sábado, 16 de octubre de 2010

Película: El hombre de dos reinos (1966), de Fred Zinnemann


Domingo 17 de octubre, 17 hrs.

Nominada para ocho premios de la Academia, ganadora de seis, entre ellos a la Mejor Película, este film del austríaco Fred Zinnemann sobre guión de Robert Bold sintetiza el conflicto que estalla entre la el deber religioso y la autoridad cuando la autoridad vuelca su peso contra quienes quieren permanecer fieles al deber religioso. Santo Tomás Moro gana la palma del martirio por la fidelidad a su deber para con Dios, acatando la autoridad, en tanto legítima y negándose a obedecer, sin hacerle afrenta, en aquello que ilegítimamente se le ordenaba.
Tomás Moro fue canciller del reino de Inglaterra, sucesor del arzobispo Wolsey y amigo personal de Enrique VIII. En otros tiempos, el monarca, aficionado a las letras sagradas, había escrito un ensayo teológico que le valió el título pontificio de "Defensor de la Fe". La pluma de Moro, un burgués acomodado, intelectual brillante, abogado y juez, diplomático y literato, respetado en toda Europa como la cabeza más brillante de Inglaterra en su tiempo, contribuyó en mucho a la redacción del opúsculo que tan grande honor consiguió para Enrique.
Estamos en la época de la rebelión luterana, que todavía no se ha manifestado en toda su extrema peligrosidad pero ya produce polémicas de las que Moro es frecuentemente árbitro, calificado en letras humanas y divinas. Su hija Meg es pretendida por Robert Rope, un fogoso partidario de Lutero, a quien Moro recibe en su casa amistosamente, con quien discute sobre el tema y a quien prohíbe toda pretensión de ingresar en la familia a menos que abjure de sus posiciones heréticas.
El Card. Wolsey, (frecuentemente el cargo de Canciller era ocupado por un eclesiástico dada la poca afición de la nobleza por las letras) ya sobre los años finales de su poder enfrenta la "necesidad política" de conseguir una nulidad matrimonial para el rey, que quiere casarse con su favorita, Ana Bolena y repudiar a su legítima esposa, la reina Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos. No lo logra. El Papa está firme: el matrimonio es válido. Wolsey pide a Moro que use de triquiñuelas leguleyas y teológicas para convencer a Roma, lo amenaza con la desgracia y lo tienta con el poder. Moro se niega con respuestas brillantes. Nunca tan cierto que lo cortés no quita lo valiente.
Wolsey cae en desgracia y el cargo queda oscilando entre Thomas Cromwell, un burócrata carrerista inescrupuloso y Tomás Moro. Moro lo acepta como una penitencia, para impedir la infuencia de su competidor, que arrastraría al rey a cualquier cosa con tal de ganarse su favor. Pero el rey ha defraudado las expectativas de su juventud volviéndose un hombre veleidoso, arrogante y cruel. Amado todavía, sin embargo, por el pueblo que lo llama "Good king Harry".
Cuando el Parlamento aprueba las leyes que dan por válido el nuevo matrimonio del rey, y aceptan su descendencia como legíma… cuando el rey se proclama cabeza de la Iglesia, desconociendo la autoridad de Roma, Moro renuncia al cargo y queda a merced del cambiante humor de Enrique. Se niega a prestar aceptación bajo juramento sin dar la razón. Su silencio es su única defensa. El rey lo quiere, le ofrece restituirle su posición y compensarlo generosamente. Solo necesita su aval moral, necesita que Moro justifique el adulterio, el cisma, la incautación de los bienes de la Iglesia, la muerte de muchos sacerdotes que permanecieron fieles. Moro mantiene el silencio.
Finalmente, preso, despojado de sus bienes, con su familia en el exilio, Moro es condenado por medio de un falso testigo, antiguo protegido de su casa, Richard Rich, que hace la veces de Judas. Con la certeza de su muerte, Moro, que ha escrito y meditado largamente sobre la Pasión de Cristo, la obediencia a Dios y a los hombres, que ha sufrido la angustia de ver a su familia en peligro, asechada, en la miseria, cuando una sola palabra suya le devolvería a todos su bienestar material y su honra humana, decide que es el momento de cambiar su testimonio silente por la acusación de viva voz.
Jamás niega al rey nada de lo que le es debido, pero lo acusa de tomar aquello que no le pertenece, injuriando a la Iglesia y llevando a su nación a la ruina espiritual. Después de su alegato se fija la hora de su muerte. Una muerte feliz para él, horrorosa para Europa y trágica para Enrique, que terminaría convertido en un obeso sifilítico, cruel y desalmado, repudiando y asesinando a varias mujeres más y temido por el pueblo que antes los amaba.
Se ha querido ver en este film el testimonio de la conciencia individual frente a al despotismo del Estado totalitario. Es quizás por eso que Hollywood le asignó seis Oscares, bien merecidos por cierto, en 1966. Pero no es este el punto medular del drama. Moro plantea en su muy particular modo de abogado y polemista una defensa de su vida que no compromete su consciencia de católico fiel porque no desea romper con el rey, sino tener la oportunidad de servirlo. Porque no se siente llamado al martirio, que no busca, pero que Dios le ofrece con mayor claridad día a día, a lo largo de su penosa estancia en la Torre de Londres.
Allí, privado de libros y al final ya sin instrumentos de escritura sólo le queda meditar y repasar en su memoria todos los fundamentos de su negativa de obedecer al rey, su soberano legítimo, en estos puntos concretos en los que se descamina porque otro Soberano que está por encima de su rey le pide una obediencia absoluta a mandatos perfectos. "Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres". Lamentablemente el clero inglés defeccionó en masa y la Isla de los Santos se convirtió en el Imperio Británico. ¿Qué hubiese pasado si toda la jerarquía, empezando por Wolsey en su tiempo, hubiese servido a su reino sin mengua del servicio debido al Rey de los Cielos?
Paul Scofield (Thomas More), Orson Welles (Card. Wolsey), Susannah York (Meg More) hacen los papeles más lucidos en un elenco sólido, acorde con la calidad del film. Menos satisfactorio Robert Shaw en el papel de Enrique VIII. Bella música renacentista decora adecuadamente las escenas, y al modo shakespeariano, ciertos toques de humor (p.e. unos breves intercambios en latín entre el rey y Meg, hija de Moro) suman a un film que se desarrolla en una fuerte tensión dramática algunos momentos de descanso.
La gran riqueza de los diálogos, que revela el origen teatral del guión, pero a la vez quita cierta movilidad propia del "cine" se compensan con escenas de menor entidad argumental pero adornadas de una magnífica fotografía. Los escenarios naturales aportan enormemente en este sentido.
En 1988 Charlton Heston y Vanessa Redgrave realizaron un remake filmada en escenarios televisivos de la obra original. Es una versión digna, fiel al texto y de buen espíritu, pero no alcanza el brillo de la versión de Zinnemann.
En tiempos en que se cuestiona la "obediencia" -por buenas y por malas razones- este film nos ayuda a entender, bajo esta óptica, el sentido y los límites de la autoridad.

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