22 de noviembre de 2009
1. Corporalidad, salud y salvación
El Nuevo Testamento afirma rotundamente la centralidad del cuerpo en el plan divino de salvación y lo hace de diversas formas. Si en las Escrituras hebreas, un punto de partida básico es la comprensión de la persona humana como una unidad indisoluble, con los inicios del movimiento de Jesús se dio una práctica sostenida de reivindicación del cuerpo. Hay que ver a Jesús mismo, en sus labores de sanador y dignificador de las personas, cómo se relaciona con los cuerpos de hombres y mujeres: cuando toca cuerpos enfermos y, por ende, inmundos (lo cual ya era una práctica cuestionable por cuestgiones rituales) y los sana, subraya de manera práctica y visible la creencia en que los aspectos materiales de la persona son una preocupación permanente de Dios. Hombres y mujeres leprosos, ciegos, con enfermedades prolongadas y sin esperanza, son objeto de su labor sanadora. Para ellas, en particular, el riesgo de vivir en contigüidad con personas sanas o no inmundas, era una carga más en una sociedad dominada por criterios patriarcales. En el caso de los hombres, particularmente los aquejados por la lepra. Su condena social a la invisibilidad era mayúscula.
El grito ¡Thalita, cumi! (¡Levántate, pequeña!) de Lucas 8 es un portentoso llamado a la vida, lo mismo que la voz Ephata (Ábrete, Mr 7.34) dirigida a un sordomudo, la pregunta “¿Quién tocó mis vestidos?” (Mr 5.30) que beneficiaría a la mujer anónima enferma durante 12 años o el estruendoso “¡Lázaro, ven fuera!” (Jn 11). Todas ellas fueron manifestaciones de una lucha persistente contra la muerte en acto, contra las formas dualistas que, simultáneamente, colocaban al hombre por encima de la mujer, al fuerte arriba del débil y al alma por encima del cuerpo. Jesús se sitúa ate ello y actúa. Como escriben Marcia Moya y Helmut Renard:
El dualismo con el que siempre se leen los textos ha implicado que, de modo natural, al leer el evangelio se ponga como bueno lo masculino, lo varonil, y lo femenino como negativo. Y en la relación de Jesús con las mujeres, se coloca a él como el hombre bueno que las acoge aunque están impregnadas históricamente por el mal. Ha quedado en la memoria de hombres y mujeres, que Dios es un hombre que por intermediación de Jesús se acerca a las mujeres, pero con las que no tiene un contacto directo. El dualismo ha marcado lo puro y lo impuro. Lo puro como sinónimo de lo divino y lo impuro como la causa por lo que no se acerca ni se relaciona con lo divino. Para alcanzar lo puro, la impureza tiene que ser transformada sólo por el intermediario que es puro y que es capaz de hacer conocer lo divino.
Ha sido muy común mantener como tradición cristiana la miseria, con todos sus lados de despojo humano en el cuerpo sangrante de las mujeres. Quien sangra no es fértil, está enferma, esta debilitada, está despojada de sus tradiciones y no se le considera mujer; no es persona del pueblo Dios.[1]
Cuerpos sangrantes, débiles, limitados por la enfermedad física y social. Jesús inauguró con las acciones de su propio cuerpo en servicio solidario hacia los cuerpos necesitados, urgidos, un espacio de sanidad integral cuyo correlato máximo sería la superación del enemigo mayor, la muerte, en todas sus manifestaciones. Su cuerpo es un cuerpo sanador con facultades especiales asignadas por el propio Dios para servir a quienes lo requerían. Por ello se relaciona directamente, mucho antes de experimentarla físicamente, con el tema de la resurrección. Las que lleva a cabo son un anticipo de su propia vivencia del triunfo de la vida sobre la muerte. Porque Dios siempre ha estado a favor de los cuerpos que sufren y una teología será auténticamente liberadora solamente cuando exprese y, sobre todo, practique, la supremacía del cuerpo en la vida humana.
2. La resurrección de los cuerpos, razón de ser de la fe cristiana
Por todo ese antecedente que había recibido de la experiencia de los seguidores/as de Jesús, Pablo va a traducir conceptualmente, y a través de una evolución personal consistente, la resurrección a todos las áreas de la existencia cristiana, subrayando la importancia fundamental de la resurrección de Cristo. Atenas, Tesalónica (año 50) y ahora Corinto (año 56-57) fueron ciudades griegas en las que Pablo confrontó la creencia liberadora de la resurrección con un ambiente ideológico y religioso muy hostil a la afirmación de la resurrección. Los griegos escuchaban que un tal Jristós había recuperado la vida y que tal persona era, nada menos, que el Hijo de Dios. Capas y capas de diversas creencias se confundían en el ambiente religioso y cultural, y en medio de todo ello, los y las creyentes corintios recibieron la primera carta del apóstol, en cuyo cap. 15 insiste en recordarles que la creencia en la resurrección de Cristo es la base misma de la fe.
Vale mucho la pena revisar con cierto detalle este pasaje para apreciar la forma casi obsesiva con que Pablo destaca la realidad de la resurrección. Primeramente, el texto enumera la experiencia de Cristo como orden de salvación (vv. 3-8): desde la muerte y resurrección de Jesús hasta sus apariciones al propio apóstol. Inmediatamente después, Pablo sigue su lucha contra la duda sobre la resurrección (v. 12), porque algunos, siguiendo la orientación dominante del pensamiento helenístico, la rebatían abiertamente. El rechazo de la anástasis era normal en el pensamiento griego y el triunfo religioso e ideológico de esta creencia se llevó mucho tiempo. Pablo insiste en que, contra todo pronóstico, Dios resucitó a Jristós, así como también a los demás seres humanos. De modo que el apóstol se atrevió a plantear una resurrección universal, es decir, el triunfo absoluto de la vida sobre la muerte, mediante una aseveración cercana a algunos planteamientos científicos modernos. El v. 20 subraya el carácter de primicia que representa el cuerpo resucitado de Jesús y los vv. 21-23 trazan un arco soteriológico hasta los inicios de la humanidad: si en Adán entró la muerte, en Cristo, como segundo Adán, entra la resurrección de los muertos. Desde perspectivas críticas muy modernas, J. Kremer explica así el asunto:
La palabra resucitó es una metáfora, tomada del despertar, para expresar un hecho del que los hombres no tenemos experiencia. Aunque la Biblia use esta expresión otras veces para indicar el re-vivir de un muerto, no podemos entender la resurrección de Cristo como un simple volver a la vida de este mundo, pues la Iglesia primitiva critica esta concepción judía de la resurrección (cfr Mc 12, 25) y entiende la resurrección como la superación definitiva del poder de la muerte (Rom 6, 9). Nótese que el NT nunca describe el momento de la resurrección. […]
La tumba vacía no es una prueba de la Resurrección, sino un signo del comienzo del Reino de Dios en este mundo, incomprensible sólo para el que tiene el prejuicio injustificado de que es imposible una intervención maravillosa de Dios en el orden de este mundo.[2]
De modo que el énfasis paulino debe ser entendido hoy en clave teológica, cristológica, existencial y hasta ecológica. Podemos concluir con este “Poema del cristiano”, del brasileño Jorge de Lima (1895-1953), quien captó como pocos la profundidad de la resurrección:
Porque la sangre de Cristo
ha caído en mis ojos
mi visión es universal
y tiene dimensiones que todos ignoran.
Los milenios pasados y los futuros
no me aturden, pues nazco y naceré,
pues soy uno con todas las criaturas,
con todos los seres, con todas las cosas
que descompongo y absorbo con los sentidos
y comprendo con la inteligencia
transfigurada en Cristo.
Tengo los movimientos ensanchados.
Soy ubicuo: estoy en Dios y en la materia;
soy viejísimo y apenas nací ayer,
estoy empapado en los limos primitivos
y, al mismo tiempo, resueno las trompetas finales,
comprendo todas las lenguas, todos los gestos, todos los signos,
tengo glóbulos de sangre de las razas más opuestas.
Puedo enjugar con una simple seña
el llanto de todos los hermanos distantes.
Puedo extender sobre todas las cabezas un cielo unánime y estrellado.
Llamo a comer conmigo a todos los mendigos,
y ando sobre las aguas igual que los profetas bíblicos.
Ya no hay oscuridad para mí.
Opero transfusiones de luz en los seres opacos,
puedo mutilarme y reproducir mis miembros, como las estrellas de mar,
porque creo en la resurrección de la carne y creo en Cristo,
y creo en la vida eterna, amén.
Y, poseyendo la vida eterna, pueso transgredir las leyes naturales;
vengo e iré como una profecía,
soy espontáneo como la intuición y la Fe.
Soy rápido como la respuesta del Maestro,
soy inconsútil como su túnica,
soy numeroso como su Iglesia,
tengo los brazos abiertos como su Cruz despedazada y rehecha
a cada instante, en todas direcciones, en los cuatro puntos cardinales;
y sobre los hombros La conduzco
a través de toda la oscuridad del mundo, porque tengo la luz eterna en los ojos.
Y teniendo la luz eterna en los ojos, soy el mago mayor;
resucito en la boca de los tigres, soy un payaso, soy el alfa y la omega, pez, cordero, comedor de saltamontes, soy ridículo, soy tentado y perdonado, soy derribado al suelo y glorificado, tengo mantos de púrpura y de estameña, soy burrísimo como San Cristóbal y sapientísimo como Santo Tomás. Y estoy loco, loco, completamente loco para siempre, por todos los siglos, loco de Dios, Amén.
Y, siendo la locura de Dios, soy la razón de las cosas, el orden y al medida;
soy la balanza, la creación, la obediencia;
soy el arrepentimiento, soy la humildad;
soy el autor de la pasión y muerte de Jesús;
soy la culpa de todo.
Nada soy.
Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam.[3]
El Nuevo Testamento afirma rotundamente la centralidad del cuerpo en el plan divino de salvación y lo hace de diversas formas. Si en las Escrituras hebreas, un punto de partida básico es la comprensión de la persona humana como una unidad indisoluble, con los inicios del movimiento de Jesús se dio una práctica sostenida de reivindicación del cuerpo. Hay que ver a Jesús mismo, en sus labores de sanador y dignificador de las personas, cómo se relaciona con los cuerpos de hombres y mujeres: cuando toca cuerpos enfermos y, por ende, inmundos (lo cual ya era una práctica cuestionable por cuestgiones rituales) y los sana, subraya de manera práctica y visible la creencia en que los aspectos materiales de la persona son una preocupación permanente de Dios. Hombres y mujeres leprosos, ciegos, con enfermedades prolongadas y sin esperanza, son objeto de su labor sanadora. Para ellas, en particular, el riesgo de vivir en contigüidad con personas sanas o no inmundas, era una carga más en una sociedad dominada por criterios patriarcales. En el caso de los hombres, particularmente los aquejados por la lepra. Su condena social a la invisibilidad era mayúscula.
El grito ¡Thalita, cumi! (¡Levántate, pequeña!) de Lucas 8 es un portentoso llamado a la vida, lo mismo que la voz Ephata (Ábrete, Mr 7.34) dirigida a un sordomudo, la pregunta “¿Quién tocó mis vestidos?” (Mr 5.30) que beneficiaría a la mujer anónima enferma durante 12 años o el estruendoso “¡Lázaro, ven fuera!” (Jn 11). Todas ellas fueron manifestaciones de una lucha persistente contra la muerte en acto, contra las formas dualistas que, simultáneamente, colocaban al hombre por encima de la mujer, al fuerte arriba del débil y al alma por encima del cuerpo. Jesús se sitúa ate ello y actúa. Como escriben Marcia Moya y Helmut Renard:
El dualismo con el que siempre se leen los textos ha implicado que, de modo natural, al leer el evangelio se ponga como bueno lo masculino, lo varonil, y lo femenino como negativo. Y en la relación de Jesús con las mujeres, se coloca a él como el hombre bueno que las acoge aunque están impregnadas históricamente por el mal. Ha quedado en la memoria de hombres y mujeres, que Dios es un hombre que por intermediación de Jesús se acerca a las mujeres, pero con las que no tiene un contacto directo. El dualismo ha marcado lo puro y lo impuro. Lo puro como sinónimo de lo divino y lo impuro como la causa por lo que no se acerca ni se relaciona con lo divino. Para alcanzar lo puro, la impureza tiene que ser transformada sólo por el intermediario que es puro y que es capaz de hacer conocer lo divino.
Ha sido muy común mantener como tradición cristiana la miseria, con todos sus lados de despojo humano en el cuerpo sangrante de las mujeres. Quien sangra no es fértil, está enferma, esta debilitada, está despojada de sus tradiciones y no se le considera mujer; no es persona del pueblo Dios.[1]
Cuerpos sangrantes, débiles, limitados por la enfermedad física y social. Jesús inauguró con las acciones de su propio cuerpo en servicio solidario hacia los cuerpos necesitados, urgidos, un espacio de sanidad integral cuyo correlato máximo sería la superación del enemigo mayor, la muerte, en todas sus manifestaciones. Su cuerpo es un cuerpo sanador con facultades especiales asignadas por el propio Dios para servir a quienes lo requerían. Por ello se relaciona directamente, mucho antes de experimentarla físicamente, con el tema de la resurrección. Las que lleva a cabo son un anticipo de su propia vivencia del triunfo de la vida sobre la muerte. Porque Dios siempre ha estado a favor de los cuerpos que sufren y una teología será auténticamente liberadora solamente cuando exprese y, sobre todo, practique, la supremacía del cuerpo en la vida humana.
2. La resurrección de los cuerpos, razón de ser de la fe cristiana
Por todo ese antecedente que había recibido de la experiencia de los seguidores/as de Jesús, Pablo va a traducir conceptualmente, y a través de una evolución personal consistente, la resurrección a todos las áreas de la existencia cristiana, subrayando la importancia fundamental de la resurrección de Cristo. Atenas, Tesalónica (año 50) y ahora Corinto (año 56-57) fueron ciudades griegas en las que Pablo confrontó la creencia liberadora de la resurrección con un ambiente ideológico y religioso muy hostil a la afirmación de la resurrección. Los griegos escuchaban que un tal Jristós había recuperado la vida y que tal persona era, nada menos, que el Hijo de Dios. Capas y capas de diversas creencias se confundían en el ambiente religioso y cultural, y en medio de todo ello, los y las creyentes corintios recibieron la primera carta del apóstol, en cuyo cap. 15 insiste en recordarles que la creencia en la resurrección de Cristo es la base misma de la fe.
Vale mucho la pena revisar con cierto detalle este pasaje para apreciar la forma casi obsesiva con que Pablo destaca la realidad de la resurrección. Primeramente, el texto enumera la experiencia de Cristo como orden de salvación (vv. 3-8): desde la muerte y resurrección de Jesús hasta sus apariciones al propio apóstol. Inmediatamente después, Pablo sigue su lucha contra la duda sobre la resurrección (v. 12), porque algunos, siguiendo la orientación dominante del pensamiento helenístico, la rebatían abiertamente. El rechazo de la anástasis era normal en el pensamiento griego y el triunfo religioso e ideológico de esta creencia se llevó mucho tiempo. Pablo insiste en que, contra todo pronóstico, Dios resucitó a Jristós, así como también a los demás seres humanos. De modo que el apóstol se atrevió a plantear una resurrección universal, es decir, el triunfo absoluto de la vida sobre la muerte, mediante una aseveración cercana a algunos planteamientos científicos modernos. El v. 20 subraya el carácter de primicia que representa el cuerpo resucitado de Jesús y los vv. 21-23 trazan un arco soteriológico hasta los inicios de la humanidad: si en Adán entró la muerte, en Cristo, como segundo Adán, entra la resurrección de los muertos. Desde perspectivas críticas muy modernas, J. Kremer explica así el asunto:
La palabra resucitó es una metáfora, tomada del despertar, para expresar un hecho del que los hombres no tenemos experiencia. Aunque la Biblia use esta expresión otras veces para indicar el re-vivir de un muerto, no podemos entender la resurrección de Cristo como un simple volver a la vida de este mundo, pues la Iglesia primitiva critica esta concepción judía de la resurrección (cfr Mc 12, 25) y entiende la resurrección como la superación definitiva del poder de la muerte (Rom 6, 9). Nótese que el NT nunca describe el momento de la resurrección. […]
La tumba vacía no es una prueba de la Resurrección, sino un signo del comienzo del Reino de Dios en este mundo, incomprensible sólo para el que tiene el prejuicio injustificado de que es imposible una intervención maravillosa de Dios en el orden de este mundo.[2]
De modo que el énfasis paulino debe ser entendido hoy en clave teológica, cristológica, existencial y hasta ecológica. Podemos concluir con este “Poema del cristiano”, del brasileño Jorge de Lima (1895-1953), quien captó como pocos la profundidad de la resurrección:
Porque la sangre de Cristo
ha caído en mis ojos
mi visión es universal
y tiene dimensiones que todos ignoran.
Los milenios pasados y los futuros
no me aturden, pues nazco y naceré,
pues soy uno con todas las criaturas,
con todos los seres, con todas las cosas
que descompongo y absorbo con los sentidos
y comprendo con la inteligencia
transfigurada en Cristo.
Tengo los movimientos ensanchados.
Soy ubicuo: estoy en Dios y en la materia;
soy viejísimo y apenas nací ayer,
estoy empapado en los limos primitivos
y, al mismo tiempo, resueno las trompetas finales,
comprendo todas las lenguas, todos los gestos, todos los signos,
tengo glóbulos de sangre de las razas más opuestas.
Puedo enjugar con una simple seña
el llanto de todos los hermanos distantes.
Puedo extender sobre todas las cabezas un cielo unánime y estrellado.
Llamo a comer conmigo a todos los mendigos,
y ando sobre las aguas igual que los profetas bíblicos.
Ya no hay oscuridad para mí.
Opero transfusiones de luz en los seres opacos,
puedo mutilarme y reproducir mis miembros, como las estrellas de mar,
porque creo en la resurrección de la carne y creo en Cristo,
y creo en la vida eterna, amén.
Y, poseyendo la vida eterna, pueso transgredir las leyes naturales;
vengo e iré como una profecía,
soy espontáneo como la intuición y la Fe.
Soy rápido como la respuesta del Maestro,
soy inconsútil como su túnica,
soy numeroso como su Iglesia,
tengo los brazos abiertos como su Cruz despedazada y rehecha
a cada instante, en todas direcciones, en los cuatro puntos cardinales;
y sobre los hombros La conduzco
a través de toda la oscuridad del mundo, porque tengo la luz eterna en los ojos.
Y teniendo la luz eterna en los ojos, soy el mago mayor;
resucito en la boca de los tigres, soy un payaso, soy el alfa y la omega, pez, cordero, comedor de saltamontes, soy ridículo, soy tentado y perdonado, soy derribado al suelo y glorificado, tengo mantos de púrpura y de estameña, soy burrísimo como San Cristóbal y sapientísimo como Santo Tomás. Y estoy loco, loco, completamente loco para siempre, por todos los siglos, loco de Dios, Amén.
Y, siendo la locura de Dios, soy la razón de las cosas, el orden y al medida;
soy la balanza, la creación, la obediencia;
soy el arrepentimiento, soy la humildad;
soy el autor de la pasión y muerte de Jesús;
soy la culpa de todo.
Nada soy.
Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam.[3]
Notas
[1] Marcia Moya R. y H. Renard, “La mujer que sin nombre y sin hombre se salva a sí misma. ‘Mujer, tu fe te ha salvado’ ”, en RIBLA, núm. 49, www.claiweb.org/ribla/ribla49/la%20mujer%20que%20sin%20nombre.html.
[2] Jacob Kremer, “La resurrección de Cristo en 1 Cor 15.3-8”, en Selecciones de Teología, vol. 6, núm. 23, www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol6/23/023_kremer.pdf.
[3] J. de Lima, “Poema del cristiano”, en Ángel Crespo, trad., pról.. y sel., Antología de la poesía brasileña moderna. Barcelona, Seix Barral, 1973.
[1] Marcia Moya R. y H. Renard, “La mujer que sin nombre y sin hombre se salva a sí misma. ‘Mujer, tu fe te ha salvado’ ”, en RIBLA, núm. 49, www.claiweb.org/ribla/ribla49/la%20mujer%20que%20sin%20nombre.html.
[2] Jacob Kremer, “La resurrección de Cristo en 1 Cor 15.3-8”, en Selecciones de Teología, vol. 6, núm. 23, www.seleccionesdeteologia.net/selecciones/llib/vol6/23/023_kremer.pdf.
[3] J. de Lima, “Poema del cristiano”, en Ángel Crespo, trad., pról.. y sel., Antología de la poesía brasileña moderna. Barcelona, Seix Barral, 1973.
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