8 de enero, 2012
Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa.
Éxodo 19.6a
1. Éxodo: un pueblo de sacerdotes
La idea y eventual práctica de un sacerdocio amplio, universal, entre todos los creyentes en el Dios de Jesús de Nazaret no surgió con Lutero ni en la época de la Reforma protestante, pues lo que ésta hizo fue rescatar la propuesta divina de crearse para sí un pueblo entero compuesto de sacerdotes, es decir, de personas maduras y responsables de su relación con el pacto establecido por Dios con ellos/as. Así aparece con toda claridad en el pasaje de Éxodo 19, cuando, luego de tres meses de peregrinaje, el contingente del pueblo hebreo que había salido de Egipto guiado por Moisés arribó al desierto del Sinaí. Luego de que él “subió” ante Yahvé (v. 3a) y de que éste le recordara lo sucedido hasta ese momento, la última parte de lo expuesto a Moisés consiste precisamente en la afirmación de la elección divina, la celebración del pacto con el pueblo (v. 5) y la voluntad de que los hebreos sean “un reino de sacerdotes y de gente santa” (6a). Se trataba de un momento muy solemne pues inmediatamente después de que Moisés refirió esta situación al pueblo y de que éste aceptó las nuevas indicaciones, el texto narra que Yahvé anunció que se presentaría en “una nube espesa” a fin de que el pueblo escuchase el diálogo (v. 9). Lo que continúa son las instrucciones para la “consagración” del pueblo, el acto mismo y la presentación de los Diez Mandamientos.
Este relato contrasta bastante con la institución del oficio sacerdotal en Israel, el cual, como explica Roland de Vaux, era una “función” y no una “vocacion”, ni mucho menos un “carisma”, puesto que no son llamados ni elegidos como los profetas o los reyes. La época patriarcal ni siquiera conoció ese oficio y los patriarcas mismos, como cabezas de familia, eran quienes realizaban el sacrificio (Gn 22; 31.54; 46.1): “El sacerdocio no aparece sino en un estadio más avanzado de organización social, cuando la comunidad especializa a algunos de sus miembros para la custodia de los santuarios y el cumplimiento de ritos que poco a poco se van complicando”.[1] “El sacerdote heredó las prerrogativas religiosas del cabeza de familia de la época patriarcal”.[2] Por ello, esta visión renovadora del sacerdocio se complementa con el sueño o la utopía de Moisés de que todo el pueblo fuese profeta (Nm 11.29). Este ideal de un pueblo comprometido con la espiritualidad y la palabra divina lamentablemente nunca se cumplió.
2. Pablo y Hebreos: mediación y sacerdocio únicos de Jesús
Partiendo de la base de que los escritos del apóstol Pablo y la carta a los Hebreos tienen una visión del “sacerdocio de Jesús” completamente opuesta, pues mientras que él jamás aceptó esta idea y se refirió a Jesús como “único mediador (mesítes) entre Dios y los hombres” (I Tim 2.5), el argumento general de dicha epístola gira completamente alrededor de ese sacerdocio partiendo de la práctica del sacrificio vicario y de la sustitución acontecida en la cruz: “Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote (eleémon génetai kai pistós arjiereus) en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (2.17). Esta oposición teológica y doctrinal, lejos de causar alguna contradicción irresoluble y además de mostrar la pluralidad teológica del Nuevo Testamento manifiesta, por otro lado, una gran coincidencia, en continuidad con lo anunciado por el Éxodo, en el sentido de que la responsabilidad que tiene cada creyente en Jesucristo sobre su fe y espiritualidad procede de esa mediación realizada por el redentor, puesto que si él asumió en su persona todo el peso de la ley y el pecado, al momento de conseguir la salvación.
Peter Toon advierte que esta doctrina “ha sido frecuentemente explicada de manera popular como el derecho de cada creyente individual a actuar de una manera sacerdotal —orar a Dios por sí mismo y por otros y enseñar los caminos divinos a otros. Como tal, se ha asociado a la justificación por la fe —siendo puesto “en paz con Dios”— por lo que cada quien puede actuar como sacerdote”.[3] Sugiere que un mejor abordaje consiste “en ligar el concepto de sacerdocio con el pacto, tal como sucede en el AT (Éx 19.5-6) y ver esta doctrina como un realce del privilegio corporativo y al responsabilidad del pueblo creyente de Dios del nuevo pacto. Así, cada congregación de creyentes fieles puede actuar como sacerdocio, siendo un microcosmos de la totalidad de la iglesia”.[4] De este modo, se salvaguarda la percepción individual y comunitaria del sacerdocio al mismo tiempo que se afirma la realidad del llamamiento para practicar dones y funciones específicas.
3. Pedro y Apocalipsis: la plenitud del “sacerdocio universal”
El apóstol Pedro, como bien recordará Calvino, más allá de cualquier interpretación sobre la superioridad de su labor apostólica, es quien afirma con todas sus letras la realidad del “sacredocio real”, dedicado a Dios, partiendo de la metáfora de Jesús como “piedra viva, escogida y preciosa” (I P 2.4), para que luego cada creyente sea, él o ella mismo/a, “piedra viva” también (v. 6), “casa espiritual” y “sacerdocio santo (jieráteuma agion) para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (v. 5b). De ahí parte su afirmación posterior que, como parte de una enumeración, incluye la calidad del linaje, la santidad de la nación como el conjunto adquirido por Dios en Cristo para salvación (v. 9). El “sacerdocio real” no es una categoría ontológica sino un oficio espiritual instalado por la obra de Cristo en la vida de cada creyente. No surge para instalar nuevas formas de superioridad religiosa sino para actualizar el proyecto divino de tenet un “pueblo de sacerdotes” que lo represente en el mundo.
Ésa es la orientación también del Apocalipsis, en donde el pueblo perseguido de Dios tiene una dignidad espiritual que los equipara con “reyes y sacerdotes” (1.6; 5.10) para manifestar las grandezas de la obra divina en el mundo. Estos hombres y mujeres llevan esa dignidad por todas partes como testimonio de la aplicación del trabajo redentor de Jesucristo y el simbolismo de su nuevo estado manifiesta una superación total de los esquemas religiosos antiguos, pues cada creyente tiene una responsabilidad enorme en la transmisión del testimonio de la obra salvadora de Dios en Cristo, lo mismo que hoy y siempre cada creyente ha recibido como encargo. De ahí que el sacerdocio de todos los y las creyentes sea un ministerio no sólo en potencia sino en acto permamente.
[1] R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento. 3ª ed. Barcelona, Herder, 1985 (Biblioteca Herder, Sagrada escritura, 63), p. 449.
[2] Ibid., p. 452.
[3] P. Toon, “Priesthood of believers”, en Donald McKim, ed., Encyclopedia of the Reformed faith. Louisville, Westminster-John Knox, 1992, p. 303.
[4] Idem.
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