domingo, 29 de noviembre de 2009

Corporalidad, encarnación y humanidad de Dios, L. Cervantes-O.

29 de noviembre de 2009
1. Corporalidad de Jesús de Nazaret y revelación divina
Cuando Dios tuvo a bien asumir la forma humana en la persona de Jesús de Nazaret, un hombre histórico sujeto a todas las contingencias, la centralidad del cuerpo en el plan divino alcanzó una dimensión extraordinaria, pues semejante acontecimiento abrió las puertas para plantear lo que en la Revelación era apenas un sueño remoto: la humanidad de Dios, pues estrictamente hablando, el Creador de todas las cosas, asumía, por fin, radicalmente, la existencia histórica intramundana. Dios se situó en el mundo de una manera que podía redimirlo radicalmente para convertirse en el espacio donde su Reino podría manifestarse a plenitud. No sería necesario, con ello, practicar una ruptura ontológica con las realidades visibles para relacionarse con Él. Su voluntad redentora atravesaría airosamente la aduana corporal patra hacer visible su gloria mediante la persona de alguien que revelaría su amor y justicia por igual.
La intención de Dios por habitar entre la humanidad tenía que pasar, necesariamente, por esa experiencia corporal, es decir, por una manera absolutamente visible y palpable de contacto con el mundo a través de los sentidos. Celebrar la encarnación de Dios, la máxima forma de su revelación, consiste en afirmar que Dios no rechazó al mundo ni despreció la corporalidad, pues ésta es uno de los frutos de su esfuerzo creador. Por el contrario, la historicidad y unicidad de Jesús como Hijo de Dios constituye una afirmación del cuerpo como vehículo de redención. El cuerpo que nació en Belén de Judea vivió una auténtica experiencia humana en todos los aspectos, por lo que cualquier sugerencia de que Dios tramposamente escamoteó las limitaciones que representa lo humano manifiesta una profunda incomprensión del testimonio escritural al respecto.
Los profetas del Antiguo Testamento no imaginaron los alcances que tendría el esfuerzo divino por acercarse a la humanidad. Para ellos, la lejanía ontológica y ética de Dios era insalvable, de modo que únicamente a través del abajamiento empático del propio Dios podría darse un giro radical a lo sucedido hasta entonces, pues el pacto con Israel limitó étnica, cultural y religiosamente el interés de Dios por toda la humanidad. En el cuerpo de Jesús, estas variables estaban superadas, aun cuando él tenía que someterse, como era lógico, a la Ley mosaica, pero, con todo, la fuerza antropológica con que se encarnó el Dios eterno, permitió universalizar definitivamente las posibilidades de redención para la raza humana. Sometido a las condiciones de cualquier ser humano, como dice Pablo en Gálatas 4.4 (“Nacido de mujer, sujeto a la ley”), Jesús experimentó todos los aspectos de la vida corporal como medio de relación con Dios. El cuerpo de Jesús, en ese sentido, fue un canal de acercamiento a Dios que la humanidad no había experimentado jamás, pues la posibilidad de que una persona estuviera en comunicación permanente con el Padre y que, a la vez, cada paso que diera contara con el aval de Dios, era una situación nunca vista. Jesús consiguió, con su cuerpo, incluso antes de la resurrección, dar el salto cualitativo que le faltaba a la persona humana como integrante del pacto con Dios.
Parece que en las iglesias no hemos captado aún, después de tanto tiempo, las consecuencias de la centralidad del cuerpo en el plan de salvación para aplicarlas en varios niveles, desde la mentalidad antropológica hasta los proyectos específicos de acción en el mundo. Dios, con ello, sigue estando, como siempre, varios pasos adelante, trazando puentes de relación, algunos impensables, con la humanidad en todas sus formas.

2. Consecuencias de la centralidad del cuerpo para la encarnación de Dios
Los autores del Nuevo Testamento enfrentaron valientemente el desafío de exponer las consecuencias de una corporalidad histórica con presencia divina, en igualdad de condiciones. Por ello, muchos de los debates de sus sucesores en la Iglesia de los primeros siglos tuvieron que ver precisamente con ese asunto, pues lo que estaba en juego era la manera en que Dios había decidido quedarse entre la humanidad para siempre. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (II Cor 5-19) es una frase que transmite muy bien la mentalidad encarnacional del cristianismo neotestamentario, pues resume adecuadamente las consecuencias de la corporalidad asumida por Dios mismo. Ya no se trataba de realizar esporádicas “visitas”, ni de someter a la humanidad a pruebas que ponía en riesgo continuamente el plan original de salvación. Ahora, la persona misma de Dios había asumido existencialmente la vida humana, desde dentro, y le resultaría imposible, sustraerse a esa situación, precisamente porque de manera voluntaria y amorosa lo había deseado y hecho. ¡La corporalidad humana, finalmente, se convirtió en razón de ser del deseo divino!
No por cambiarnos de canal, nos cambiamos de trinchera: así como Pablo de Tarso confrontó las creencias griegas en Atenas, Tesalónica y Corinto con la fe en la resurrección, la primera carta de Juan es un testimonio intenso y comprometido con una lucha que periódicamente se lleva a cabo al interior del cristianismo, aunque no sea tan visible. Las tendencias docetistas (del griego dokeo, “parecer” o “parecerse”) pronto aparecieron en la Iglesia, pues se comenzó a suponer, nuevamente debido a las influencias del mundo helenista, que la corporalidad del Hijo de Dios no fue más que un truco divino para hacerse “parecido a la humanidad”, pues si Dios verdaderamente hubiera asimilado la humanidad habría puesto en entredicho su eternidad y su inaccesibilidad. Lo sagrado no podía humillarse tanto ni abajarse para beneficiar a la humanidad. El filósofo
gnóstico Basílides, por ejemplo, afirmaba que Simón de Cirene cargó la cruz de Jesús todo el tiempo. La raíz platónica de estas creencias se muestra en el hecho de subrayar que son las ideas las únicas realidades y nuestro mundo es sólo un reflejo, una imagen. Las ideas docetistas, arraigadas en el dualismo gnóstico, dividían tajantemente los conceptos de cuerpo y espíritu, atribuyendo todo lo temporal, ilusorio y corrupto al primero y todo lo eterno, real y perfecto al segundo; por eso sostenían que el cuerpo de Cristo fue tan sólo una ilusión y que su crucifixión no fue más que una apariencia. Sobre el conflicto ideológico, explica Raúl Lugo:

Una conclusión importante y universalmente aceptada, es que la literatura joánica muestra la crisis del diálogo de los creyentes con el mundo cultural helenista. La cultura filosófica griega padecía una especie de rechazo instintivo hacia ciertas verdades cristianas fundamentales (Hch. 17,16-33). De manera particular, la literatura joánica parece reaccionar contra una interpretación pregnóstica que despreciaba la encarnación del Hijo de Dios y miraba con cierto desprecio el humilde compromiso concreto traducido en amor a los hermanos más pequeños.
[1]

Y agrega: “Se sostendría, entonces, un Cristo que vino a dar un paseo por la tierra, pasajero transitorio que ocupó temporalmente el cuerpo de Jesús después de su bautismo, cuerpo que abandonó antes de la Pasión para retornar a su Padre”.
[2] Contra esas ideas y la mentalidad anti-corporal, se levanta apasionadamente la primera carta de Juan, obsesionada por la práctica del amor eficaz enseñado por Jesús y el tema del conocimiento, usando como caballo de batalla la frase de que “Jesucristo ha venido en carne” (en sarki elelythóta, 4.2). Su exhortación al discernimiento de los espíritus (creencias contradictorias) quiere llamar la atención al hecho de que no aceptar la encarnación del Hijo de Dios tiene consecuencias prácticas. Confesar que Jesús se ha encarnado es una garantía de comprensión del proyecto divino, y rechazar esa realidad es participar del espíritu opuesto a la voluntad de Dios, o sea, del anti-Cristo. El amor (ágape) movió a Dios a encarnarse y esa es la norma existencial, ética y práctica que debe conducir la vida de los creyentes. La pertenencia a Dios coloca a los creyentes de otra manera en el mundo, a partir de una sana comprensión de la encarnación divina (vv. 4-5). “Conocer a Dios” no es sólo una vivencia intelectual, pues consiste más bien en situarse en relación con la representación visible de Dios: se le conoce a través del amor y éste capacita a los creyentes para advertir el error, en este caso el rechazo de la encarnación (v. 6). Conocer a Dios es, también, estar capacitado para amar a los demás (vv. 7-8, 11). Dios envió a su hijo al mundo por amor a la humanidad (v. 9-10). El v. 12 plantea que no hay oposición entre la encarnación visible de Dios y su invisibilidad, pero nuevamente en términos éticos y de conducta de la comunidad cristiana.
San Ignacio de Antioquía, padre de la Iglesia antigua, en el mismo espíritu de I Juan 4, escribió a los fieles de Esmirna que Jesucristo “es verdaderamente del linaje de David según la carne, pero Hijo de Dios por la voluntad y poder divinos, verdaderamente nacido de una virgen y bautizado por Juan para que se cumpliera en Él toda justicia, verdaderamente clavado en cruz en la carne por amor a nosotros bajo Poncio Pilato y Herodes el Tetrarca (del cual somos fruto, esto es, su más bienaventurada pasión); para que Él pueda alzar un estandarte para todas las edades por medio de su resurrección, para sus santos y sus fieles, tanto si son judíos como gentiles, en el cuerpo único de su Iglesia. Porque Él sufrió todas estas cosas por nosotros [para que pudiéramos ser salvos]; y sufrió verdaderamente, del mismo modo que resucitó verdaderamente; no como algunos que no son creyentes dicen que sufrió en apariencia, y que ellos mismos son mera apariencia. Y según sus opiniones así les sucederá, porque son sin cuerpo y como los demonios”.
Obviamengte, el mero asentimiento o aceptación de la encarnación del Hijo de Dios no basta, hay que experimentar sus consecuencias en el presente, con los riesgos que ello implica, pues Dios se insertó de tal manera en la historia, que ya es inseparable de ella.
Notas
[1] R.H. Lugo Rodríguez, “El amor eficaz, único criterio (El amor al prójimo en la primera carta de San Juan)”, en en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/9%20RODRIQUEZ.htm.
[2] Idem.

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