, y el espíritu a Dios que lo
dio” (12.7), para destacar el buen uso de la vida. Si resulta evidente que toda
forma de vida procede de Dios, el cuerpo es la expresión máxima de vida en su
carácter de portador de la existencia, es el contacto directo con el mundo, la
puerta de acceso a las bondades de Dios que han de ser recibidas con todos los
sentidos.
Podríamos decir, además, que el cuerpo es el reino
de los sentidos y la conciencia. De ahí que los estudiosos del tema señalen
que cualquier falta de respeto a la naturaleza del cuerpo como organismo
integral del ser humano, hace posible que se atente contra él de múltiples
formas, pues si después de todo no es lo más importante, ni siquiera para
Dios, su creador, entonces puede atacársele, producir violencia sobre él
sin el temor de Hay que observar con atención las imágenes de los crematorios
nazis para ver hasta dónde puede llegar este desprecio y violencia criminal
contra la realidad corporal del ser humano. El sadismo hasta el que se ha
llegado en la historia manifiesta la oposición radical con que se deja de
atender el interés de Dios por la integridad ontológica de las personas.
La segunda pregunta, ¿cree usted en la inmortalidad
del alma o en la resurrección del cuerpo?, es un desafío para advertir hasta
qué punto se han interiorizado las creencias de origen griego y de qué forma se
confunden con los elementos fundamentales de la fe cristiana. La inmortalidad
del alma es un concepto de origen griego, muy diferente de la doctrina
cristiana de la resurrección de la carne. La comparación entre la muerte de
Sócrates y Jesús es un magnífico ejemplo de la oposición radical entre estas
dos formas de ver y experimentar el asunto: el primero muere como un acto de
congruencia por su falta de apego al cuerpo, y el segundo grita terriblemente a
la hora de afrontar el fin de su existencia terrena, en apego vital al cuerpo
mismo.[1] Buena parte de esta confusión se debe a
que en las iglesias se han aceptado, de manera generalizada, muchos conceptos
provenientes del mundo helenístico que aparecen directamente en el Nuevo
Testamento, relacionados especialmente con la conformación del ser humano, es
decir, con su supuesta división en varias entidades: cuerpo, alma, espíritu…
Con ello se deja de apreciar que la humanidad es vista en las Escrituras como
un todo indisoluble, inseparable, que es objeto de la preocupación de Dios, puesto
que él no puede desatender aquellas partes de su creación que precisamente por
ser visibles, pueden mostrar más su gloria. En ese sentido, el cuerpo es una
parte fundamental en el plan redentor de Dios.
2.
Comprender la salvación ontológicamente de manera integral
Precisamente, la catalogación del cuerpo como algo secundario, idea
eminentemente griega es lo que se combate en toda la Biblia. Como explica Oscar
Cullmann: “La concepción de la muerte y la resurrección […] está enraizada en
la historia de la salvación. Completamente determinada por ésta, es
incompatible con la creencia griega en la inmortalidad del alma”.[2] En otras palabras, y como lo constató el
apóstol Pablo en Atenas, existe una profunda oposición entre ambas creencias
porque la idea de inmortalidad sugiere que el alma seguirá eternamente
errabunda en busca de un cuerpo, abriendo la puerta para una aceptación de algo
parecido a la reencarnación, planteamiento aún más inaceptable. Pablo choca
frontalmente con los griegos, en su propio terreno, porque para ellos el cuerpo
era algo vil y despreciable y, por lo tanto, susceptible de las peores bajezas.
De ahí la preocupación de Pablo en varios lugares de sus cartas por
reivindicarlo y recatalogarlo, ahora, como “templo del Espíritu Santo”.
La centralidad del cuerpo en la creencia cristiana
sobre la salvación aparece con claridad en muchas expresiones de Jesús, en su
labor sanadora (pues como comenta Cullmann: “Toda curación es una resurrección
parcial, una victoria parcial de la vida sobre la muerte”.[3]) e incluso en algunas de las
resurrecciones que llevó a cabo. Su propia vivencia, al experimentar
verdaderamente la muerte, no como un fingimiento sino como un verdadero
“purgatorio” (creencia enfatizada por la frase: “Descendió a los infiernos”,
del Credo Apostólico), es una declaración del propio Dios a favor de la
importancia del cuerpo dentro de su proyecto de redención integral. Creerle a
Dios en este aspecto deriva en asumir una nueva relación con la corporalidad
propia y la de los demás.
Ni siquiera el cuarto evangelio, con sus
ideas cristológicas tan elevadas, enseña la inmortalidad del alma, pues
relaciona estrechamente la vida eterna a la historia de Cristo. Suponer que el
cuerpo es inferior al alma o el espíritu equivaldría a despreciar la obra
redentora de Cristo en la medida en que él habló de una recuperación total de
la existencia humana, aunque con características diferentes a las actuales.
Cullmann lo expresa impecablemente: “Allí donde la muerte sea concebida como el
enemigo de Dios, no puede haber ‘inmortalidad’ sin una obra óntica de Cristo,
sin una historia de la salvación donde la victoria sobre la muerte es el
centro y el fin. Jesús no puede conseguir esta victoria si continúa vivo en su
alma inmortal y en el fondo, sin morir”.[4] Esta es la dimensión salvífica del cuerpo:
su victoria total y plena sobre la muerte, el gran enemigo de la vida. “La in-mortalidad,
en realidad, no es más que una afirmación negativa: el alma no muere (continúa
viviendo). La resurrección es una afirmación positiva: el hombre entero,
que está realmente muerto, es llamado a la vida por un nuevo acto creador de
Dios”.[5] Es un nuevo inicio de la vida. La
transformación del cuerpo carnal en cuerpo de resurrección forma parte de la
consumación completa de la obra divina de redención, pues según san Pablo,
habrá un “cuerpo espiritual”. En ello se fundamenta la esperanza cristiana.
Las consecuencias de la creencia en la resurrección de
la carne son múltiples, ideológicas, doctrinales y prácticas. Reivindicar el
cuerpo en todos los sentidos, afirmar su primacía en el plan salvífico y
cuidarlo como parte de un proyecto de vida plena en los ámbitos individual y
colectivo en la esperanza por su afirmación total en el futuro de Dios.
[1] O. Cullmann, “¿Inmortalidad del
alma o resurrección de los cuerpos?”, en Del evangelio a la formación de la
teología cristiana. Trad. de R. Silva Costoyas. Salamanca, Sígueme, 1972
(Verdad e imagen, 31), pp. 236-243. Cullmann se refiere también al cuadro de
Grünewald, quien pintó como pocos la terrible realidad de la muerte de Jesús.
[2] Ibid., p. 233.
[3] Ibid., p. 244.
[4] Ibid., p. 241.
[5] Ibid., p. 242.
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