jueves, 12 de noviembre de 2009

Imágenes paulinas de la resurrección, L. Cervantes-O.


15 de noviembre, 2009

1. Cuerpo, resurrección y esperanza cristiana
Si se ha atribuido tantas veces a Pablo de Tarso la paternidad del cristianismo y, en realidad, tuvo un papel fundamental en la expansión del judeocristianismo en Occidente, como se aprecia en el libro de los Hechos, también habría que reconocerle el mérito de contribuir sólidamente a desarrollar la doctrina de la resurrección de la carne en sus tareas teológica, misionera y pastoral. Desde su primera carta, el primer documento cristiano de lo que vendría a ser el Nuevo Testamento, el apóstol parte de un principio contestatario en medio de un ambiente opuesto a la vida plena de los grupos marginados: “Para que no estén tristes como los otros, que no tienen esperanza” (4.13). Como explica Néstor Míguez:

Frente al horizonte cerrado del poder imperial, hegemónico en todos los campos, la comunidad del crucificado aparece como una empresa ridícula, integrada por marginales, despojada de todo acceso a los lugares del “saber” y del “poder” oficial. Y sin embargo, no renuncia a la esperanza. El primer documento escrito de esta “razón de la esperanza” de la naciente comunidad cristiana es la más antigua de las cartas de Pablo: 1 Tesalonicenses. Inspirada por la apocalíptica judaica y por el trasfondo de algunos cultos populares de salvación en Macedonia, y afirmada por la promesa del Crucificado que resucita, levanta su esperanza como espacio de vida frente a las fuerzas de la opresión y la muerte. Prefiere renunciar a la “razón” y no a la esperanza.[1]

La literatura cristiana nace con un énfasis escatológico apocalíptico, propio de un ambiente de desencanto y escasas esperanzas. La fe en Cristo resucitado ha trascendido las fronteras de Palestina y ya forma parte del patrimonio espiritual de las comunidades griegas en Tesalónica, de la región de Macedonia. Es el verano del año 50, 20 años después de la muerte de Jesús y ahora se requiere sostener la fe de grupos de creyentes no judíos que han asumido la esperanza en la “segunda venida” (parusía) del Cristo resucitado, pero que ya enfrentan la muerte de algunos familiares, lo cual les produce una preocupación adicional: ¿cómo experimentarán el retorno de Jesús al mundo visible si ya no estarán presentes? (“Cuando toda esperanza ‘razonable’ desaparece del horizonte, busca mantener esta esperanza en la ‘irracionalidad política’. O mejor dicho, descree de la racionalidad del poder y se dispone a ‘dar razón de la esperanza’”.[2]) La palabra clave es esperanza, y ésta solamente se fundamenta en la presencia de Jesús. Pablo responde las dudas de los tesalonicenses con una argumentación basada en la parusía del Señor resucitado:

Pablo no responde argumentando a favor de una supervivencia o resurrección de los muertos, sino que su tema es la presencia del Cristo resucitado, su visitación (parousía). Los que no tienen esperanza son los que no ven sentido ni futuro para la historia, ni para los muertos ni para los vivos. El escrito destaca justamente esta relación: hay esperanza porque hay unidad de vivos y muertos en la victoria final. El argumento de Pablo será acerca de la universalidad de la parousía (la venida gloriosa del Señor): los muertos resucitarán y los que están vivos conocerán la irrupción total del poder de Dios. No se trata únicamente de la bondad de Dios, que le da una sobrevida a sus escogidos. La esperanza existe en virtud de la instalación definitiva del señorío de Dios, en el cual Dios mismo recupera la vida y el testimonio de los que le fueron fieles. […]
Los que no tienen esperanza son los que desconocen la realización de la parousía , los que carecen de una utopía, los que solo ven la circularidad (o a lo sumo la linealidad) de la historia y desconocen la posibilidad de la ruptura histórica, la dialéctica de lo inesperado. El tema de la resurrección, al menos en esta carta, es inseparable del tema de la realización escatológica en y al fin de la historia, de la venida del Señor. Lo que distingue al creyente es que es capaz de una esperanza. Es decir, hay un “saber” distinto (la esperanza) que le permite superar la tristeza. Es este saber el que Pablo expondrá, y que luego servirá a los propios tesalonicenses en su mutua exhortación (4,18).[3]

2. El cuerpo, espacio verdadero de salvación
“No puede el mundo ser mi hogar”, “en gloria tengo mi mansión”, son algunas frases de himnos que merecen ya ser deconstruidos y luego ser pasados a retiro, pues siguen fomentando la tendencia escapista en la espiritualidad cristiana. Uno de los aspectos más cuestionables de este asunto es la forma en que se difunde la idea o la mentalidad no de ser protagonistas de la historia de la salvación, sino la de ser meros espectadores. Eso sucedió con la interpretación de I Tesalonicenses cuando estuvo de modo el llamado “rapto secreto de la Iglesia”· o el “arrebatamiento”, pues hasta surgieron comunidades que se colocaron ese nombre para identificarse. La llamada escato-ficción (adjetivo acuñado por el doctor Salatiel Palomino) dominaba las mentes y las conciencias de muchas personas, pues por medio de una serie de malabarismos y artilugios pseudohermenéuticos, se alcanzaban conclusiones relacionadas con el futuro de la salvación que adolecían, al menos, de tres grandes fallas.
Primero, se insistía obsesivamente en la distinción entre Israel y la Iglesia, pasando por alto la universalidad humana evidenciada ampliamente en el Nuevo testamento, y colocando a la Iglesia en un segundo nivel dentro de los planes de Dios; segundo, se imponía un falso esquema cronológico a los acontecimientos futuros (dispensacional) que no le hacían justicia a la dinámica de la historia de la salvación tal como se aprecia desde el Antiguo Testamento, a fin de restituir privilegios raciales y religiosos; y tercero, se desarrollaban consecuencias escatológicas ligadas a una enorme falta de respeto por la reivindicación del cuerpo y su centralidad en la salvación ofrecida por la resurrección de Jesús. Este último aspecto, reforzado por las creencias de origen griego sobre la supuesta superioridad del alma en el plan divino de redención, olvida que la resurrección fue el punto de partida para mostrar la forma en que el Evangelio podía y puede ser pertinente para la existencia humana, pues si se recuerda, por ejemplo, que la esperanza de vida era extremadamente reducida en los tiempos del NT, la afirmación de una vida plena y de su correlato, la resurrección, posibilitaba que las personas recuperaran la esperanza a partir de su propio cuerpo como punta de lanza de la salvación. Una interpretación y vivencia corporal de la salvación serviría, así, para reconstruir las posibilidades humanas de experimentar las bendiciones divinas desde la realidad más inmediata.
Dos aportaciones de diferente signo pero coincidentes en la búsqueda de aplicar las consecuencias de la fresurrección son los trabajos de John A.T. Robinson y Rubem Alves. El primero, con un estudio específico sobre el tema del cuerpo en San Pablo, y el segundo, con sus intuiciones liberadoras, aportan una visión lúcida sobre la necesidad de superar las restricciones prácticas para la vivencia corporal de la salvación. Robinson explica los matices que Pablo utiliza para referirse a la carne (sarx) y al cuerpo (soma) dentro de los planes redentores: el concepto sarx expresa un principio de oposición básica a la voluntad divina, en cambio, el cuerpo es “el portador de la resurrección”. Por eso, el cuerpo “es el lazo de unión entre la doctrina de Pablo sobre el hombre y la totalidad de su evangelio, es decir, de su mensaje sobre Cristo, la Iglesia y la vida eterna”.[4]
Alves, por su parte, resume magistralmente la centralidad del cuerpo en el más amplio sentido:
 
…todas las luchas que se hacen tienen la única finalidad de hacer que el cuerpo sea feliz. No hay absolutamente nada en el mundo más importante que el cuerpo. Si nosotros hacemos la revolución, la única finalidad de la revolución es permitir que los cuerpos no tengan dolor, que los cuerpos no tengan miedo, que puedan dormir en paz, que puedan trabajar en paz, que puedan crear el amor, que puedan tener sus hijos. Que puedan vivir el futuro sin temores, sin angustias. Entonces, mi pensamiento sobre Dios se transformó realmente en un pensamiento sobre la liberación del cuerpo. Además, para los cristianos, el más alto símbolo religioso que existe es el símbolo de la resurrección del cuerpo. Resurrección del cuerpo significa por lo menos dos cosas, libertad, dignidad. Son para mí los dos más altos valores de la religión cristiana.[5]
 
Y sobre la resurrección, concluye:
 
La liberación del ser humano no tiene nada que ver con la negación, sino con la liberación del cuerpo de todo aquello que reprime a éste, que le hace no ser libre para el mundo o al mundo no ser libre para el cuerpo [...] El mesías, o sea, el poder de la libertad que libera, es "carne". No hay lugar para un Dios que se da a sí mismo al ser humano o que opera al margen de las condiciones materiales de la vida. No hay lugar para el templo en el jardín del edén. A Dios hay que buscarlo entre las cosas que da a la humanidad.[6]




[1] N. Míguez, “Para no quedar sin esperanza. La apocalíptica de Pablo en 1 Ts como lenguaje de esperanza”, en RIBLA, núm. 7, www.claiweb.org/ribla/ribla7/para%20no%20quedar%20sin%20esperanza.htm.
[2] Idem.
[3] Idem.
[4] J.A.T. Robinson, El cuerpo. Estudio de teología paulina, Barcelona, Libros del Nopal, 1968, p. 36. Robinson cita, además la explicación de W. Robinson sobre la supuesta división ontológica en tres “sectores” de I Tes 5.23: “La enumeración no es sistemática, sino exhortativa, para poner de relieve la totalidad de la preservación; habría que compararla con la análoga enumeración de Dt 6.5”.
[5] R. Alves, Hijos del mañana. Salamanca, Sígueme, 1972.
[6] Idem.

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