15 de
noviembre, 2009
1. Cuerpo,
resurrección y esperanza cristiana
Si se ha
atribuido tantas veces a Pablo de Tarso la paternidad del cristianismo y, en
realidad, tuvo un papel fundamental en la expansión del judeocristianismo en
Occidente, como se aprecia en el libro de los Hechos, también habría que
reconocerle el mérito de contribuir sólidamente a desarrollar la doctrina de la
resurrección de la carne en sus tareas teológica, misionera y pastoral. Desde
su primera carta, el primer documento cristiano de lo que vendría a ser el
Nuevo Testamento, el apóstol parte de un principio contestatario en medio de un
ambiente opuesto a la vida plena de los grupos marginados: “Para que no estén
tristes como los otros, que no tienen esperanza” (4.13). Como explica Néstor
Míguez:
Frente al horizonte cerrado del poder imperial,
hegemónico en todos los campos, la comunidad del crucificado aparece como una
empresa ridícula, integrada por marginales, despojada de todo acceso a los
lugares del “saber” y del “poder” oficial. Y sin embargo, no renuncia a la
esperanza. El primer documento escrito de esta “razón de la esperanza” de la
naciente comunidad cristiana es la más antigua de las cartas de Pablo: 1 Tesalonicenses.
Inspirada por la apocalíptica judaica y por el trasfondo de algunos cultos
populares de salvación en Macedonia, y afirmada por la promesa del Crucificado
que resucita, levanta su esperanza como espacio de vida frente a las fuerzas de
la opresión y la muerte. Prefiere renunciar a la “razón” y no a la esperanza.[1]
La
literatura cristiana nace con un énfasis escatológico apocalíptico, propio de
un ambiente de desencanto y escasas esperanzas. La fe en Cristo resucitado ha
trascendido las fronteras de Palestina y ya forma parte del patrimonio
espiritual de las comunidades griegas en Tesalónica, de la región de Macedonia.
Es el verano del año 50, 20 años después de la muerte de Jesús y ahora se
requiere sostener la fe de grupos de creyentes no judíos que han asumido la
esperanza en la “segunda venida” (parusía) del Cristo resucitado, pero
que ya enfrentan la muerte de algunos familiares, lo cual les produce una
preocupación adicional: ¿cómo experimentarán el retorno de Jesús al mundo
visible si ya no estarán presentes? (“Cuando toda esperanza ‘razonable’
desaparece del horizonte, busca mantener esta esperanza en la ‘irracionalidad
política’. O mejor dicho, descree de la racionalidad del poder y se dispone a
‘dar razón de la esperanza’”.[2]) La palabra clave es esperanza, y
ésta solamente se fundamenta en la presencia de Jesús. Pablo responde
las dudas de los tesalonicenses con una argumentación basada en la parusía
del Señor resucitado:
Pablo no responde argumentando a favor de una
supervivencia o resurrección de los muertos, sino que su tema es la presencia
del Cristo resucitado, su visitación (parousía). Los que no tienen esperanza
son los que no ven sentido ni futuro para la historia, ni para los muertos ni
para los vivos. El escrito destaca justamente esta relación: hay esperanza
porque hay unidad de vivos y muertos en la victoria final. El argumento de
Pablo será acerca de la universalidad de la parousía (la venida gloriosa
del Señor): los muertos resucitarán y los que están vivos conocerán la irrupción
total del poder de Dios. No se trata únicamente de la bondad de Dios, que le da
una sobrevida a sus escogidos. La esperanza existe en virtud de la instalación
definitiva del señorío de Dios, en el cual Dios mismo recupera la vida y el
testimonio de los que le fueron fieles. […]
Los que no tienen esperanza son los
que desconocen la realización de la parousía , los que carecen de una
utopía, los que solo ven la circularidad (o a lo sumo la linealidad) de la
historia y desconocen la posibilidad de la ruptura histórica, la dialéctica de
lo inesperado. El tema de la resurrección, al menos en esta carta, es
inseparable del tema de la realización escatológica en y al fin de la historia,
de la venida del Señor. Lo que distingue al creyente es que es capaz de una esperanza.
Es decir, hay un “saber” distinto (la esperanza) que le permite superar la
tristeza. Es este saber el que Pablo expondrá, y que luego servirá a los
propios tesalonicenses en su mutua exhortación (4,18).[3]
2. El
cuerpo, espacio verdadero de salvación
“No puede el mundo ser mi hogar”, “en gloria tengo mi mansión”, son algunas
frases de himnos que merecen ya ser deconstruidos y luego ser pasados a retiro,
pues siguen fomentando la tendencia escapista en la espiritualidad cristiana.
Uno de los aspectos más cuestionables de este asunto es la forma en que se
difunde la idea o la mentalidad no de ser protagonistas de la historia de la
salvación, sino la de ser meros espectadores. Eso sucedió con la interpretación
de I Tesalonicenses cuando estuvo de modo el llamado “rapto secreto de la
Iglesia”· o el “arrebatamiento”, pues hasta surgieron comunidades que se
colocaron ese nombre para identificarse. La llamada escato-ficción (adjetivo
acuñado por el doctor Salatiel Palomino) dominaba las mentes y las conciencias
de muchas personas, pues por medio de una serie de malabarismos y artilugios
pseudohermenéuticos, se alcanzaban conclusiones relacionadas con el futuro de
la salvación que adolecían, al menos, de tres grandes fallas.
Primero, se insistía obsesivamente en la
distinción entre Israel y la Iglesia, pasando por alto la universalidad humana
evidenciada ampliamente en el Nuevo testamento, y colocando a la Iglesia en un
segundo nivel dentro de los planes de Dios; segundo, se imponía un falso
esquema cronológico a los acontecimientos futuros (dispensacional) que no le
hacían justicia a la dinámica de la historia de la salvación tal como se
aprecia desde el Antiguo Testamento, a fin de restituir privilegios raciales y
religiosos; y tercero, se desarrollaban consecuencias escatológicas ligadas a
una enorme falta de respeto por la reivindicación del cuerpo y su centralidad
en la salvación ofrecida por la resurrección de Jesús. Este último aspecto,
reforzado por las creencias de origen griego sobre la supuesta superioridad del
alma en el plan divino de redención, olvida que la resurrección fue el punto de
partida para mostrar la forma en que el Evangelio podía y puede ser pertinente
para la existencia humana, pues si se recuerda, por ejemplo, que la esperanza
de vida era extremadamente reducida en los tiempos del NT, la afirmación de una
vida plena y de su correlato, la resurrección, posibilitaba que las personas
recuperaran la esperanza a partir de su propio cuerpo como punta de lanza de la
salvación. Una interpretación y vivencia corporal de la salvación serviría,
así, para reconstruir las posibilidades humanas de experimentar las bendiciones
divinas desde la realidad más inmediata.
Dos aportaciones de diferente signo pero
coincidentes en la búsqueda de aplicar las consecuencias de la fresurrección
son los trabajos de John A.T. Robinson y Rubem Alves. El primero, con un
estudio específico sobre el tema del cuerpo en San Pablo, y el segundo, con sus
intuiciones liberadoras, aportan una visión lúcida sobre la necesidad de
superar las restricciones prácticas para la vivencia corporal de la salvación.
Robinson explica los matices que Pablo utiliza para referirse a la carne (sarx)
y al cuerpo (soma) dentro de los planes redentores: el
concepto sarx expresa un principio de oposición básica a la voluntad
divina, en cambio, el cuerpo es “el portador de la resurrección”. Por
eso, el cuerpo “es el lazo de unión entre la doctrina de Pablo sobre el hombre
y la totalidad de su evangelio, es decir, de su mensaje sobre Cristo, la Iglesia
y la vida eterna”.[4]
Alves, por su parte, resume magistralmente
la centralidad del cuerpo en el más amplio sentido:
…todas las luchas que se hacen tienen la
única finalidad de hacer que el cuerpo sea feliz. No hay absolutamente nada en
el mundo más importante que el cuerpo. Si nosotros hacemos la revolución, la
única finalidad de la revolución es permitir que los cuerpos no tengan dolor,
que los cuerpos no tengan miedo, que puedan dormir en paz, que puedan trabajar
en paz, que puedan crear el amor, que puedan tener sus hijos. Que puedan vivir
el futuro sin temores, sin angustias. Entonces, mi pensamiento sobre Dios se
transformó realmente en un pensamiento sobre la liberación del cuerpo. Además,
para los cristianos, el más alto símbolo religioso que existe es el símbolo de
la resurrección del cuerpo. Resurrección del cuerpo significa por lo menos dos
cosas, libertad, dignidad. Son para mí los dos más altos valores de la religión
cristiana.[5]
Y sobre la
resurrección, concluye:
La liberación del ser humano no tiene nada que ver con
la negación, sino con la liberación del cuerpo de todo aquello que reprime a
éste, que le hace no ser libre para el mundo o al mundo no ser libre para el
cuerpo [...] El mesías, o sea, el poder de la libertad que libera, es
"carne". No hay lugar para un Dios que se da a sí mismo al ser humano
o que opera al margen de las condiciones materiales de la vida. No hay lugar
para el templo en el jardín del edén. A Dios hay que buscarlo entre las cosas
que da a la humanidad.[6]
[1] N. Míguez, “Para no quedar sin esperanza. La apocalíptica de Pablo en
1 Ts como lenguaje de esperanza”, en RIBLA, núm. 7, www.claiweb.org/ribla/ribla7/para%20no%20quedar%20sin%20esperanza.htm.
[2] Idem.
[3] Idem.
[4] J.A.T. Robinson, El cuerpo. Estudio de teología
paulina, Barcelona, Libros del Nopal, 1968, p. 36. Robinson cita, además la
explicación de W. Robinson sobre la supuesta división ontológica en tres
“sectores” de I Tes 5.23: “La enumeración no es sistemática, sino exhortativa,
para poner de relieve la totalidad de la preservación; habría que compararla
con la análoga enumeración de Dt 6.5”.
[5] R. Alves, Hijos del mañana. Salamanca, Sígueme,
1972.
[6] Idem.
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