Dios y Padre Todopoderoso, en esta vida hemos tenido muchas luchas, danos la fuerza de Tu Santo Espíritu, para que vayamos en medio del fuego y de las muchas aguas con valor, y así someternos a tus reglas, para ir al encuentro de la muerte sin temor, con total confianza de Tu asistencia. Concédenos también que podamos llevar todo el odio y la enemistad de la humanidad hasta que ha-yamos ganado la última victoria y podamos llegar al bendito descanso que Tu Único Hijo ha adquirido para nosotros por medio de Su sangre. Amén.
1. Espiritualidad y sacerdocio universal
La espiritualidad cristiana expresa la forma en que entendemos la relación con Dios y su aplicación a los diversos escenarios que enfrentamos como seres humanos. En ella se dan cita no solamente las prácticas estrictamente religiosas (oración, liturgia, sacramentos) sino que también confluye la manera en que proyectamos el sentido que nos otorga la creencia en la salvación para hacerla visible en todo lo que hacemos. Las personas que dicen que son redimidas asumen toda la existencia de una manera espiritual, esto es, que las acciones de Dios en Cristo son lo más relevante para su vida y presiden todo lo que piensan y hacen. La nueva vida que experimentan se vacía, por así decirlo, en el molde de la espiritualidad.
En los inicios de la Reforma Protestante, estaba en boga lo que se conoció como la devotio moderna (devoción moderna), que intentaba mezclar algunos elementos del humanismo con la práctica individualizada de la fe. Así, promovía el estudio de las Escrituras y, al mismo tiempo, recomendaba una actitud mucho más centrada en las personas por separado hacia las creencias y la religión. Sin duda, esto fue uno de los pilares espirituales de los diversos movimientos identificados con la Reforma, pues con él se buscaba superar los énfasis de la llamada Cristiandad, en la que la religiosidad obedecía a una serie de normas colectivizadas e impuestas como las únicas que permitían a los creyentes acercarse a Dios. Podría decirse que, antes de la Reforma, se practicaba, sobre todo, una religión corporativa, dominada por los hábitos tradicionales que no podían modificarse tan fácilmente. Una especie de manual para esta nueva forma de devoción fue el libro Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, que expone las bases de la conexión personal con Dios y la necesidad mostrar activamente el amor hacia Él, por ejemplo, mediante la participación sacramental.
Con estos antecedentes, las diversas vertientes de la Reforma insistieron en que cada creyente tenía una responsabilidad personal en el cultivo de su espiritualidad, más allá de las técnicas impuestas para lograr ser “un buen cristiano” algo que, en su momento, sólo se creía posible a través de la mística o de la dedicación para convertirse en “religioso/a”, una idea que no ha desaparecido del todo.
Y es que en este terreno, tan básico para la práctica de la fe, también aplica el principio bíblico del denominado “sacerdocio universal” de cada creyente. Si éste desea tener una auténtica relación con Dios, no tiene más remedio que ser su propio sacerdote, es decir, que entre Dios y él o ella no hay más intermediario que Jesucristo. Ninguna persona, así sea la más santa o consagrada, puede interferir o intervenir en esa relación. Ésta es la base más profunda de la espiritualidad protestante: no depender de nadie para tratar con Dios, pues este principio de individualidad de la actitud espiritual surgió precisamente cuando comenzaron a superarse, en todos los ámbitos, las ideas ligadas a la existencia de la Cristiandad.
2. Una espiritualidad auténticamente reformada
La nueva forma de relacionarse con Dios tenía que superar la perspectiva sacerdotal y sacramental o, más bien, complementarla con una sana relación con la Palabra divina. Para lograrlo, había que colocar la fe en un horizonte similar al de los israelitas cuando quedaron lejos de Jerusalén y tuvieron que centralizar el culto alrededor de la Palabra. El surgimiento de la sinagoga fue una auténtica revolución religiosa que proyectó la espiritualidad a un nivel personal y comunitario muy distinto al conocido hasta entonces. La Reforma, as u vez, produjo una espiritualidad más acorde con la nueva situación social y cultural, es decir, ante la irrupción de la modernidad, pues ésta reclamaba una actitud diferente ante Dios y el mundo. La secularización en ciernes serviría para poner en su lugar específico la práctica religiosa como tal, si se quiere seguir viendo así. El NT alude a la necesidad de ubicar la comunión con Dios en un marco ritual y cultural conforme con los valores del Reino de Dios. El apóstol Pedro, comenzando su primera epístola, plantea la necesidad de balancear el mandamiento divino, lo que Dios espera de los creyentes, y la creatividad espiritual, por decirlo así. Con ella será posible estar dispuestos a seguir la orientación del Espíritu.
La espiritualidad, entonces, no deberá depender de las ceremonias externas, como es la tendencia general, sino de la actitud prevaleciente para experimentar la vida de fe de manera cotidiana. Para el apóstol Pedro, el hecho de haber “renacido para una esperanza viva” (1.3) es lo que preside cualquier forma de espiritualidad que merezca llamarse cristiana. Además, de la sublime realidad de “amar a Dios sin haberlo visto” (1.8) surge el desafío para ser “espirituales” en medio de un mundo que no entiende cabalmente en qué consiste la espiritualidad. El v. 13 incluye una serie de exhortaciones que construyen una espiritualidad sana: “ceñir los lomos” del entendimiento, practicar la sobriedad y “esperar completamente” en la gracia. Esta forma de espiritualidad busca siempre “saber qué pensar y qué hacer” en cada circunstancia mediante el ejercicio de una lucidez madura alimentada por el Espíritu (1.22) y por la Palabra (2.2). Estamos hablando de una espiritualidad informada por ambos, por el Espíritu, que nunca irá en contra de las enseñanzas de la Palabra divina y de la Palabra misma. Esta in-formación incluye los elementos básicos de la fe que intenta ser pertinente en cada momento, porque a cada paso, dice el apóstol, nos encontramos con los desafíos divinos y la fe, subraya, debe ser probada “como oro” (1.7), tan valiosa, siempre, y tan frágil es, eventualmente.
Ser santo como el propio Dios, una idea tomada directamente del Levítico (1.16), no consiste únicamente en guardar preceptos sino en asumir la existencia completa como un acto de servicio a Dios y a los demás, a quienes Él no ve como seres extraños, motivo por el cual no hace acepción de personas (1.17). Tampoco en apartarse compulsivamente del mundo y de sus tentaciones, lo que hace que muchas veces no se disfrute sanamente de sus cosas buenas, que son don de Dios. De ahí que los creyentes pueden sentirse a gusto en el mundo porque pueden ver la presencia de Dios en todo lo que les sucede, y cómo su amor se agiganta en cada circunstancia y encuentro con la realidad, en todas las exigencias que reclama para dar testimonio de la salvación en Cristo. Podría decirse que el apóstol Pedro propone no una “espiritualidad de caras largas” o demacradas por el esfuerzo de ser fieles a Dios, sino una espiritualidad feliz, propositiva y creativa que siempre está dispuesta a dar varios pasos más allá de los cánones estrechos de cierta religiosidad prescrita en manuales inoperantes.
Reformar la espiritualidad consiste, entonces, en aprender, cada día, a tomar lo que Dios entrega en su gracia sin falsas esperanzas en las posibilidades cerradas de una humanidad autosuficiente y soberbia. La espiritualidad genuinamente reformada es aquella que le dice a Dios: “Tú has hecho, haces y harás la parte que te corresponde en tu carácter de creador y redentor libre. Ayúdame ahora a hacer la mía, bajo la orientación de tu Espíritu y tu Palabra”. Ésa y no otra es la orientación general de la Reforma Protestante para lo que denominamos nuestra “vida espiritual” en la línea de la conclusión de las cartas petrinas: “Mejor dejen que el amor y el conocimiento, que nos da nuestro Señor y Salvador Jesucristo, los ayude a ser cada vez mejores cristianos” (II P. 3.18, Traducción en Lenguaje Actual).
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