EL ESPÍRITU DE JESÚS
José Antonio Pagola
Jesús apareció en Galilea cuando el pueblo judío vivía una profunda crisis religiosa. Llevaban mucho tiempo sintiendo la lejanía de Dios. Los cielos estaban “cerrados”. Una especie de muro invisible parecía impedir la comunicación de Dios con su pueblo. Nadie era capaz de escuchar su voz. Ya no había profetas. Nadie hablaba impulsado por su Espíritu.
Lo más duro era esa sensación de que Dios los había olvidado. Ya no le preocupaban los problemas de Israel. ¿Por qué permanecía oculto? ¿Por qué estaba tan lejos? Seguramente muchos recordaban la ardiente oración de un antiguo profeta que oraba así a Dios: “Ojalá rasgaras el cielo y bajases”.
Los primeros que escucharon el evangelio de Marcos tuvieron que quedar sorprendidos. Según su relato, al salir de las aguas del Jordán, después de ser bautizado, Jesús “vio rasgarse el cielo” y experimentó que “el Espíritu de Dios bajaba sobre él”. Por fin era posible el encuentro con Dios. Sobre la tierra caminaba un hombre lleno del Espíritu de Dios. Se llamaba Jesús y venía de Nazaret. Ese Espíritu que desciende sobre él es el aliento de Dios que crea la vida, la fuerza que renueva y cura a los vivientes, el amor que lo transforma todo. Por eso Jesús se dedica a liberar la vida, a curarla y hacerla más humana. Los primeros cristianos no quisieron ser confundidos con los discípulos del Bautista. Ellos se sentían bautizados por Jesús con su Espíritu.
Sin ese Espíritu todo se apaga en el cristianismo. La confianza en Dios desaparece. La fe se debilita. Jesús queda reducido a un personaje del pasado, el Evangelio se convierte en letra muerta. El amor se enfría y la Iglesia no pasa de ser una institución religiosa más. Sin el Espíritu de Jesús, la libertad se ahoga, la alegría se apaga, la celebración se convierte en costumbre, la comunión se resquebraja. Sin el Espíritu la misión se olvida, la esperanza muere, los miedos crecen, el seguimiento a Jesús termina en mediocridad religiosa.
Nuestro mayor problema es el olvido de Jesús y el descuido de su Espíritu. Es un error pretender lograr con organización, trabajo, devociones o estrategias diversas lo que solo puede nacer del Espíritu. Hemos de volver a la raíz, recuperar el Evangelio en toda su frescura y verdad, bautizarnos con el Espíritu de Jesús:
No nos hemos de engañar. Si no nos dejamos reavivar y recrear por ese Espíritu, los cristianos no tenemos nada importante que aportar a la sociedad actual tan vacía de interioridad, tan incapacitada para el amor solidario y tan necesitada de esperanza.
SOBRE EL SACERDOCIO DE TODOS LOS CREYENTES
Martín Lutero
A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca del mejoramiento del Estado cristiano (1520)
[…] Se ha establecido que el Papa, los obispos, los sacerdotes y los monjes sean llamados el estado eclesiástico; y los príncipes, los señores, los artesanos y los agricultores, el estado secular. Es una mentira sutil y un engaño. Que nadie se asuste y esto por la consiguiente causa: todos los cristianos son en verdad de estado eclesiástico y entre ellos no hay distingo, sino sólo a causa del ministerio, como Pablo dice que todos somos un cuerpo, pero que cada miembro tiene su función propia con la cual sirve a los restantes. Esto resulta del hecho de que tenemos un solo bautismo, un Evangelio, una fe y somos cristianos iguales, puesto que el bautismo, el Evangelio y la fe de por sí solas hacen eclesiástico y pueblo cristiano. El hecho de que el Papa o el obispo unja, tonsure, ordene, consagre y vista de otro modo que los laicos, puede hacer un hipócrita y falso sacerdote, pero jamás hace a un cristiano o a un hombre espiritual. Según ello, por el bautismo todos somos ordenados sacerdotes, como San Pedro dice: "Vosotros sois un sacerdocio real y un reino sacerdotal". Y en el Apocalipsis 20: "Y por tu sangre nos has hecho sacerdotes y reyes". Si en nosotros no hubiera una ordenación más alta que la que da el Papa u obispo, por la ordenación del Papa y obispo jamás se haría un sacerdote, tampoco podría celebrar misa, predicar y absolver.
En consecuencia, la ordenación por parte del obispo no es otra cosa que tomar a uno de entre la multitud en el lugar y por representación de toda la comunidad —puesto que todos tienen el mismo poder— y mandarle ejercer ese mismo poder por los demás. Es como si diez hombres, hijos del rey y herederos iguales, eligiesen a uno para administrar la herencia por ellos. Todos siempre seguirían siendo reyes y tendrían el mismo poder. No obstante, a uno se le manda gobernar. Y lo diré en forma aún más clara: si un número de buenos laicos cristianos fueran hechos prisioneros y llevados a un desierto, sin que hubiese entre ellos un sacerdote ordenado por un obispo, y poniéndose de acuerdo eligiesen a uno de ellos —esté casado o no— y le encomendasen el ministerio de bautizar, de celebrar misa, de ab-solver y de predicar, éste sería verdaderamente sacerdote, como si todos los papas y obispos lo hubieran ordenado. Por esto, en caso de necesidad cualquiera puede bautizar y absolver, lo cual no sería posible si no fuésemos todos sacerdotes. Esta gran gracia y poder del bautismo y del estado cristiano, fueron aniquilados y anulados completamente por medio del derecho canónico. De esta manera, en tiempos pasados, los cristianos elegían de entre la multitud a sus obispos y sus sacerdotes, los cuales eran confirmados después por otros obispos sin nada del lucimiento que ahora es de uso. Así llegaron a ser obispos San Agustín, Ambrosio y Cipriano.
Como el poder secular ha sido bautizado como nosotros y tiene el mismo credo y evangelio, debemos admitir que sus representantes sean sacerdotes y obispos que consideran su ministerio como un cargo que pertenece a la comunidad cristiana y le debe ser útil. Pues el que ha salido del agua bautismal puede gloriarse de haber sido ordenado sacerdote, obispo y papa, si bien no le corresponde a cualquiera desempeñar tal ministerio. Como todos somos igualmente sacerdotes, nadie debe darse importancia a sí mismo ni atreverse a hacer sin nuestra autorización y elección aquello en lo cual todos tenemos el mismo poder, porque lo que es común, nadie puede arrogárselo sin autorización y orden de la comunidad. Y donde sucediera que alguien, electo para tal ministerio, fuera destituido por abuso, esta persona sería igual que antes. Por ello; un estado sacerdotal no debería ser otra cosa en la cristiandad que el de un funcionario público. Mientras ejerza la función, manda. Si fuera destituido, sería labrador o ciudadano como los demás. Por tanto, un sacerdote ya no es sacerdote en verdad cuando, lo destituyen. Mas ahora han inventado caracteres indelebles y parlotean que un sacerdote destituido es, no obstante, una cosa distinta que un simple laico. Hasta sueñan con que un sacerdote jamás puede ser otra cosa que sacerdote. No puede volverse lego. Empero todo esto es sólo habladuría y ley inventada por el hombre.
De ello resulta que los laicos, los sacerdotes, los príncipes, los obispos y, como dicen, los "eclesiásticos" y los "seculares" en el fondo sólo se distinguen por la función u obra y no por el estado, puesto que todos son de estado eclesiástico, verdaderos sacerdotes, obispos y papas, pero no todos hacen la misma obra, como tampoco los sacerdotes y monjes no tienen todos el mismo oficio. Y esto lo dicen San Pablo y Pedro, como manifesté anteriormente, que todos somos un cuerpo cuya cabeza es Jesucristo, y cada uno es miembro del otro. Cristo no tiene dos cuerpos ni dos clases de cuerpos, el uno eclesiástico y el otro secular. Es una sola cabeza, y ésta tiene un solo cuerpo.
Del mismo modo, los que ahora se llaman eclesiásticos o sacerdotes, obispos o papas, no se distinguen de los demás cristianos más amplia y dignamente que por el hecho de que deben administrar la palabra de Dios y los sacramentos. Esta es su obra y función. Así la autoridad secular tiene en la mano la espada y el azote para castigar a los malos y proteger a los buenos. Un zapatero, un herrero y un labrador tienen cada uno la función y la obra de su oficio. No obstante, todos son igualmente sacerdotes y obispos ordenados, y cada cual con su función u obra útil y servicial al otro, de modo que de varias obras , todas están dirigidas hacía una comunidad para favorecer al cuerpo y al alma, lo mismo que los miembros del cuerpo todos sirven el uno al otro.
Ahora mira con qué espíritu cristiano se ha establecido y afirmado, que la autoridad secular no esté por encima del clero ni que deba castigarlo. Esto significaría que la mano no debe hacer nada cuando el ojo sufre gravemente. ¿Acaso no es antinatural, por no decir anticristiano, que un miembro deba ayudar al otro e impedir que se corrompa? Cuanto más noble es el miembro, con tanto mayor ahínco deben ayudarlo los demás. Por ello digo: como la autoridad ha sido instituida por Dios para castigar a los malos y proteger a los buenos, se le debe dar la libertad para su función, a fin de actuar sin obstáculos dentro de todo el cuerpo de la cristiandad sin mirar a la persona, aunque caiga sobre el Papa, los obispos, los curas, los monjes, las monjas o lo que sea. Si esto fuera suficiente para disminuir el poder secular, a fin de que sea inferior entre las funciones cristianas al ministerio de los predicadores y de los confesores o al estado eclesiástico, deberíamos entonces impedir también que los sastres, zapateros, carteros, carpinteros,cocineros, bodegueros, labradores y todos los oficios seglares fabricasen al Papa, a los obispos, sacerdotes y monjes artículos tales como zapatos, vestidos, casas, comida y bebidas, y les pagasen contribuciones. Pero si dejan a estos laicos sus obras sin obstruirlas, ¿qué hacen los escribientes romanos con sus leyes retirándose de la esfera de acción del poder secular cristiano para poder ser libremente malos? Así cumplen con lo que dice San Pedro: "Se levantarán entre vosotros falsos maestros y hablarán con vosotros palabras falsas e inventadas para engañaros". […]
Por ello, es una fábula desaforadamente inventada y no pueden aducir ni siquiera una letra para comprobar que sólo el Papa es competente para interpretar las Escrituras o para aprobar su interpretación. Ellos mismos se han atribuido esta facultad. Y aunque pretexten que se le ha concedido el poder a San Pedro cuando le fueron dadas las llaves, está manifiesto suficientemente que esas llaves no fueron entregadas solamente a San Pedro, sino a toda la comunidad. Además, las llaves no fueron estatuidas para la doctrina o para el régimen, sino únicamente para ligar o desatar el pecado, y es mera invención, si a causa de las llaves se adjudican otras y más amplias atribuciones. Pero cuando Cristo dice a Pedro: "He rogado por ti, para que tu fe no falte", no puede referirse al Papa, puesto que la mayor parte de los papas no han tenido fe, como ellos mismos deben confesar. Además, Cristo tampoco rogó sólo por Pedro, sino también por todos los apóstoles y cristianos, como dice Juan: "Padre, ruego por los que me diste, no solamente por éstos, sino también por todos los que han de creer en mí por la palabra de ellos". ¿No queda dicho esto con bastante claridad?
Piénsalo tú mismo. Ellos tienen que admitir que entre nosotros hay buenos cristianos que poseen la recta fe, el espíritu, el entendimiento, la palabra y el concepto de Cristo. ¿Por qué debemos desechar entonces su palabra y entendimiento y seguir al Papa que no tiene fe, ni entendimiento? Esto significaría negar toda la fe y la Iglesia cristiana. Fuera de eso no sólo el Papa ha de tener razón si está bien el artículo: "Creo en una santa Iglesia cristiana". ¿O deberíamos rezar así: "Creo en el papa de Roma" y de esa manera reducir la Iglesia cristiana a un solo hombre? Este sería un error verdaderamente diabólico e infernal.
Además, todos somos sacerdotes, como se dijo arriba. Todos tenemos el mismo credo, el mismo Evangelio y el mismo sacramento. ¿Cómo no tendremos también poder de notar y juzgar lo que es recto o incorrecto en la fe? ¿Dónde queda la palabra de Pablo: "El hombre espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado por nadie", y "Tenemos el mismo espíritu de fe"? ¿Cómo no sentiríamos nosotros tan bien como un Papa incrédulo lo que es conforme a la fe y lo que es inadecuado? Por todas estas sentencias y muchas otras más, debemos llegar a ser valientes y libres. No debemos dejar atemorizar al espíritu de libertad (como lo llama Pablo) por palabras engañadoras del Papa. Al contrario, hemos de juzgar con desenvoltura, cuanto ellos hacen o dejar de hacer, según nuestra comprensión de creyente en las Escrituras, y obligarlos a seguir la interpretación mejor y no la suya propia. En tiempos pasados, Abraham tuvo que escuchar a Sara, la cual le estaba más estrictamente sujeta que nosotros a nadie en la tierra. También el asno de Balaam fue más inteligente que el profeta mismo. Si Dios habló contra un profeta por medio de un asno, ¿por qué no podría hablar contra el Papa por medio de un hombre bueno? San Pablo reprende lo mismo a San Pedro por estar equivocado. Por ello le corresponde a todo cristiano preocuparse por la fe, entenderla y defenderla, y condenar todos los errores. […]
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