sábado, 30 de abril de 2011

Programa de mayo de 2011

PLAN DE PREDICACIONES Y TEMAS PARA MAYO DE 2011
TEMA GENERAL: FAMILIAS DE FE ANTE LA ENCRUCIJADA ACTUAL

1. DOMINGOS, 10.30 hrs.



1: Visión y misión de las Iglesia en estos tiempos
Lecturas bíblicas: Salmo 136/ Juan 20.19-29
Expositor: Pbro. José Luis Velazco M.
Dirige: A.I. Edith Martínez Vázquez



8: Maternidad, fe y salvación
Lectura bíblica: I Timoteo 2
Expositor: LCO
Dirige: Hno. Nicolás Cuevas



15: Familias de fe y mundo actual
Lectura bíblica: Salmo 68
Expositor: LCO
Dirige: Hna. Anita Vázquez



22: Modelos bíblicos de familia: miradas alternativas
Lectura bíblica: I Timoteo 5.1-16
Expositor: A.I. Vicente Orozco Gallegos
Dirige: A.I. Javier Díaz


29: La autoridad en las familias: desafíos cristianos
Lectura bíblica: I Timoteo 3.1-7
Expositor: LCO
Dirige: Hna. Lidia Martínez M.

2. DOMINGOS, 17.30 hrs.


8: La maternidad en la cultura mexicana
Moderadora: Hna. Laura Cabrera B.


29: Matrimonios y familias en el siglo XXI
Dra. Pat Contreras-Ulloa (Por confirmar)
Modera: A:I. Hiram Palomino

3. MARTES, 19.00 hrs.
Tema general: El libro de Job (IX)

3: Eliú responde a Job (VI) (Job 37)
Moderador: A.I. Martha Aguilar Arellano


10: Dios responde a Job (I) (Job 38)
Moderador: Hno. Pablo F. Sandoval


17: Dios responde a Job (II) (Job 39)
Moderador: Hna. Marena Ponce


24: Dios responde a Job (III) (Job 40)
Moderador: Hno. Mauricio Magallanes


31: Dios responde a Job (II) (Job 41)
Moderador: Hna. Lupita Medrano



***



Actividades



1- Culto de Aniversario

3- Reunión de Consistorio

7- Escuela para Padres/ Ordenación de Martiniano Morales, Huamuxtitlán, Gro.

8- 2a. Clase unida: El ministerio de las mujeres en la Iglesia/ Festejo del Día de las Madres/ Mesa redonda: La maternidad en la cultura mexicana, 17.30 hrs.

15- Festejo unido: Madres y Maestros (comida)/ Entrega de despensas

22- Reunión congregacional para elección de oficiales (tres Ancianos y tres Diáconos)

25-27: Películas sobre matrimonio y familia

29- Clausura del mes de la familia/ Charla: Matrimonio y familia en el siglo XXI, 17.30 hrs.

Renovación de votos 2011




El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Sara, Rebeca y Raquel, el Padre de Jesús de Nazaret, nos ha traído hasta aquí, en un peregrinaje de amor, lucha, esfuerzo y bendición. Hemos experimentado continuamente la gracia de nuestra existencia individual, familiar y comunitaria. En continuidad con la fe bíblica, celebramos y reconocemos la actuación de Dios nuestro redentor en Cristo a través de la historia humana.


La fidelidad de nuestro Dios es indiscutible y, en consonancia con ella, y como respuesta a semejantes muestras de su amor y acompañamiento, nos comprometemos nuevamente a perseverar en el recuerdo litúrgico, la lectura e interpretación pertinentes de la Palabra divina, así como a celebrar los sacramentos cristianos en el mejor espíritu de fe para dar testimonio de la elección de gracia de que hemos sido objeto, entendiéndola no tanto como un signo de “elitismo espiritual”, sino como una señal más del llamamiento que nos coloca en el mundo con una tarea concreta de servicio y solidaridad.


Renovamos nuestro compromiso en la creencia firme y sostenida de que Dios desea dignificar la vida humana en todos sus aspectos y de que, a contracorriente del sistema ideológico-económico imperante, Él está actuando para reivindicar y empoderar a los más débiles, tal como da testimonio la Sagrada Escritura desde la antigüedad.


Asumimos el compromiso de observar nuestro mundo alrededor para buscar creativamente formas nuevas y renovadoras de ser Iglesia en medio de proyectos eclesiásticos y misioneros que reproducen los privilegios basados en criterios de clase social, más allá de las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo, quien no hizo distinción alguna entre las personas para conducirlas a la salvación integral.


Ante el ambiente de violencia e inseguridad que nos rodea, proclamamos que uno de los principales frutos de la acción del Espíritu de Dios en el mundo consiste en renovar la existencia humana mediante la armonía, la paz y la justicia.


Todo esto lo podremos hacer únicamente con la dirección de la gracia de nuestro Dios y redentor.

Visión y misión de la Iglesia en estos tiempos, Pbro. José Luis Velazco M.

1 de mayo de 2011

XVI Aniversario, domingo 1 de mayo de 2011



domingo, 24 de abril de 2011

Jesús resucitado: fe, incredulidad y esperanza, L. Cervantes-O.

24 de abril, 2011

Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.

Juan 20.29, RVR 1960

1. La tensión entre incredulidad y fe: el caso de Tomás
Al parecer, no se necesitó ser moderno para mostrar incredulidad hacia el suceso de la resurrección de Jesús, pues Jn 20 concluye con el famoso episodio en el que Tomás manifiesta dudas acerca de ella. Si el testimonio de María Magdalena, en la primera parte del pasaje (vv. 11-18), no bastó para que los demás discípulos creyeran, ahora el de ellos mismos no le fue suficiente a Tomás, quien solicitó la prueba física, material (v. 25: “Si no metiere mi dedo en el lugar de los clavos… no creeré”) para creerlo de verdad. Su obstinación recuerda la actitud que tuvo ante la muerte de Lázaro (11.16) y ahora quiere ver y tocar. La respuesta de Jesús es condescendiente y, aunque el narrador parece reprobar la acción de Tomás, el resucitado acepta pasar por el examen que solicita Tomás y lo exhorta a no ser incrédulo (v. 27). Ante la comprobación, Tomás cree y lo reconoce (v. 28): “Tomás ha penetrado más allá del aspecto milagroso de la aparición y ha entendido lo que la resurrección-ascensión manifiesta acerca de Jesús”.
[1] Jesús, al parecer, se da por bien servido ante la nueva actitud de Tomás, aunque hubiera esperado que no fuera necesaria la comprobación física del acontecimiento de su resurrección.
Se trata, por ello, de una tensión entre la incredulidad y la fe ante una aparición que, aun cuando, envuelta en el halo de lo sobrenatural, plantea, en el marco de la teología juanina, una comprobación no solamente física de la presencia auténtica del Jesús resucitado, sino también una verdadera apuesta de fe: Tomás da varios saltos teológicos, pues además lo reconoce como Señor y Dios, mediante una frase compuesta que recuerda la de Dominus et Deus noster (“Señor y Dios nuestro”) que asumió Domiciano, emperador al momento de la redacción del evangelio y contra cuyas pretensiones hegemónicas se escribiría el Apocalipsis, aunque las fuentes más sólidas de ambos títulos sean las bíblicas: Kyrios (Yahvé) y Theos (Elohim) (Sal 35.23b). Curiosamente, ésta es la afirmación cristológica más importante del Cuarto Evangelio, procedente de unos labios que venían de la experiencia de la incredulidad, esto es, de una conversión genuina.
Las últimas palabras que Jesús pronuncia en este evangelio (v. 29), justo antes del gran resumen que hace el autor (vv. 30-31), son una alabanza y anticipo de quienes creerían, a diferencia de Tomás, sin necesidad de pruebas ni de estar presentes. Se trata, otra vez, de “ver o no ver a Jesús) (cap. 16). Con ello se incluye, lógicamente, a todos quienes se incorporarían a las comunidades juaninas y a las demás (“otro rebaño”: 10.16), con lo que el testimonio de fe del Discípulo Amado alcanzaría su objetivo principal. Creer sin estar presentes en esos momentos fundadores era muy valorado por la propia tradición judía, como se aprecia en esta observación del rabí Simeón ben Lakish: “El prosélito es más amado de Dios que todos los israelitas que estaban en el Sinaí. Porque si aquella gente no hubiera presenciado el trueno, las llamas, el relámpago, el temblor de la montaña y el sonido de la trompeta, no hubiera aceptado la ley de Dios. Pero el prosélito que no ha visto ninguna de estas cosas llega y se entrega a Dios y acepta la ley de Dios. ¿Habrá alguien más amado que este hombre?”.
[2] Surge un nuevo tipo de fe, y más valiosa, la no apegada a los hechos fácticos hy que depende del testimonio de los discípulos. Brown describe los alcances futuros de estas palabras del Jesús resucitado: “También el Jesús joánico alaba ahora a la mayoría del pueblo de la nueva alianza que, sin haberle visto, lo proclama por el Espíritu Señor y Dios. Jesús asegura a todos estos discípulos de todos los tiempos y lugares que prevé su situación y los cuenta entre los que comparten la alegría anunciada por su resurrección”.[3] Es la conclusión perfecta del Cuarto Evangelio.

2. Jesús resucita la fe de sus discípulos y unifica a sus seguidores
En el epílogo del evangelio (cap. 21), Jesús se aparece a siete seguidores (vv. 1-14), cuestiona a Pedro sobre su amor a él (vv. 15-19) y equipara los liderazgos de Pedro y el “discípulo amado”. La resurrección le otorga a la comunidad otra dimensión de relación con Jesús: “El Jesús al que ellos conocían aparece transformado y convertido en Señor resucitado”.
[4] El carácter marcadamente eclesial del cap. 21 se aprecia en el simbolismo de la pesca y de las ovejas, como señal de la labor misionera y pastoral. “El Jesús resucitado cumple su profecía de arrastrar a todos los hombres hacia sí a través de la misión apostólica simbolizada en la pesca milagrosa y en el arrastre de la red a tierra”.[5] La relación colegiada entre los liderazgos de Pedro y Juan se simboliza en el hecho de que el autor del evangelio le otorga al discípulo amado la primacía en el amor y en la sensibilidad para reconocer a Jesús y a Pedro un lugar en el ministerio apostólico, pero antes de otorgar a Pedro el reconocimiento pastoral, Jesús insiste en preguntarle acerca de su amor. “Si se encomienda a Pedro la tarea de Pastor, debe reunir los requisitos de la tradición joánica sobre el pastoreo: ‘el buen pastor da la vida por las ovejas’ (10.1)”.[6]

En el cuarto Evangelio es el amor lo que caracteriza al discípulo. Jesús quiere saber de Pedro si se reconoce como discípulo. En caso afirmativo, Jesús lo confirma como pastor de la Iglesia. Pedro puede ser Pastor, si primero es Discípulo. Tenemos aquí la Iglesia del discípulo amado, la cual reconoce la autoridad de la Iglesia apostólica a condición que sus autoridades sean discípulos de Jesús. Después de anunciar Jesús su muerte a Pedro, le dice a éste (por primera vez en el Evangelio): “Sígueme”. Pedro se vuelve y ve al discípulo que Jesús amaba. El relato recuerda de manera explícita la última cena y la cercanía del discípulo a Jesús. El relato afirma luego la permanencia del discípulo, que seguramente se refiere a la permanencia de la comunidad del discípulo amado hasta que Jesús venga. Si bien la Iglesia del discípulo reconoce la autoridad de la Iglesia apostólica, dado que ésta también ha llegado a ser discípula, se afirma la continuidad y permanencia de este tipo de Iglesia fundada sobre la memoria del discípulo que Jesús amaba.
[7]

El Jesús resucitado es la razón de ser de la existencia de la Iglesia, en sus diversas vertientes, pues este capítulo es el testimonio acercamiento de las comunidades juaninas a las demás comunidades cristianas (apostólicas). Este esfuerzo unificador está en consonancia con las enseñanzas de Jn 17 y proyecta la segunda conclusión del evangelio hacia un ámbito comunitario más amplio. La presencia del Jesús resucitado es capaz de unificar a la Iglesia en medio de sus diversas tendencias doctrinales (discipular y apostólica, al menos) y coloca el testimonio cristiano ante la posibilidad de tener un impacto mayor.
De ahí que el evangelio concluye destacando el testimonio del discípulo amado: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero” (v. 24). “La continuidad con Jesús se funda en el discipulado. Es la Iglesia discípula, y no la Iglesia-autoridad, la que asegura la tradición de Jesús. La tradición apostólica queda subordinada a la memoria del discípulo que Jesús amaba. El autor del Evangelio no polemiza con la Iglesia apostólica, pero sí llama la atención acerca de los riesgos de una institucionalización eclesial que olvida la exigencia radical de ser discípulos de Jesús antes de ser autoridad”.
[8]

Notas

[1] R.E. Brown, El Evangelio según Juan. Vol II. XIII-XXI. Madrid, Cristiandad, 1979, p. 1490.
[2] Cit. por Brown, idem.
[3] Idem.
[4] Ibid., pp. 1525.1526.
[5] Ibid., p. 1553. Cf. R.E. Brown, La comunidad del discípulo amado. Salamanca, Sígueme, 1993 (Biblioteca de estudios bíblicos, 43).
[6] R.E. Brown, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron. 3ª ed. Bilbao, Descleé de Brouwer, 1998 (Cristianismo y sociedad, 13), pp. 125-126.
[7] Pablo Richard, ““Claves para una re-lectura histórica y liberadora (Cuarto Evangelio y Cartas)”, en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/1%20claves.htm. Énfasis agregado.
[8] Idem.

La resurrección: fe de Magdalena y las demás mujeres, Hna. Graciela Arellano

24 de abril, 2011

martes, 19 de abril de 2011

Durero y Saramago: arquitectura de una crucifixión, María del Mar Bernal

http://fcom.us.es/fcomblogs/tecnicasdegrabado/tag/crucifixion-de-durero

12 de abril de 2010

Uno de los ensayos más hermosos que conozco sobre un grabado es el que plantea José Joaquín Parra Bañón sobre la descripción que Saramago hace de un grabado atribuido a Durero, concretamente La Crucifixión, que lleva el título que encabeza este post. En él se describe cómo el premio Nobel tiene en presencia la imagen y se propone convertirla en palabras; o lo que es lo mismo, a través de las palabras intenta construir una imagen al lector tal y como el escrito le va dictando. Esta propuesta literaria corresponde al primer capitulo de su obra El Evangelio según Jesucristo.

Es probable que Durero grabase esta estampa en Italia hacia 1500. Utilizó para ello dos bloques de madera de 57 x 38,9 cms. siendo una de las pocas xilografías huérfanas de tantas series que hizo; no tiene tampoco anagrama, motivo por el que se pone en duda su autoría y sólo se encuentran inventariadas tres estampas en Berlín y en el British Museum.


Incidiendo en la belleza de la imagen están las palabras de José Saramago de las que hago un extracto: “El sol se muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo, el que está a la izquierda de quien mira, representando el astro-rey, una cabeza de hombre de la que surgen rayos de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la dirección de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro que llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no podemos oír, pues ninguna de esas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel y tinta, nada más. Bajo el sol vemos a un hombre desnudo atado a un tronco de árbol, ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o vergonzosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada, sin embargo y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dos clavos lo mantienen, profundamente clavados. (…) Esta postura solemne, este triste semblante, solo pueden ser los de José de Arimatea…


Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas cuantas vinieron aquí a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará a primera vista, que la mencionada Magdalena es precisamente ésta, pues solo una persona como ella, de disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse, en esta hora trágica, con un escote tan abierto y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos, razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición del infame cuerpo. (…) María Magdalena, si ella es, ampara, y parece que va a besar con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano de otra mujer, está sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre es también

María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia (…) apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, también de María de nombre, y en definitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su escote, tal vez la verdadera Magdalena (…) que levanta, sí hacia lo más alto la mirada, y esa mirada, que es de autentico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo todo su ser carnal, como una radiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que ya rodea su cabeza”

Os podéis dirigir para leer el inicio del ensayo a este enlace. El texto impreso es fácil de encontrar en cualquier librería. Bien merece su lectura completa.


Con hermosas palabras también, Parra Bañón reflexiona en su artículo sobre lo que sucede cuando “Saramago se atreve a pensar lo que pudo pensar un niño cuando supo que su padre sólo lo salvó a él en una matanza de inocentes que bien podría haber evitado; a imaginar que una mujer no tenía una cama en la que dormir siendo carpintero de profesión su marido; a inventar las palabras de amor de una mujer enamorada de un hombre que se sabe irremediablemente solo y condenado; a escribir, como si fuera dictada, la autobiografía de alguien que sabiendo, que pudiendo, nada dejó por escrito (…).

Según él cuenta [Saramago] vio el título de su novela, debido a una ilusión óptica y no a un milagro, mientras se paseaba una mañana por una calle de Sevilla; según me dijo, nunca estuvo en su intención reproducir una copia del grabado de Durero en su novela, pero sus editores alemanes lo hicieron, y también otros, y él, pese a que ya se ha convertido en una costumbre, sigue considerándolo innecesario (…) Hubo un tiempo lejano en el que un término común sirvió para designar a las dos actividades manuales que eran el escribir y el dibujar: antigrafía era la palabra, en la que dibujar y escribir eran acciones gráficas que consistían en construir con líneas. La caligrafía (“Kalós” = hermoso) es la escritura que usando las manos como instrumento procura letras de trazado hermoso; “typos” se traduce por huella, por modelo, por tipo; la tipografía es la escritura con modelos, el arte del que se preocupan los impresores en las imprentas. La caligrafía es un dibujo: en ella interviene el movimiento como inercia; en cada letra se prefigura ya la siguiente, y ésta por la anterior se condiciona, siendo distinta la “v” si viene precedida por una “a” o una “c” o si a ella después se ata una vocal redonda o una consonante altiva. En la tipograía no hay inercias ni mutuos influjos, que los modelos de la serie siempre son estables (…)


Y continúa analizando: “La novedad no es la estrategia policial de comunicar al principio un final conocido, sino a través de qué se suministra esta información, cómo se cuenta lo que en teoría ya se sabe. Saramago decide recurrir a una versión previa de los hechos, a la expresión gráfica que Durero construyó de estos últimos momentos, y dándole vueltas a la espiral de la creación, engendra a través de un dibujo una nueva expresión literaria de algo que el dibujante conoció por las palabras. El evangelio bíblico (Marcos, Mateo, Lucas, Juan, apócrifos, etcétera) es convertido en evangelio literario (el escritor Saramago) por la intermediación de un evangelio gráfico (el dibujante Durero). Saramago no describe el dibujo (el grabado) ni intenta una copia literaria de lo gráfico, una transcripción (escribir en una parte lo escrito en otra) sino que lo que propone es una hipótesis sobre lo gráfico, un dibujo nuevo con otro trazado discontinuo. Saramago empleará la técnica descompositiva del análisis, el desmembramiento del grabado en alguna de sus partes evitando que pierdan totalmente los vínculos para que luego, en un proceso inverso, puedan ser recompuestas de nuevo. La presencia del dibujo en la novela es un grave problema. Poner juntos es incitar a la comparación, invitar al espectador a establecer relaciones por la proximidad de la artes, se corre el riesgo de que el dibujo se entienda como guía de lectura de lo escrito al igual que un mapa puede entenderse como el guión de un territorio: lo escrito fue escrito para que no fuera necesario el dibujo.”

En otro apartado del artículo cuenta el catedrático de arquitectura lo siguiente: “Para la identificación de los personajes, el escrito se fundamentará en procesos deductivos a partir de los atributos, expresiones y posiciones que gráficamente se proponen:

“El Sol: “El sol se muestra”

El Buen Ladrón: “El ladrón que se arrepiente solo podría estar a la derecha de Jesús, prefigurando su destino.”

José de Arimatea: “Esta postura solemne, este triste semblante…”


María 1ª (posible María Magdalena): “Solo una persona como ella, de disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan abierto y un corpiño tan ajustado”.

María 2ª (María, la madre de Jesús): “Sólo un habitante de otro planeta… ignoraría que la afligida mujer Es la viuda de un carpintero llamado José”.

María 3ª (María Magdalena): “Solo una mujer que hubiese amado tanto como imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera”.

María 4ª: La última mujer, de mirada vaga y piadosa compostura, anónima y grande.

Juan: ” Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado y el labio trémulo es Juan”.

El Mal Ladrón: “Este mísero despojo solo puede ser el Mal Ladrón

La Luna: “La luna en figura de mujer, con una incongruente arracada adornándola la oreja”.

Jesús: “pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre. No hay duda sobre quien es, aunque muchos otros hombres fueron crucificados en este lugar, Él es El Crucificado, y por si hubiera dudas, léase el cartel que lo corona. “


El artículo más extenso y aún apasionante, establece con posterioridad los vínculos entre los personajes y las otras partes de la escena: los caballeros, los soldados, la calavera (gólgota) un hombre que se aleja, un molino, un abstracto reflejo de simétricas rayas en una naturaleza sin viento salvo la que ligeramente levanta el sudario de Jesús, sin sombra para no ocultar la imagen, salvo las precisas para explicarla, sin movimiento que se aprecie. Entonces “La cortina del templo se rasgó de arriba abajo en dos partes, la tierra tembló y se hendieron las rocas” Mateo 27, 51-52″.

(Una lectura más que recomendada que puedes encontrar en "Arquitectura de una Crucifixión" en la revista Andalusischer Germanisten Verband Magazin. Núm. 8. 2000. pp. 60-71 en la que se basa este post. José Joaquín Parra Bañón es catedrático de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad de Sevilla, lúcido escritor de palabra precisa y especialista en la obra de José Saramago.)

El evangelio según Jesucristo, José Saramago


Traducción de Librado Basilio. Barcelona, Seix-Barral, 1992, pp. 9-14.

El sol muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo, el que está a la izquierda de quien mira, representando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayos de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la dirección de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro que llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no podemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel y tinta, nada más. Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol, ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o vergonzosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada. Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dos clavos los mantienen, profundamente clavados. Por la expresión del rostro, que es de inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser el Buen Ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemos que los ángeles y los arcángeles así lo llevan, y el criminal arrepentido está, por lo ya visto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas. No será posible averiguar si ese tronco es aún un árbol, solamente adaptado, por mutilación selectiva, a instrumento de suplicio, pero que sigue alimentándose de la tierra por las raíces, puesto que toda la parte inferior de ese árbol está tapada por un hombre de larga barba, vestido con ricas, holgadas y abundantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es al cielo adonde mira. Esta postura solemne, este triste semblante, sólo pueden ser los de José de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda otra hipótesis posible, tras el trabajo al que le habían forzado, ayudando al condenado en el transporte del patíbulo, conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho más preocupado por las consecuencias que el retraso tendría para un negocio que había aplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar. No obstante, este José de Arimatea es aquel bondadoso y acaudalado personaje que ofreció la ayuda de una tumba suya para que en ella fuera depositado aquel cuerpo principal, pero esta generosidad no va a servirle de mucho a la hora de las canonizaciones, ni siquiera de las beatificaciones, pues nada envuelve su cabeza, salvo el turbante con el que todos los días sale a la calle, a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, de cabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de una aureola, en su caso recortada como si fuera un bordado doméstico. Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas cuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, que la mencionada Magdalena es precisamente ésa, pues sólo una persona como ella, de disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan abierto, y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos, razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el infame cuerpo. Es, con todo, de compungida tristeza su expresión, y el abandono del cuerpo no expresa sino el dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras, pero que es nuestro deber tener en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujer podría estar enteramente desnuda, si en tal disposición hubieran decidido representarla, y aun así deberíamos mostrarle respeto y homenaje. María Magdalena, si ella es, ampara, y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano de otra mujer, ésta sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre es también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la región inferior de la representación. Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de su cuerpo, cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cintura por un cordón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María, y es ésta una buena razón, probablemente, no la única, para que su aureola tenga un dibujo más complejo, así, al menos, se hallaría autorizado a pensar quien no disponiendo de informaciones precisas acerca de las precedencias, patentes y jerarquías en vigor en este mundo, se viera obligado a formular una opinión. No obstante, y teniendo en cuenta el grado de divulgación, operada por artes mayores y menores, de estas iconografías, sólo un habitante de otro planeta, suponiendo que en él no se hubiera repetido alguna vez, o incluso estrenado, este drama, sólo ese ser, en verdad inimaginable, ignoraría que la afligida mujer es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos e hijas, aunque sólo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, haya llegado a pros­perar, en vida de manera mediocre, rotundamente des­pués de la muerte. Reclinada sobre su lado izquierdo, María, madre de Jesús, ese mismo a quien acabamos de aludir, apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, también María de nombre, y en de­finitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su esco­te, tal vez la verdadera Magdalena. Al igual que la pri­mera de esta trinidad de mujeres, muestra la larga cabellera suelta, caída por la espalda, pero estos cabellos tienen todo el aire de ser rubios, si no fue pura casuali­dad la diferencia de trazo, más leve en este caso y dejan­do espacios vacíos entre los mechones, cosa que, obvia­mente, sirvió al grabador para aclarar el tono general de la cabellera representada. No pretendemos afirmar, con tales razones, que María Magdalena hubiese sido, de he­cho, rubia, sólo estamos conformándonos a la corriente de opinión mayoritaria que insiste en ver en las rubias, tanto en las de natura como en las de tinte, los más efica­ces instrumentos de pecado y perdición. Habiendo sido María Magdalena, como es de todos sabido, tan pecado­ra mujer, perdida como las que más lo fueron, tendría también que ser rubia para no desmentir las conviccio­nes, para bien y para mal adquiridas, de la mitad del gé­nero humano. No es, sin embargo, porque parezca esta tercera María, en comparación con la otra, más clara de tez y tono de cabello, por lo que insinuamos y propone­mos, contra las aplastantes evidencias de un escote pro­fundo y de un pecho que se exhibe, que ésta sea la Mag­dalena. Otra prueba, ésta fortísima, robustece y afirma la identificación, es que la dicha mujer, aunque un poco amparando, con distraída mano, a la extenuada madre de Jesús, levanta, sí, hacia lo alto la mirada, y esa mirada, que es de auténtico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo todo, todo su ser carnal, como una irradiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que ya rodea su cabeza y reduce pen­samientos y emociones. Sólo una mujer que hubiese amado tanto como imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera, con lo que, en defini­tiva, queda probado que es ésta, sólo ésta y ninguna otra, excluida pues la que a su lado se encuentra, María cuar­ta, de pie, medio alzadas las manos, en piadosa demos­tración, pero de mirada vaga, haciendo compañía, en este lado del grabado, a un hombre joven, poco más que adolescente, que de modo amanerado flexiona la pierna izquierda, así, por la rodilla, mientras su mano derecha, abierta, muestra en una actitud afectada y teatral al gru­po de mujeres a quienes correspondió representar, en el suelo, la acción dramática. Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado y el labio trémulo, es Juan. Igual que José de Arimatea, también esconde con el cuerpo el pie de este otro árbol que, allá arriba, en el lugar de los nidos, alza al aire a un segundo hombre desnudo, atado y clavado como el primero, pero éste es de pelo liso, deja caer la cabeza para mirar, si aún puede, el suelo, y su cara, magra y escuálida, da pena, a diferencia del ladrón del otro lado, que incluso en el trance final, de sufri­miento agónico, tiene aún valor para mostrarnos un ros­tro que fácilmente imaginamos rubicundo, muy bien debía de irle la vida cuando robaba, pese a la falta que hacen los colores aquí. Flaco, de pelo liso, la cabeza caí­da hacia la tierra que ha de comerlo, dos veces condenado, a la muerte y al infierno, este mísero despojo sólo puede ser el Mal Ladrón, rectísimo hombre en definitiva, a quien le sobró conciencia para no fingir que creía, a cu­bierto de leyes divinas y humanas, que un minuto de arrepentimiento basta para redimir una vida entera de maldad o una simple hora de flaqueza. Sobre él, tam­bién clamando y llorando como el sol que enfrente está, vemos la luna en figura de mujer, con una incongruente arracada adornándole la oreja, licencia que ningún artis­ta o poeta se habrá permitido antes y es dudoso que se haya permitido después, pese al ejemplo. Este sol y esta luna iluminan por igual la tierra, pero la luz ambiente es circular, sin sombras, por eso puede ser visto con tanta nitidez lo que está en el horizonte, al fondo, torres y mu­rallas, un puente levadizo sobre un foso donde brilla el agua, unos frontones góticos, y allí atrás, en lo alto del último cerro, las aspas paradas de un molino. Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeros con yelmo, lanza y armadura hacen caracolear las mon­turas con alardes de alta escuela, pero sus gestos sugie­ren que han llegado al fin de su exhibición, están salu­dando, por así decir, a un público invisible. La misma impresión de final de fiesta nos es ofrecida por aquel soldado de infantería que da ya un paso para retirarse, llevando suspendido en la mano derecha, lo que, a esta distancia, parece un paño, pero que también podría ser manto o túnica, mientras otros dos militares dan señales de irritación y despecho, si es posible, desde tan lejos, descifrar en los minúsculos rostros un sentimiento como el de quien jugó y perdió. Por encima de estas vulgarida­des de milicia y de ciudad amurallada, planean cuatro ángeles, dos de ellos de cuerpo entero, que lloran y pro­testan, y se duelen, no así uno de ellos, de perfil grave, absorto en el trabajo de recoger en una copa, hasta la última gota, el chorro de sangre que sale del costado de­recho del Crucificado. En este lugar, al que llaman Gól­gota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fa­tal, y otros muchos lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es el único a quien el fu­turo concederá el honor de la mayúscula inicial, los otros no pasarán nunca de crucificados menores. Es él, en de­finitiva, este a quien miran José de Arimatea y María Magdalena, este que hace llorar al sol y a la luna, este que hoy mismo alabó al Buen Ladrón y despreció al Malo, por no comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es ésa, pues el Bien y el Mal no existen en sí mismos, y cada uno de ellos es sólo la au­sencia del otro. Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorosa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se per­mite ser reyes de su propia persona. No goza Jesús de un descanso para los pies, como lo tienen los ladrones, y todo el peso de su cuerpo estaría suspenso de las manos clavadas en el madero si no le quedara un resto de vida, la suficiente para mantenerlo erguido sobre las rodillas rígidas, pero pronto se le acabará, la vida, y continuará la sangre brotándole de la herida del pecho, como que­da dicho. Entre las dos cuñas que aseguran la verticali­dad de la cruz, como ella introducidas en una oscura hendidura del suelo, herida de la tierra no más incurable que cualquier sepultura de hombre, hay una calavera, y también una tibia y un omoplato, pero la calavera es lo que nos importa, porque es eso lo que Gólgota significa, calavera, no parece que una palabra sea lo mismo que la otra, pero alguna diferencia notaríamos entre ellas si en vez de escribir calavera y Gólgota escribiéramos gólgota y Calavera. No se sabe quién puso aquí estos restos y con qué fin lo hizo, si es sólo un irónico y macabro aviso a los infelices supliciados sobre su estado futuro, antes de convertirse en tierra, en polvo, en nada. Hay quien también afirme que éste es el cráneo de Adán, ascendido del negror profundo de las capas geológicas arcaicas, y ahora, porque a ellas no puede volver, condenado eter­namente a tener ante sus ojos la tierra, su único paraíso posible y para siempre perdido. Atrás, en el mismo cam­po donde los jinetes ejecutan su última pirueta, un hom­bre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado. Lle­va en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de la caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apos­taríamos, contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima de una calum­nia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vina­gre a Jesús cuando él pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va, pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los tres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón de que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace la única historia posible.

El Dios crucificado y la abolición del sufrimiento humano, L. Cervantes-O.

22 de abril, 2011


Dios no se hizo hombre según la medida de nuestras ideas de la humanidad. Se hizo hombre como nosotros no queremos serlo, un rechazado, maldecido, crucificado.[1]
J. Moltmann, El Dios crucificado

Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorosa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona.
[2]
José Saramago, El Evangelio según Jesucristo

1. Jesús enfrenta la realidad política
En los dos capítulos que Jn dedica a la Pasión de Jesús (18-19), Jesús enfrenta la situación política en toda su crudeza y realismo. Más allá de cualquier forma de idealismo, literalmente se entrega y “acelera”, por decirlo de algún modo, los sucesos para llegar a los aspectos cruciales de su servicio al mundo. Antes de ser detenido, negocia la liberación de sus seguidores para que su palabra se cumpla (18.8-9) y, con ello, da una muestra de estrategia ante las fuerzas que se le oponen y tratarán de acabar con él. Ya delante de Anás, el sacerdote, fue interrogado acerca de las características doctrinales de su movimiento (18.19) y posteriormente llevado ante Pilato, quien en principio se negó a juzgarlo y dictaminó que se trataba de un asunto meramente religioso (18.31), con lo que este “cambio de jurisdicción” otorga a la historia un sesgo legalista (que sólo variaría la condena de un apedreamiento a la crucifixión), y ante la supuesta renuncia de los judíos a matarlo (18.31), aunque el representante de Roma estaba preocupado por los posibles énfasis nacionalistas del movimiento de Jesús y debido a ello le preguntó abiertamente si era el “rey de los judíos” (18.33). A ese interés materialista, Jesús responde con sus famosas palabras: “Mi reino no es de este mundo” (18.36a), con lo que el texto evangélico traslada la dimensión de los hechos al plano eminentemente teológico y soteriológico. Las respuestas de Jesús a Pilato, ciertamente ambiguas, pero firmes (“Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad”, 18.37: “Aquí tenemos la definición que da el evangelista de la verdadera realeza: ésta es esencialmente la soberanía de la άλήθεία”.
[3]), inquietan más a Pilato, el político y militar profesional, pragmático, y lo orillan a declararlo sin culpa (18.38), pues no toma en serio sus aspiraciones políticas al advertir su orientación meramente “religiosa”, y a proponer la tradicional amnistía para un preso del fuero común, en este caso Barrabás (18.39).
La lección del Cuarto Evangelio, confrontar los sucesos de la Pasión con la realidad política, nos haría ver hoy, como lo hizo, mediante una “lectura secular” de estos días, Adolfo Sánchez Rebolledo al referirse a los nuevos errores y abusos del régimen en cuestión religiosa, nos llevaría a contextualizar esta celebración con un tono distinto, ajeno a la sola repetición de lugares evangélicos comunes y a denunciar, por ejemplo, el uso mediático de las figuras religiosas y la violación flagrante de la laicidad del Estado, por parte del titular del Ejecutivo, para acudir a Roma en los próximos días y congraciarse con la entidad religiosa mayoritaria.
[4] O el grito “¡No más viacrucis!”, de Gabriela Rodríguez, acerca de “la necesidad de exigir a los políticos que separen sus creencias religiosas de su función pública. Porque la mezcla de estas dos esferas es una amenaza para el ejercicio de las libertades de los ciudadanos, en especial de los derechos de las mujeres”.[5]
Ante la negativa de los líderes religiosos, quienes ya habían “levantado” a Jesús y se sentían dueños de su persona, ignorando sus más elementales derechos, para imponer la fuerza de los hechos a causa de su intuición sobre los riesgos políticos de que cobrara más impulso la obra de Jesús en medio del pueblo y esto acarreara una insurrección, reciben el cuerpo torturado del maestro galileo y proceden a asesinarlo con la complicidad romana. Pilato consuma la pantomima de juicio y lo presenta, paródicamente, ante el populacho, como el Hombre (18.5) en un grotesco acto de carnaval (19.5). Todavía entonces Pilato pretende detener el crimen y busca “convencer” a Jesús de algo indefinido, quizá una especie de retractación que, por supuesto, no sucede, y luego, ante la presión abiertamente política de los judíos (“Si lo sueltas, no eres amigo de César”, 18.12), lo vuelve a presentar, ahora como rey (18.14b), lo que desata la ira de los judíos, quienes ahora se confiesan descaradamente como súbditos del invasor (18.15b).
Estamos, pues, ante el desquiciamiento total del derecho, la política y el encadenamiento burdo de las fuerzas oscuras en juego para acabar con la vida de Jesús, pues finalmente es entregado a los judíos, en una nueva renuncia del derecho romano a hacer justicia.

2. La lectura teológica de la cruz de Jesús
Evidentemente, el relato juanino de los sucesos va siendo acompañado de una “lente teológica” que viene al menos desde 12.32-33 (“Y yo, si fuere levantado de la tierra…”), en donde el verbo ύψωθήναί (jupsothenai) significa “crucificar” y “exaltar”, al mismo tiempo. El relato de la crucifixión, en sí, destaca por su sobriedad y su realismo: el verbo levantar se cumple paradigmáticamente y, como advierte Dodd, “el punto más bajo del descenso es ‘exaltación’. […] Así, pues, paradójicamente en un sentido y, sin embargo, no ilógicamente, la muerte de Cristo es a la vez su descenso y su ascenso, su humillación y su exaltación, su vergüenza y su gloria; y esta verdad está simbolizada, para el evangelista, en la forma de su muerte: crucifixión, la muerte más vergonzosa, que es, no obstante, en figura (en cuanto ‘signo’), su elevación-exaltación de la tierra”.
[6] Reiteradamente, el Cuarto Evangelio insiste en esto. El membrete de la cruz en los tres idiomas es una confesión de parte del imperio acerca de quién verdaderamente es rey y un reconocimiento tácito de la injusticia y el remedo de juicio de que Jesús fue objeto. El contubernio criminal entre Roma y la religión judía institucional se ha cumplido. De ahí la inconformidad de los judíos ante el letrero.
Escribe Javier Sicilia, quien ahora mismo está sintiendo lo mismo que el Padre: “Clavado en el madero, Cristo calla./ Su cruz es burda e idéntica a las otras/ donde cuelgan maltrechos dos ladrones./ La barba y el cabello por el polvo,/ la sangre y los sudores se le enredan/ sobre el pecho desnudo. Un estertor/ de muerte lo recorre, mientras busca/ con ansia entre la plebe la mirada/ de aquellos que lo amaron. No hay ninguno./ La mañana es atroz y él está solo/ con el hirviente hierro de los clavos/ (casi no logro distinguir su rostro/ ni sus ásperos rasgos de judío)./ Fatigado se hunde en el desorden/ de sus largos y múltiples recuerdos:/ piensa en el Reino que clamó y lo espera,/ en sus burdos y míseros discípulos/ y en su doctrina del perdón que salva./ El suplicio es atroz y él desespera;/ al dolor de los clavos y del tétanos/ se agrega la tortura del pecado:/ siente en su carne el peso de otra herida/ inmemorial y vasta como el hombre…”.
[7]
Mientras Pilato seguía discutiendo políticamente con los religiosos judíos (19.21-22), al pie de la cruz, los aspectos realistas del relato no pueden pasar desapercibidos para el evangelista: los soldados, fieles a su vocación de rapiña, no dejan siquiera libres las ropas del condenado (19.23-24), pero al lado suyo están, como siempre, las cuatro mujeres (19.25; fielmente retratadas por Durero en su grabado). Es entonces cuando la madre de Jesús y el “discípulo amado” escuchan la palabra sobre ellos (19.26-27), en una especie de atención que legitimará el lugar y el legado del discípulo en cuestión, para, después, solicitar un poco de agua y cumplir la Escritura (Sal 69.21), aunque el vinagre vendría a reforzar la amargura del momento (19.28-29). Finalmente, la última exclamación de Jesús (19.30) refuerza lo dicho en 17.4 (“He acabado la obra que me diste que hiciese”) y declara que su muerte es la consumación del sacrificio, el inicio mismo de la vida eterna. Jesús “entregó su espíritu” (19.30c) y entró a participar del dominio de las tinieblas. Fácticamente, había caído en las garras de los poderes humanos que lo llevaron a la muerte, pero ahora ésta comenzaría a ser invadida por la fuerza de su amor y de su impacto vital.
Sigue Sicilia: “Sabe que su suplicio es casi eterno,/ que no hay consuelo alguno en ese instante./ Han dado ya las tres sobre la cima./ Su espíritu abatido busca al Padre/ que entre las sombras de su fe lo aguarda./ Nadie se ha dado cuenta que ya ha muerto,/ ni sabe de los vínculos secretos/ que en el cosmos su muerte habrá tejido./ El aire huele a sangre y a carroña./ ¿Qué puedo yo decir, que no soy nada,/ yo que gozo en mi vida sus dolores?/ Sólo Dios pudo amarme en esa forma”.
[8]
Judíos y romanos siguen en contubernio, ahora para retirar el cuerpo de Jesús, por motivos disímiles: para los primeros, por motivos rituales, para los segundos, porque el espectáculo había terminado. Sangre y agua salen del cuerpo de Jesús (19.34), con lo que la referencia a 6.55 (beber su sangre) y 7.38 (“de su interior correrán ríos de agua viva”) es inevitable. Los vv. 35-38 introducen la necesaria verificación del testimonio del discípulo que escribe y relaciona, una vez más, su relato con las Escrituras antiguas, en este caso, el Pentateuco, los salmos y el profeta Zacarías, es decir, las tres partes de las mismas. Luego el cadáver es puesto, por sus amigos y seguidores de incógnito (José de Arimatea y Nicodemo), en un sepulcro nuevo (19.38-42). Allí se quedará hasta la resurrección. Pilato autorizó el traslado, pues Roma recuperó la posesión del cuerpo, como “autoridad civil” responsable.
Concluye Sicilia: “Soy del hombre que cuelga en esta tarde/ el clavo de su mano, la derecha;/ soy la lanza, la punta que lo acecha,/ en su carne el flagelo que más arde;/ soy el madero y soy de aquel judío,/ que muere con la tarde, su lamento,/ sus llagas soy, su sed, su amargo aliento,/ su purulenta sangre y su vacío;/ soy la plebe que yede y con su salva/ de befas lo contempla en esta hora/ que es la sexta, la hora más amarga,/ la terrible, la oscura, la que embarga./ Soy lo peor de su muerte ayer y ahora,/ soy su sangre vertida que me salva”.
[9]

3. El Dios crucificado, fundamento radical de la abolición del sufrimiento humano

La verdad por la que mide la fe es la muerte de amor de Dios por el mundo, por la humanidad y por mí, en la noche de la cruz de Jesucristo. Todas las fuentes de la gracia brotan de esta noche: fe, esperanza y caridad. Todo lo que soy, en cuanto soy algo más que un ser caduco desesperanzado, cuyas ilusiones todas aniquila la muerte, lo soy gracias a esta muerte que me abre el acceso a la plenitud de Dios. Yo florezco sobre la tumba de Dios que murió por mí, yo hundo mis raíces en el suelo nutricio de su carne y sangre. El amor que por la fe saco de ahí, no puede consiguientemente ser de otra calidad que de sepultado. Se trata del acontecimiento olvidado del cual brotamos como nueva realidad, como nueva humanidad según la expresión del apóstol.
[10]

Así se expresó el teólogo católico Hans Urs von Balthasar al referirse a la relación que tienen los creyentes con el Dios que asumió la muerte en la cruz de Jesús de Nazaret, pues en efecto, la forma en que Dios estuvo presente en la cruz de su Hijo es la razón de ser de la redención del sufrimiento humano y plantea, de manera efectiva, la posibilidad de su abolición, aun cuando siga presente en el mundo. “Dios elige para trono suyo la cruz de un malhechor, dice Barth”, nos recuerda Moltmann.[11] Los millones de crucificados por la injusticia y la maldad que han seguido a Jesús, testifican de la manera en que Dios debió afrontar la realidad histórica de la muerte en su existencia histórica encarnada. Porque solamente un Dios crucificado puede dar fe con su pasión en la persona de Jesucristo de semejante esfuerzo. La cruz de Jesús, en ese sentido, con toda su carnalidad y atrocidad, es una manifestación sumamente contradictoria, y simultánea, de la injusticia humana y de la disposición de Dios a superarla mediante el mayor de los signos que la historia ha acogido: más allá de cualquier mitología (o mitomanía), fruto de las explicaciones idealizadoras de la cultura, el origen supremo de la vida purga con su acceso a la oscuridad de la nada el sufrimiento humano.
Jürgen Moltmann ha señalado la manera en que la cruz de Jesús revela a un Dios que asume, desde la debilidad y el vacío total, la tarea redentora de la humanidad finita y condenada a la caducidad y el olvido:

La cruz ni se ama ni se puede amar. Y sin embargo, sólo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia al mundo, porque ya no teme la muerte. El Crucificado fue para su tiempo escándalo y necedad. También hoy resulta desfasado ponerlo en el centro de la fe cristiana y de la teología. Con todo, únicamente el recuerdo anticuado de él es el que libera a los hombres del poder de los hechos presentes y de las leyes y coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse. Hoy lo que interesa es que la iglesia y la teología vuelvan a concentrarse en el Cristo crucificado, para demostrar al mundo su libertad, si es que quieren ser lo que dicen de sí mismas, es decir, la iglesia de Cristo y teología cristiana.
[12]

Un proyecto así, auto-crítico, profético y proclamador al mismo tiempo, se atreve a denunciar las tendencias que el propio cristianismo ha tenido siempre de mitigar, por decirlo así, el núcleo duro de su esencia básica, esto es, el abajamiento y la solidaridad radical del Dios bíblico, aquél que no dudó en transformarse en el momento más dramático de la cruz y encarnar en el sufrimiento de Jesús todo el sufrimiento humano de golpe. La intensidad de este sacudimiento intra-teológico partió en dos la historia humana para que este desgarramiento divino incida positivamente en la conciencia y la memoria humana a fin de desterrar, de una vez por todas, el sufrimiento como horizonte de vida. En la cruz nos encontramos con un Dios radicalmente distinto, aquel que no quisiéramos ver jamás: “Quien reconozca a Dios en la bajeza, debilidad y muerte de Cristo, no lo hace en la supremacía y divinidad soñada por el hombre que busca a Dios, sino en la humanidad que él mismo ha abandonado, rechazado y despreciado. Y esto destruye su soñada semejanza con Dios, que lo convirtió en un monstruo, y lo hace volver a su humanidad, que hizo suya el verdadero Dios”.
[13]
Pero lamentablemente, la “domesticación” de que ha sido objeto la cruz es un fenómeno cultural que enajena a la humanidad de su vocación libre para superar la injusticia y la maldad. Porque, como agrega Moltmann, la propia teología tiene una gran responsabilidad:

Hacer hoy teología de la cruz implica sobrepasar la preocupación por la salvación personal, preguntando por la liberación del hombre y su nueva relación con la realidad de los inextricables círculos en su sociedad. ¿Quién es el verdadero hombre a la luz del hijo del hombre rechazado y resurgido para la libertad de Dios?
Realizar hoy teología de la cruz significa, por último, tomar en serio a la teología reformada en sus exigencias crítico-reformadoras, haciendo que sobrepasen la crítica a la iglesia para convertirse en crítica a la sociedad. ¿Qué significa el recuerdo del Dios crucificado en una sociedad oficialmente optimista que camina por encima de muchos cadáveres?
[14]

Y decimos esto, ahora, desde un país que, como nunca antes, enfrenta el golpe brutal de una espiral de violencia que no parece someterse ante nada. Estamos, literalmente, sometidos al imperio de la violencia sin visos de encontrar respuesta y tenemos ante nosotros la “ruta espiritual de la cruz” como una de las pocas alternativas viables para superarla, pues como escribió Albert Camus:

Cristo vino para resolver dos problemas fundamentales: el mal y la muerte, y ambos son los problemas de la rebelión. Su solución consistió, en primer lugar, en cargar con ellos. El hombre-Dios sufre también, y lo hace pacientemente. El mal como la muerte no le pueden ser imputados totalmente, puesto que también él es destrozado y muere. La noche del Gólgota tiene para la historia de los hombres tanta importancia sólo porque la divinidad en su tiniebla experimenta la angustia de la muerte hasta sus últimas consecuencias, incluyendo toda desesperación, renunciando visiblemente a todos los privilegios tradicionales. Así se explica el Lama sabactani y la duda horripilante de Cristo en la agonía. Esta sería fácil, si fuera soportada por la esperanza eterna. Para que Dios sea un hombre, tiene que desesperar.
[15]

Notas

[1] J. Moltmann, El Dios crucificado. La cruz de Cristo como base y crítica de toda teología cristiana. 2ª ed. Salamanca, Sígueme, 1977 (Verdad e imagen, 41), p. 284.
[2] J. Saramago, El evangelio según Jesucristo. Baracelona, Seix-Barral, 1991, p. 13.
[3] C.H. Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, p. 435.
[4] A. Sánchez Rebolledo, “Semana Santa”, en La Jornada, 21 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol. “Ahora Felipe Calderón dice que va a la beatificación de Juan Pablo por no caer en la descortesía de rechazar la invitación, cuando es obvio que se trata de un acto religioso al que asistirá como jefe de Estado y no como el católico practicante cuyas creencias la Constitución protege. […] Pero ésa es la realidad de un Estado frágil, acorralado por los poderes fácticos, casado con sus fabulaciones y, en última instancia, comprometido con un sueño de poder que contradice la historia de los mexicanos por su libertad y emancipación”.
[5] G. Rodríguez, “¡No más viacrucis!”, en La Jornada, 22 de abril de 2011, www.jornada.unam.mx/2011/04/22/index.php?section=opinion&article=016a1pol.
[6] C.H. Dodd, op. cit., pp. 434-435.
[7] J. Sicilia, “Viernes Santo”, en La presencia desierta. Poesía 1982-2004. México, FCE, 2004, p. 86.
[8] Ibid., p. 87.
[9] Ibid., p. 88.
[10] H.U. von Balthasar, El momento del testimonio cristiano, cit. por Hesiquio Bencomo Tervizo, “La Pasión (II)”, en El Diario, Ciudad Juárez, 16 de abril de 2011, www.diario.com.mx/notas.php?f=2011/04/16&id=ce5c7a9692309a462c1fb4ee23c22f09.
[11] J. Moltmann, op. cit., p. 283, n. 16.
[12] Ibid., p. 9.
[13] Ibid., p. 296.
[14] Ibid., p. 13.
[15] Cit. por J. Moltmann, op. cit., p. 318.

Comunión, presencia en el mundo y vida eterna, L. Cervantes-O.

21 de abril, 2011



El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él.
Juan 6.54-56, RVR 1960



1. La Cena, alimento que liga con la vida eterna
Estamos ante el tercer episodio del llamado Libro de los Signos en el Cuarto Evangelio, luego del anterior centrado en la afirmación de que la Palabra da vida (4.46-5.47) y antes de la manifestación y rechazo de la luz y la vida (7-8). La Pascua cristiana es la Santa Cena y en Jn 6 el discurso de Jesús que sigue al relato de la multiplicación de los panes equivale a la institución del sacramento en los evangelios sinópticos. Jn coloca dicha acción en el marco de otra celebración de la Pascua judía (v. 4) y, con ello, distiende, por así decirlo, el ambiente, para dejar lugar a los discursos que aparecen entre los capítulos 13 y 17, en los que se ocupa de diversos temas, todos ellos relevantes para las comunidades agrupadas alrededor del llamado “Discípulo Amado”: su separación del mundo, presencia y acción del Espíritu, la vid verdadera y los pámpanos, y finalmente la llamada “oración intercesoria”, entre otros. Con sus afirmaciones sobre “el pan de vida”, aplicadas a Jesús, el texto explica lo sucedido a partir del reconocimiento popular como “el profeta que había de venir al mundo” (6.14b). La explicación es precedida por otro signo visible cuando Jesús camina sobre el mar y se reencuentra con los discípulos (vv. 16-21).
El diálogo con la gente parte de del reproche que Jesús hace acerca de la verdadera razón de su seguimiento, saciar su hambre física, y cuando le preguntan sobre qué deben hacer “para poner por obra la voluntad de Dios” (v. 28), él se remite a su persona, a lo que le reviran solicitando una señal, un signo más para poder creer, es decir, mediante la típica actitud judía, y lo remiten a la historia del maná, aludiendo a la expectación escatológica, y suponiendo que se refería a ella al hablar de “la comida que a vida eterna permanece” (v. 27). Jesús, entonces, afirma que Moisés no le dio al pueblo “pan del cielo”, el que ahora él ofrece al mundo. Según explica Croatto:

Jn 6 explora en las tradiciones del éxodo y del desierto, donde la figura de Moisés es protagónica, para releerlas creativamente en función de Jesús. Para el autor del cuarto evangelio no se trata de un juego de asociaciones puramente literarias. En toda esta obra se decide la fe en Jesús como nuevo Moisés (lo que implica reemplazar al primero). No es la Ley antigua, del que Moisés fue mediador, el “verdadero” pan del cielo, sino la nueva Palabra del Padre mediada por Jesús, más aún: que es “carne” (1.14), o sea, él mismo.
[1]

De esta manera, el don escatológico de la vida eterna se hace realidad a partir del modelo histórico de Moisés en el desierto, asociado a la libertad, cuando el pueblo recibió ese gran alimento de Dios, pero el cual se vería superado por la oferta de Jesús de comer su carne y beber su sangre de manera eucarística, sacramental:

El contraste se hace ahora explícito. El maná no es alimento de vida eterna: los que comieron de él murieron. Los que comen el Pan que es Cristo no mueren nunca. Él no sólo es el dador del ‘alimento que permanece para la vida eterna’: él mismo es el pan. […]
Cristo da algo mejor que el maná: el pan de vida; más que esto: él es pan de vida. Él es el “que da la vida”. La unión con él es vida eterna. […] La muchedumbre se “escandaliza”; los Doce confiesan que Jesús no sólo es el Santo de Dios (o el Mesías), sino también aquél cuyas palabras comunican “vida eterna”.
[2]

2. La comunión con Jesucristo en el mundo y la vida eterna


Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo.
Juan 17.18



Luego de la resonante conclusión de 16.33 (“¡Ánimo! Yo he vencido al mundo”), sigue una oración que recoge buena parte de lo dicho tanto en el Libro de los Signos como en el discurso de despedida y presupone la imagen total de Jesús y de su obra con la que nos ha querido familiarizar el Cuarto Evangelio. “Tras unas palabras que colocan la oración en el momento supremo del cumplimiento […], el exordio (17.1-5) enuncia la comisión recibida por Cristo (‘poder sobre toda carne para que… les dé vida eterna’) y narra su plena realización […] para la gloria mutua del Padre y del Hijo”. [3] Los siguientes versículos (6-8) repasan el ministerio de Jesús y sus resultados: ha dado a conocer el nombre de Dios y su naturaleza a los discípulos, y ellos han recibido el mensaje, habiendo alcanzado la fe y el conocimiento. La parte nuclear de la oración (vv. 9-19) contempla a los discípulos en su situación en el mundo luego de la partida de Jesús (“ya no estoy en el mundo, pero ellos siguen ahí”), son comisionados para continuar su obra (v. 18) y, además, expuestos al odio y rechazo que lo llevó a él a la cruz (v. 14). Pide que sean guardados en nombre de Dios (v. 11), preservados del mal (v. 15) y santificados en la verdad (v. 19), para que sean uno (v. 11) y experimenten un gozo pleno (v. 13). Finalmente, el horizonte de la oración se ensancha hasta incluir a los creyentes del futuro (vv. 20-26). “Cristo pide que todos puedan ser llevados a la unidad perfecta de la vida divina según es compartida por el Padre y el Hijo. Así, Cristo se manifestará al mundo, y los suyos estarán con él, tendrán la visión de la gloria de Dios y experimentarán el amor divino en su plenitud.
Acaso uno de los aspectos más conocidos pero menos comprendidos de esta oración sea el tipo de espiritualidad que debe producir el hecho de seguir, como creyentes, en medio del mundo y sus contradicciones. Porque acaso, también, se ha interpretado de una manera muy limitada y unilateral la oposición y las advertencias que el Cuarto Evangelio lanza hacia lo que representa el mundo como tal, que desea imponerse sobre la conciencia de las personas para pensar y actuar según sus categorías culturales y espirituales. Como resume Hinkelammert: “Si el mundo quiere que se sea del mundo, el mundo tiene imperativos, a los cuales exige obediencia. El mundo quiere algo y lo impone. A los ojos de Jesús, estos imperativos del mundo son el pecado. Aunque el ser humano esté en el mundo, no debe ser del mundo, es decir, no debe someterse a sus imperativos”.
[4] He ahí el desafío vivir en el mundo, conociendo y criticando su modo de pensar, pero sin someterse a él, experimentando una alternativa auténticamente espiritual de vida.
Releyendo a Bonhoeffer precisamente en esta orientación “múndica” de la espiritualidad cristiana, Falcke ha señalado:

Pero ésta fue una espiritualidad de una celda de prisión, no de una celda conventual. Fue una piedad vivida en medio del mundo, en medio de las crisis políticas ardientes de nuestro tiempo. Fue una persona en oración que, arriesgando la totalidad de su existencia, se tuvo que "arrojar en los brazos de Dios". Esta fue la espiritualidad del discipulado, es decir, de la "costosa", no de la “gracia barata”. Podemos aprender de Bonhoeffer que la espiritualidad no es algo que se prescribirse para sentirse bien, o algo que puede adquirirse en unas semanas de retiro para ponerse en forma. Esas actividades pueden ser útiles y buenas, pero la espiritualidad que proviene del sanctus spiritus, el Espíritu de Cristo, es de una dimensión completamente distinta. Esta espiritualidad habla de esa búsqueda religiosa que vemos hoy por todas partes. Esta búsqueda es evidente en la amplia recepción del poema de Bonhoeffer. Pero esta clase de espiritualidad coloca la búsqueda en su profundidad y su verdad, y en llevarla hacia un profundo proceso de autocrítica y renovación.
[5]


Notas


[1] J.S. Croatto, “Jesús a la luz de las tradiciones del Éxodo. (La oposición Moisés-Jesús en Juan 6)”, en RIBLA, núm. 17, www.claiweb.org/ribla/ribla17/2%20croatto.htm.
[2] C.H. Dodd, Interpretación del Cuarto Evangelio. Madrid, Cristiandad, 1978, pp. 339, 345.
[3] C.H. Dodd, op. cit., p. 416.
[4] F. Hinkelammert, El grito del sujeto. Del teatro-mundo del Evangelio de Juan al perro-mundo de la globalización. San José, DEI, 1998, p. 26. Descargable en: www.pensamientocritico.info/libros/libros-de-franz-hinkelammert.html?start=5.
[5] Heino Falcke, “‘My’ Bonhoeffer: Discipleship, peace, freedom”, en The Ecumenical Review, Consejo Mundial de Iglesias, vol. 63, núm. 1, marzo de 2011, p. 117, http://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1111/j.1758-6623.2010.00099.x/pdf. Versión: LC-O.

El Espíritu anunciado por Jesús: guía hacia la verdad, Lic. Raúl Méndez Y.

20 de abril, 2011

El gozo de Jesús en el mundo: la obediencia al Padre, A.I. Edith Martínez V.

19 de abril, 2011

La humildad de Jesús y el anuncio de la traición, A.I. Ricardo Ruiz O.

18 de abril de 2011

Parecería fácil resaltar la humildad de Jesús habiendo tanta información de su ministerio y de sus actos en la escritura en viva voz de él, pero debemos rogar al Espíritu de Dios que nos guie para hacerlo con toda reverencia, sencillez y espiritualidad, tal y como es característico en él, por eso hermanos primeramente revisaremos las distintas formas y conceptos en que es definida la humildad y aplicada en la persona de Jesús, como se percibía en el Antiguo Testamento desde la perspectiva de la cual nació y fue formado y educado. Observaremos en el Nuevo Testamento para qué daba Jesús testimonio de su humildad con sus actos a sus discípulos, qué perseguía con esto y concluiremos mostrando cuáles son los valores del Reino al que pertenecemos y cuál es nuestro papel dentro de ese reino.

La humildad tiene como fin principal someternos a Dios, Jesús es la máxima expresión de humildad y testimonio para nosotros, en su oración nos muestra la total sujeción al Padre: “En aquel momento Jesús lleno del Espíritu Santo, exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los sencillos y a los pequeños. Sí, Padre, así ha sido tu beneplácito” (Mt 11.25, Lc 10.21, Dios Habla Hoy). “Pero no podemos olvidar que para crecer en la humildad necesitamos la humillación ante nuestro Dios. El que es humilde reconoce que ha recibido de Dios todo lo que es y tiene (1 Cor 4.7); que él es nada sin Dios (Gál 6.3); que todo le viene de Dios y sólo en Él lo puede todo (Jn 15.5)”.[1]

“Han vivido muchos hombres muy buenos en el mundo, pero ninguno ha sido perfecto como Jesús, pues cada hombre que ha vivido ha pecado. Todos los santos que están en la gloria pecaron, pero en Jesús no hubo pecado. El pecado separa de Dios; mas Jesús gozó de comunión inquebrantable con el Padre porque no pecó. Ningún hombre puede decir que Jesús habló, pensó, o se portó en forma pecaminosa”.[2] Tenemos que inclinarnos juntamente con Pilato ante la vida intachable de Jesús y decir: "Ninguna culpa hallo en este hombre." (Lc 23:4).
Traducción de varios términos hebreos de humildad: anara, “aflicción, mansedumbre”; daka, “ser rebajado, herido”; shaja, “inclinarse”; kama, “ser o llegar a ser humilde”.
[3] Del griego: tapeinos, “bajeza, humillación delante de Dios, lo único que puede coadyuvar a”; kénosis, “tener una buena relación con Dios y por ende con el prójimo”.
Desde la perspectiva del Antiguo Testamento este término se refiere en la mayoría de los casos al pobre, al oprimido o afligido. 1 S 2.7: “El Señor nos hace pobres o ricos: nos hace caer y nos levanta”. 2 S 22.28: “Tú salvas a los humildes, pero te fijas en los orgullosos y los humillas”; ubica al hombre en su precariedad y lo insignificante de su vida, Ex 10.3: “Moisés y Aarón fueron a ver al faraón y le dijeron: ‘Así dice el Señor, el Dios de los hebreos: ¿hasta cuándo te negarás a humillarte delante de mí? Deja ir a mi pueblo, para que me adore”; pone a prueba la fidelidad del hombre y le muestra su insensatez: Dt 8.2: “Acuérdense de todo el camino que el Señor su Dios les hizo recorrer en el desierto durante cuarenta años, para humillarlos y ponerlos a prueba, a fin de conocer sus pensamientos y saber si iban a cumplir o no sus mandamientos”; nos enseña que todas las cosas provienen de él y que dependemos solo de él: Jer 9.23-24: “El Señor dice: ‘Que no se enorgullezca el sabio de ser sabio, ni el poderoso de su poder, ni el rico de su riqueza’”. También nos enseña que sólo obedeciendo con humildad y confiando en su justicia podemos agradarlo y estar en comunión con él: Sof 2.3: “Busquen al Señor todos ustedes, los humildes de este mundo, los que obedecen sus mandatos. Actúen con rectitud y humildad, y quizás así encontrarán refugio en el día de la ira del Señor”; 3.12: “Yo dejaré en ti gente humilde y sencilla, que pondrá su confianza en mi nombre”; Miq 6.8: “El Señor ya te ha dicho: ‘Oh hombre, en qué consiste lo bueno y qué es lo que él espera de ti: que hagas justicia, que seas fiel y leal y que obedezcas humildemente a tu Dios’”.
En los Salmos, humilde es el prototipo del varón piadoso: Sal 22: 24 Pues el no desprecia ni pasa por alto el sufrimiento de los pobres, ni se esconde de ellos. El los oye cuando le piden ayuda, Coman ustedes los oprimidos, hasta que estén satisfechos; alaben al Señor, ustedes que lo buscan y vivan muchos años; 25: 8-9 El Señor es bueno y justo, él corrige la conducta de los pecadores y guía por su camino a los humildes; los instruye en la justicia.[4]
Jesús había recibido todas estas enseñanzas, pues así había sido educado por sus padres, y el Espíritu Santo vino a él para fortalecerlo y confirmar lo que el Padre esperaba de él, luego entonces Jesús no tenía el concepto de humildad únicamente orientado al ser pobre, afligido, oprimido, relegado, sino que iba mas allá, abarcando todos los enfoques de humildad que hemos descrito.
Mientras el Nuevo Testamento recoge la noción del A.T., Jesús describe ampliamente en diferentes casos la gran variedad de aplicaciones que tiene la palabra humildad, en Mt 5.5: “Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra prometida”; Mt 23.12: “Porque el que a sí mismo se engrandece, será humillado; y el que se humilla será engrandecido”; Lc 1.52: “Derribó a los reyes de sus tronos y puso en alto a los humildes”; Mt 11.29-30: “Acepten el yugo que les pongo, y aprendan de mí, que soy paciente y de corazón humilde; así encontrarán descanso. Porque el yugo que les pongo y la carga que les doy a llevar son ligeros”; Mt 18.4: “El más importante en el reino de los cielos es el que se humilla y se vuelve como este niño”.
[5]
Pone como modelo de humildad a los niños en el sentido de que tienen siempre una actitud ausente de malicia, pero de confianza total fundada en su inocencia y reflejada en una mansa obediencia. Se debe anteponer el propio prestigio para no tenerse en más alto concepto que nuestro prójimo.
No menos importante es lo que nos enseña en la entrada triunfal a Jerusalén, adonde lo vemos nuevamente haciendo gala de la humildad que lo caracterizaba, pues entra montando un pollino, el animalito más insignificante en cuanto a sus cualidades estéticas y bélicas, pero el más humilde, manso y dispuesto para el trabajo, por eso era valioso para Jesús y por eso lo prefirió para que llevara sobre él al Rey de Reyes.
El apóstol Pablo nos previene para hacer buen uso de los dones y talentos que nos da el Espíritu Santo y así ser cuidadosos y no caer en tentaciones humanas que destruyan su iglesia la dividan. Debemos pensar siempre en ser humildes y respetuosos del liderazgo que Dios ha otorgado a los demás y no querer imponer nuestra voluntad sobre la de todos o, peor aún, manipularlos para buscar beneficios propios, porque hasta podemos estar luchando contra Dios, destruyendo lo que él está formando en su Iglesia para la honra y gloria de su nombre. Podemos concluir diciendo que

Jesús, en el lavatorio de los pies, ha querido resumir todo el sentido de su vida, [como queriendo decir a los suyos: “Les he dado ejemplo, para que también ustedes hagan como yo he hecho”], para que quedara bien grabado en la memoria de sus discípulos. El gesto del lavatorio de los pies, puesto como conclusión de los evangelios, expresa que toda la vida de Jesús, desde el principio hasta el final, fue un servir con humildad a los hombres, porque Cristo “había venido, no a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).
[6]

Porque […] los siervos de Dios predican a veces hasta que su propia complacencia les dice que han estado muy elocuentes y poderosos, y que por sus palabras los hombres serán salvos; pero no hay ninguna promesa de que veamos a los hombres reunidos en Cristo en el día de […] [su] poder. También hay veces en que la gente parece mostrar gran empeño en buscar a Dios y gran interés por escuchar; pero tampoco existe ninguna promesa de que simplemente cuando haya más o menos excitación, cuando parezca que hay poder en la criatura, vaya a ser el día de la cosecha del Señor. Será "en el día de Su poder", no del poder del ministro o de los oyentes. El día del poder de Dios, ¿cuándo será? Creemos que cuando el Señor derrame su propio poder sobre el ministro de forma tal, que los hijos de Dios sean reunidos [ ] [para predicar el evangelio].
[7]

Rom 12.16: “Vivan en armonía unos con otros. No sean orgullosos, sino pónganse a nivel de los humildes. No presuman de sabios”; Fil 2.3-4: “No hagan nada por rivalidad o por orgullo, sino con humildad, y que cada uno considere a los demás como mejor que él mismo, ninguno busque únicamente su propio bien, sino también el bien de los otros”. Pero sin utilizar una humildad simulada, fingida, una falsa modestia para parecer frente a los demás una persona humilde, sencilla, mansa, dispuesta. Es común que como humanos ante la impotencia que experimentamos al intentar con base en nuestras propias fuerzas ser humildes, no lográndolo, hasta aprendemos a manejar la falsa modestia, la humildad fingida en lugar de clamar a Dios mostrándole nuestra debilidad y falta de fortaleza para lograrlo.
Pero, cuidado hermanos, porque Jesús habló muy claro sobre este tipo de hipocresía en Ap 3:15-16: “Yo sé todo lo que haces, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”; 1 Tim 6.20-21: “Timoteo, cuida bien lo que se te ha confiado. No escuches palabrerías mundanas y vacías, ni los argumentos que opone el falsamente llamado conocimiento de la verdad; pues algunos que profesan esa clase de conocimiento, se han desviado de la fe”; Col 2.8: “Tengan cuidado: no se dejen llevar por quienes los quieren engañar con teorías y argumentos falsos, pues ellos no se apoyan en Cristo, sino en las tradiciones de los hombres, y en los poderes que dominan este mundo ; 2.18: “No dejen que los condenen esos que se hacen pasar por muy humildes y que dan culto a los ángeles, que pretenden tener visiones y que se hinchan de orgullo a causa de sus pensamientos humanos”; 3.12-13: “Dios los ama a ustedes y los ha escogido para que pertenezcan al pueblo santo, revístanse de sentimientos de compasión, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia. Sopórtense unos a otros, y perdónense si alguno tiene queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes”.
Jesús es el icono por excelencia e inigualable prototipo de la humildad; que si tuviéramos que definirlo con sinónimos humanos en nuestro idioma diríamos que es: sencillo, natural, transparente, ingenuo, puro, sobrio, llano, austero, franco, sincero, sin doblez, espontáneo, modesto, directo, inocente, cándido, fácil, claro, evidente, limpio, que se rebaja voluntariamente y estos adjetivos aunque representen humanamente un gran valor en una persona no dejarían de ser mundanos, resultarían muy poca cosa para valorar su humildad, la cual es acompañada, dirigida por el Espíritu Santo y por lo tanto llena de espiritualidad, radiante de la presencia de Dios ante los ojos de quienes presenciaron los actos de Jesús.
Porque enseña con una sencillez exquisita a sus discípulos que aquel que deseara ser el mayor en el reino debía ser el primero en servir a los demás y decide, momentos antes de instaurar el sacramento de la Santa Cena, en un acto por demás portentoso de humildad, lavar los pies a sus discípulos para que ellos entendieran que el reino del que él les hablaba no era un reino material, carnal, mundano, ni de intereses políticos, sino espiritual divino, celestial. Les mostró que no debían desgastarse en discutir quien sería el de mayor cargo en su reino, sino que debían enfocar su atención en servir a los demás, obrando y cuidando que obraran con justicia, sirviéndole con fidelidad, dando testimonio en su vida cotidiana de todo lo que él les había enseñado y haciendo misericordia con quienes les rodeaban.
Pero todo esto que nos ha permitido comprobar que Jesús vivía la humildad, cómo esta palabra tomaba vida en él, ahora debemos reconocer que aún no es suficiente, si lo comparamos con la mayor muestra de humildad que se le puede reconocer; él se la guarda, no la destaca, no hace alarde, por el contrario deja que pase desapercibida a los ojos de sus discípulos y a lo escrito en los evangelios y prefiere que cada uno de ellos y nosotros la descubramos y nos sea revelada por el Espíritu justo al momento de nuestra conversión. De ese tamaño era la humildad de Jesús, y nos referimos a su perfecta obediencia en la entrega de su sacrificio por nosotros. No hizo alarde de su categoría de Dios, es decir, no hizo que lo tratasen como Dios, al contrario de Adán, quien sin ser Dios, quiso ser como Dios, quiso ser tratado como Dios.
Volvamos a la escena de la cena, pues aunque celebraban la Pascua él no ahondó en lo que significaba, aunque si bien es cierto les enseñó simbolizando con los frutos de la tierra que el trigo en forma de pan representaba su cuerpo, y que la vid (el vino) representaba su sangre, prefirió dejar al tiempo y al Espíritu que ellos nos lo revelaran en su momento. Esta es la clase de rey que los discípulos tenían enfrente en ese momento, lo cual los desconcertaba enormemente y para su mala fortuna no lo comprendieron.
Por último, también es de resaltar la humildad que expresa su comportamiento ante el traidor en la cena, ante aquel que habría de entregarlo a la muerte por 30 monedas de plata, pues él sabía perfectamente lo que le esperaba y que el mismo tenía que escoger a su delator. Jn 6:64: “Pero todavía hay algunos de ustedes que no creen. Es que Jesús sabía desde el principio quienes eran los que no creían, y quien era el que lo iba a traicionar. Jesús les contestó: ‘¿No los he escogido yo a ustedes doce? Sin embargo uno de ustedes es un diablo’”.

El tema del traidor que ensombreció la Cena es tratado distintamente por los evangelistas, a excepción de Lucas que la omite. El Señor predice tres veces el hecho en términos generales, pero la entrega del pan mojado que Jesús hace a Judas, señal de distinción especial, entendida por Juan y posiblemente por Pedro) suele interpretarse como una última apelación a la conciencia del traidor y cuando Judas hace caso omiso, falla esto y Jesús le conseja rapidez en la ejecución del plan funesto.
[…]
[Los móviles de Judas según su trayectoria] ofrecen uno de los misterios más profundos de la Biblia.


1. [Podemos] suponer que Judas fue atraído por Jesús y le confesó [junto] con los demás como Mesías.
2. [Resulta] difícil creer que Judas se hubiera rendido personalmente al Señor, ya que Cristo lo llama (instrumento del) diablo (Jn 6.70) […].
3. La participación de Judas en el ministerio de los doce corresponde a un acto soberano de Dios […], [Judas] es el apóstata que profesa la verdad que traiciona deliberadamente, y Jesús no lo ignora (Jn 6.64).
4. El idealismo mesiánico de Judas pudo ser real, pero, al ver que el maestro excitaba el antagonismo de los líderes de la nación, su mente sin regenerar [ni entender] no veía solución.Por fin Judas, satánicamente inspirado, codicia hasta el dinero.
5. Su “arrepentimiento” fue metámeleia, “cambio de parecer”, y no metnoia´, “cambio de mente (o corazón)” […] La elección de Judas como instrumento predeterminado para el plan divino (Hch 2.23) no le excusa de su delito, ya que, si se hubiera humillado ante Dios, [al escuchar la voz de Jesús] se habría salvado y Dios habría utilizado otros medios.
[8]

Fil 2.5-11:

Tengan unos con otros la manera de pensar propia de quien está unido a Cristo Jesús, el cual: Aunque existía con el mismo ser de Dios, no se aferro a su igualdad con él, sino que renuncio a lo que era suyo y tomo naturaleza de siervo. Haciéndose como todos los hombres y presentándose como un hombre cualquiera, se humillo a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz. Por eso Dios le dio el más alto honor y el más excelente de todos los nombres, para que, ante ese nombre concedido a Jesús, todos doblen las rodillas en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra y todos reconozcan que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”.

Y entonces aparece la pregunta: Jesús, ¿dónde está tu pueblo? Porque un rey no es rey sin súbditos. El titulo más alto de la dignidad real no es sino vaciedad si carece de súbditos que sean su complemento. ¿Dónde, pues, encontrará Cristo aquellos que serán la plenitud del que es el todo en todos?
Nuestra gran ansiedad no es por saber si Cristo es rey o no ya que sabemos que lo es, nuestra ansiedad es por sus súbditos. Frecuentemente nos preguntamos: “¡Oh, Señor!, ¿dónde encontraremos tus súbditos?”. Cuando hemos predicado a corazones endurecidos y profetizado a huesos secos, nuestra incredulidad dice a veces: “¿dónde encontraremos gentes que sean los súbditos del reino? ¿Donde encontraremos a los que tomaron su cruz y te siguieron mostrando su fe en ti con sus obras, cuántos siguieron tus enseñanzas y mostraron al mundo que verdaderamente resucitaste y ahora moras en cada uno de ellos, para que el mundo te vea a través de sus actos?”. Parecería que nuestras conciencias llamaran nuestra atención para preguntarnos: “¿cuánto y cómo he servido en el reino de Dios desde que soy su súbdito?”.
Todos nuestros temores se alejan con este salmo 110: “Tu pueblo lo será de buena voluntad en el día de tu poder, en la hermosura de la santidad desde el seno de la aurora”, y por la promesa de: "Tienes tú el rocío de tu juventud". Estos pensamientos están aquí para aliviar la ansiedad de los creyentes, y para hacerles ver cómo Cristo es y será efectivamente Rey y nunca le faltarán multitudes de súbditos.
[9]

(Versión revisada)

Notas

[1] “La humildad de Jesús”, en http://dioscuidadeti.ning.com/forum/topics/la-humildad-de-jesus.
[2] “Quién es Cristo Jesús” (1), en www.tusermon.com/sermones/sermones-doctrinales/quien-es-cristo-jesus-1.html.
[3] “El Señor Jesús es el ejemplo de la humildad”, en http://ministeriovidayrestauracioncarcelaria.blogspot.com/2010/08/el-senor-jesus-es-el-ejemplo-de-la.html.
[4] "Humildad", en W.M. Nelson, ed., Diccionario ilustrado de la Biblia. Nashville-Miami, Thomas M. Nelson, 1977, nueva edición, p. 292.
[5] Idem.
[6] “La humildad de Jesús”, en Alimento del alma, http://fraynelson.com/blog/2009/05/24/la-humildad-de-jesus.
[7] C.H. Spurgeon, “Pueblo involuntario y un caudillo inmutable”, en www.tusermon.com/sermones/sermones-clasicos/pueblo-voluntario-y-un-caudillo-inmutable.html. Énfasis agregado.
[8] “Judas”, en W.M. Nelson, op. cit., p. 353. Entre corchetes, texto agregado a la cita.
[9] C.H. Spurgeon, op. cit., también como “Un pueblo dispuesto y un líder inmutable, en www.spurgeon.com.mx/sermon74.html.

Apocalipsis 1.9, L. Cervantes-O.

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