viernes, 20 de enero de 2012

Letra 255, 22 de enero de 2012


EL SACERDOCIO DE LOS CREYENTES

Juan Calvino

Institución de la Religión Cristiana. Rijskwijk, Feliré, 1967.

La Ley moral y ritual no está vacía de Cristo

Debemos, pues, concluir de lo dicho, que puesto que a los judíos se les ofreció la gracia de Dios, la Ley no ha estado privada de Cristo. Porque Moisés les propuso como fin de su adopción, que fuesen un reino sacerdotal para Dios (Éx 19.6); lo cual ellos no hubieran podido conseguir de no haber intervenido una reconciliación mucho más excelente que la sangre de las víctimas sacrificadas. Porque, ¿qué cosa podría haber menos conforme a la razón, que el que los hijos de Adán, que nacen todos esclavos del pecado por contagio hereditario, fueran elevados a una dignidad real, y de esta manera hechos participantes de la gloria de Dios, si un don tan excelso no les viniera de otra parte? ¿Cómo podrían ostentar y ejercer el título y derecho del sacerdocio, siendo objeto de abominación ante los ojos de Dios por sus pecados, si no quedaran consagrados en su oficio por la santidad de su Cabeza? Por ello san Pedro, admirablemente acomoda las palabras de Moisés, enseñando que la plenitud de la gracia, que los judíos solamente hablan gustado en el tiempo de la Ley, ha sido manifestada en Cristo: "Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio" (1 Pe.2.9). Pues la acomodación de las palabras de Moisés tiende a demostrar que mucho más alcanzaron por el Evangelio aquellos a los que Cristo se manifestó, que sus padres; porque todos ellos están adornados y enriquecidos con el honor sacerdotal y real, para que, confiando en su Mediador, se atrevan libremente a presentarse ante el acatamiento de Dios. (II, vii, 1) […]

El sacerdocio de Jesucristo

En cuanto a su sacerdocio, en resumen hemos de saber que su fin y uso es que Jesucristo haga con nosotros de Mediador sin mancha alguna, y con su santidad nos reconcilie con Dios. Mas como la maldición consiguiente al pecado de Adán, justamente nos ha cerrado la puerta del cielo, y Dios, en cuanto que es Juez, está airado con nosotros, es necesario para aplacar la ira de Dios, que intervenga corno Mediador un sacerdote que ofrezca un sacrificio por el pecado. Por eso Cristo, para cumplir con este cometido, se adelantó a ofrecer su sacrificio. Porque bajo la Ley no era lícito al sacerdote entrar en el Santuario sin el presente de la sangre; para que comprendiesen los fieles que, aunque el sacerdote fue designado como intercesor para alcanzar el perdón, sin embargo Dios no podía ser aplacado sin ofrecer la expiación por los pecados. De esto trata por extenso el Apóstol en la carta a los Hebreos desde el capítulo séptimo hasta casi el final del décimo. En resumen afirma, que la dignidad sacerdotal compete a Cristo en cuanto por el sacrificio de su muerte suprimió cuanto nos hacía culpables a los ojos de Dios, y satisfizo por el pecado.

Cuán grande sea la importancia de esta cuestión, se ve por el juramento que Dios hizo, del cual no se arrepentirá: "Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec" (Sal. 110.4); pues no hay duda de que con ello Dios quiso ratificar el principio fundamental en que descansaba nuestra salvación. Porque, ni por nuestros ruegos ni oraciones tenemos entrada a Dios, si primero no nos santifica el Sacerdote y nos alcanza la gracia, de la cual la inmundicia nos separa. (II, xv, 6) […]

El sacerdocio pertenece a todo cristiano

Pero, ¿a qué alargarse más en esto, cuando se trata de un modo de expresión corriente en la Escritura? Aunque el pueblo de Dios estaba bajo la doctrina infantil de la Ley, sin embargo los profetas declaraban con suficiente claridad que los sacrificios externos encerraban en si una sustancia y verdad que perdura actualmente en la Iglesia cristiana. Por esto David pedía que subiese su oración delante del Señor como incienso (Sal 144.2). Y Oseas llama a la acción de gracias “ofrenda de nuestros labios” (Os 14.2); como David en otro lugar los llama “sacrificios de justicia” (Sal 51.19); ya su imitación, el Apóstol manda ofrecer a Dios sacrificios de alabanza; lo cual Él interpreta como “fruto de labios que confiesan su nombre” (Heb 13.15).

No es posible que este sacrificio no se halle en la Cena de nuestro Señor, en la cual, cuando anunciamos y recordamos la muerte del Señor, y le damos gracias, no hacemos otra cosa sino ofrecer sacrificios de alabanza. A causa de este oficio de sacrificar, todos los cristianos somos llamados “real sacerdocio” (1 Pe. 2.9); porque por Jesucristo ofrecemos sacrificios de alabanza a Dios; es decir, el fruto de los labios que honran su nombre, como lo acabamos de oír por boca del Apóstol. Porque nosotros no podríamos presentarnos con nuestros dones y presentes delante de Dios sin intercesor. Este intercesor es Jesucristo, quien intercede por nosotros, por el cual nos ofrecemos a nosotros y todo cuanto es nuestro al Padre. Él es nuestro Pontífice, quien, habiendo entrado en el santuario del cielo, nos abre la puerta y da acceso; Él es nuestro altar sobre el cual depositamos nuestras ofrendas; en Él nos atrevemos a todo cuanto nos atrevemos. En suma, Él es quien nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios su Padre (Ap 1.6). (IV, xviii, 17) […]

Las órdenes mayores. El sacerdocio

Quedan las tres órdenes que ellos llaman mayores; de las cuales, el subdiaconado, según ellos dicen, ha sido puesto en este grupo después que apareció la multitud de las órdenes menores. Y como les parece que tienen confirmación de estas tres órdenes en la Palabra de Dios, las llaman órdenes sagradas. Pero hay que ver cuán perversamente abusan de la Escritura para probar su propósito. Comenzaremos, pues, por el orden presbiteral o sacerdotal. Porque ellos entienden una misma cosa por estas dos palabras, y llaman sacerdotes y presbíteros a aquellos cuyo oficio es — según ellos dicen — ofrecer en el altar el sacrificio del cuerpo y sangre de Jesucristo, decir las oraciones y bendecir los dones de Dios. Por esto cuando los ordenan les dan el cáliz, la patena y la hostia, en señal de que tienen poder de ofrecer a Dios sacrificios de reconciliación; les ungen las manos, para darles a entender que tienen poder de consagrar.

Pero yo afirmo que tan lejos están de tener testimonio en la Palabra de Dios respecto a ninguna de estas cosas, que no podían corromper más vilmente el orden establecido por Dios.

Primeramente debe tenerse por cierto lo que ya hemos dicho en el capítulo precedente, al tratar de la misa papista; que todos cuantos se hacen sacerdotes para ofrecer sacrificio de reconciliación, infieren una grave injuria a Cristo. El es quien ha sido ordenado por el Padre, y consagrado conjuramento para ser sacerdote según el orden de Melquisedec, sin que haya de tener fin ni sucesión (Sal 110.4; Heb 5.6; 7.3). Él es quien una vez ofreció la hostia de purificación y reconciliación eterna, y que ahora, habiendo entrado en el santuario del cielo, ora por nosotros. En Él todos nosotros somos sacerdotes; pero esto es solamente para ofrecer alabanzas y acción de gracias a Dios, y principalmente para ofrecernos a nosotros mismos, y, en fin, cuanto es nuestro. Pero aplacar a Dios, y purificar los pecados con su sacrificio, ha sido privilegio especial de Jesucristo. Mas como éstos usurpan tal autoridad, ¿qué queda, sino que su sacerdocio sea un detestable sacrilegio? Ciertamente su desvergüenza es indecible, al atreverse a adornarlo con el título de sacramento.

La imposición de las manos

En lo que respecta a la imposición de las manos que se realiza para introducir a los verdaderos presbíteros y ministros de la Iglesia en su estado, yo la tengo por sacramento. Porque, en primer lugar, es una ceremonia tomada de la Escritura; y, además, no es vana ni superflua, sino una señal y marca fiel —como lo confiesa san Pablo— de la gracia espiritual de Dios (1 Tim 4.14). Y el no haberlo nombrado con los otros dos se debe a que no es ordinario ni común a todos los fieles, sino oficio particular de algunos.

Por lo demás, cuando atribuyo esta honra al ministerio que Cristo ha instituido, no deben gloriarse de esto los sacerdotes papales. Porque aquellos de quienes hablamos son ordenados por boca de Jesucristo, para dispensar el Evangelio y los sacramentos (Mt 28. 19; Mc 16.15; Jn. 21.15); y no para ser verdugos ofreciendo víctimas y sacrificios cada día. El mandamiento que se les ha dado es que prediquen el Evangelio y que apacienten el rebaño de Cristo, y no que sacrifiquen. La promesa que se les hace es que recibirán las gracias del Espíritu Santo, no para realizar la expiación de los pecados, sino para gobernar como deben la Iglesia. (IV, xix, 28)

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EL IDEAL FRUSTRADO DE LA REFORMA PROTESTANTE: EL SACERDOCIO UNIVERSAL DE LOS CREYENTES (II)

Francisco Rodés

Signos de Vida, CLAI, núm. 41, septiembre de 2006

El problema radica en el ejercicio del poder en la iglesia, cuando por conocer un poco más de teología o tener más habilidad para hablar en público, ejercemos estos dones, no para servir, sino para erigirnos en autoridad controladora de los demás. Así surgen las iglesias pastor-céntricas.

¿Qué son las iglesias pastor-céntricas?

Son iglesias en las cuales las decisiones emanan de la autoridad del pastor. Los miembros se han acostumbrado tanto a que la voz de Dios sólo se oiga desde el púlpito, que les parece un sacrilegio diferir en algo de las ideas de su pastor. Sería como una deslealtad, un pecado grave no estar de acuerdo con él. En muchos casos, el pastor que se ve a sí mismo como revestido de una unción exclusiva, se siente tan halagado por el aplauso de su congregación, que se desarrollan imperceptiblemente los rasgos de egocentrismo que conducen al autoritarismo. Estos son los rezagos de la antigua separación entre clérigos y laicos, alimentados por la propia tradición de la iglesia. Esto lo escribe quien ha sido pastor durante más de cuarenta años, por lo que lo hago sin ánimo de denigrar un llamamiento que reconozco como divino y una vocación que viviré hasta el último día de mi vida.

No es extraño, entonces, que el lenguaje más espiritual, la voz más cargada de bendición se convierta en solapada manipulación de los demás para imponer los criterios propios. Y todo ocurre en una atmósfera de piedad y devoción.

Los pastores así transformados por este autoritarismo empiezan a hablar de mi iglesia, mis miembros, yo no permito en mi iglesia, tengo un miembro, como si la iglesia fuera de su propiedad.

El modelo cristo-céntrico de Iglesia

Esto dista mucho del modelo cristo-céntrico de iglesia, en el cual Cristo es la cabeza, la autoridad, y los miembros del cuerpo, todos iguales en importancia, contribuyen cada uno con su don al crecimiento de todo el organismo. San Pablo nos advierte que el cuerpo no es uno, sino muchos (1ª Corintios 12.14). Y, de hecho, una iglesia puede existir sin pastor, pero no sin sus miembros.

Un texto en el que se funda una sana eclesiología es Efesios 4.11-12. “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo”. Estos diferentes servicios ofrecidos por los pastores, evangelistas, etcétera, perfeccionan a los santos, a la iglesia toda, para la obra del ministerio. Es decir, estos dones no son para auto-engrandecimiento, sino para ayudar a formar una iglesia consciente y preparada en su ministerio. La Iglesia es protagonista principal, el cuerpo de Cristo, que tiene una misión de Dios en el mundo.

Por esto es tan importante una toma de conciencia de los mecanismos psicológicos e inconscientes por los cuales una persona se erige en poder controlador sobre una comunidad creyente. Porque entonces el sacerdocio universal de todos los creyentes no pasa de ser un eslogan sin verificación práctica ninguna. Una iglesia en la cual la congregación no tiene voz propia en todos los asuntos, que no hace más que repetir la de su pastor, y lo decimos con todo respeto, es una comunidad pobre, inmadura y dependiente. El modelo bíblico es el de una comunidad participativa, rica en aceptación de la diversidad de criterios y personalidades y unida por el espíritu de amor y de paz que nos enseñó nuestro Maestro, quien, como sabemos, no vino para ser servido sino para servir y dar su vida por los perdidos.

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