Humberto Martínez
Martín Lutero, Escritos reformistas de 1520. México, SEP, 1988, pp. 19-20.
La idea del sacerdocio universal de todos los creyentes se puede deducir, de alguna manera, del principio de la justificación por la sola fe. Si la fe es un don que Dios otorga a cada uno y a quien él quiere, no se necesitan los intermediarios. El cristiano es el único que puede tener la certeza de su propia fe y ninguna persona especial, el sacerdote, puede ratificarla. Ahora bien, como todos pueden, en principio, recibir la gracia de Dios y tener su propia certeza, todos somos, desde este punto de vista, iguales ante Dios. A todos nos corresponde seguir sus instrucciones, las que nos dejó en sus Escrituras, la expresión material de su Palabra. A todos por igual está abierto el libro sagrado que es, en su enseñanza básica, claro y no requiere de interpretaciones exteriores a él. En él se nos dice que todos tendrán un mismo bautismo, un Evangelio, y una fe, pues sólo éstos hacen a los hombres cristianos. En el manifiesto A la nobleza cristiana..., Lutero afirma tajantemente que no hay diferencia entre cristianos: “a no ser a causa de su oficio”, de tal manera que no hay una clase especial llamada “sacerdotal”, como han inventado los romanos, y otra “secular”. Para Lutero todos los cristianos son de la clase sacerdotal. En apoyo de este juicio cita a Pablo (I Co 12.12): “Todos juntos somos un cuerpo, del cual cada miembro tiene su propia obra, con la que sirve a los demás”. El mismo Pedro (I P 2.9) afirmó. “Sois un sacerdocio real y un reino sacerdotal”. Pero aunque quien haya recibido el bautismo pueda vanagloriarse de ser ya consagrado sacerdote, obispo y papa, no corresponde a cualquiera ejercer tal cargo.
Tomada literalmente esta tesis y acompañada de la certeza individual del creyente sobre su fe, se desprende la inoperancia de toda jerarquía eclesiástica, de la Iglesia. Esto llegará a practicarse efectivamente por el cristianismo de tipo no confesional, es decir, por aquellos que en los siglos xvi y xvii se opondrán a las mismas iglesias reformadas y a toda agrupación sectaria, a las confesiones instituidas con base en una serie de principios distintivos y dogmáticos. Resultaba un fuerte impedimento para la tolerancia que en materia religiosa se intentaba practicar. (Cf. Leszek Kolakowski, Cristianos sin iglesia. Madrid, Taurus, 1982.) pero Lutero, quien institucionalizará su doctrina en forma de Iglesia, llega a aceptar que el magisterio es necesario entre los creyentes y la misma comunidad deberá nombrar a los más aptos de entre ellos. Pero es solamente el oficio, el cargo y la obra lo que los distinguiría, no una “condición especial”.
SOBRE EL SACERDOCIO DE TODOS LOS CREYENTES (II)
Martín Lutero
La cautividad babilónica de la iglesia (1520)
[…] Recurren, como supremo argumento, a las palabras de Cristo en la última cena: “Haced esto en conmemoración mía”, y deducen de ello que Cristo los ordenó sacerdotes. También dedujeron, entre otras cosas, que comulgar bajo las dos especies es algo exclusivo de los sacerdotes. Y de estas palabras concluyeron cuanto se les ocurrió, como corresponde a quienes se han apropiado la libertad de afirmar lo que les parece de lo que Cristo dijera no importa dónde. ¿Esto es interpretar la palabra de Dios? Suplico una respuesta. En este pasaje Cristo no promete nada; manda únicamente que esto se haga en conmemoración suya. ¿Por qué no ven la institución de la ordenación sacerdotal en aquella ocasión en que Cristo les impuso el ministerio de la proclamación de la palabra y del bautismo, al decir: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a todos los hombres, bautizándolos en el nombre, etcétera”, ya que el quehacer propio de los sacerdotes es el de predicar y bautizar? Hay más: puesto que hoy día el deber primero y —como dicen— indispensable, consiste en leer las horas canónicas, ¿por qué no vieron la institución del sacramento del orden en las ocasiones numerosas, principalmente en el huerto de los Olivos, cuando Cristo mandó orar para no caer en la tentación? (Mt 26.41). A no ser que nos salgan conque la oración no está mandada, y que basta con recitar las horas canónicas; en este caso tendríamos que el quehacer sacerdotal no se puede probar por las Escrituras y que, por lo mismo, el sacerdocio de oración no es divino, como en realidad no lo es.
¿Hay algún padre antiguo que sostenga que los sacerdotes fueron ordenados en virtud de las palabras citadas? ¿De dónde proviene entonces esa interpretación novedosa? Muy sencillo: con este artificio se ha intentado plantar un seminario de implacable discordia, con el fin de que entre sacerdotes y laicos mediara una distinción más abisal que la existente entre el cielo y la tierra, a costa de injuriar de forma increíble la gracia bautismal y para confusión de la comunión evangélica. De ahí arranca la detestable tiranía con que los clérigos oprimen a los laicos. Apoyados en la unción corporal, en sus manos consagradas, en la tonsura y en su especial vestir, no sólo se consideran superiores a los laicos cristianos —que están ungidos por el Espíritu santo—, sino que tratan poco menos que como perros a quienes juntamente con ellos integran la iglesia. De aquí sacan su audacia para mandar, exigir, amenazar, oprimir en todo lo que se les ocurra. En suma: que el sacramento del orden fue —y es— la máquina más hermosa para justificar todas las monstruosidades que se hicieron hasta ahora y se siguen perpetrando en la iglesia. Ahí está el origen de que haya perecido la fraternidad cristiana, de que los pastores se hayan convertido en lobos, los siervos en tiranos y los eclesiásticos en los más mundanos.
Si se les pudiese obligar a reconocer que todos los bautizados somos sacerdotes en igual grado que ellos, como en realidad lo somos, y que su ministerio les ha sido encomendado sólo por consentimiento nuestro, in-mediatamente se darían cuenta de que no gozan de ningún dominio jurídico sobre nosotros, a no ser el que espontáneamente les queramos otorgar. Este es el sentido de lo que se dice en la primera carta de Pedro (2.9): “Sois una estirpe elegida, sacerdocio real, reino sacerdotal”. Por consiguiente, todos los que somos cristianos somos también sacerdotes. Los que se llaman sacerdotes son servidores elegidos de entre nosotros para que en todo actúen en nombre nuestro. El sacerdocio, además, no es más que un ministerio, como se dice en la segunda carta a los Corintios (4.1): “Que los hombres nos vean como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios”.
De lo cual se deduce que no puede ser sacerdote el que no cumpla el ministerio de predicar la palabra para el cual ha sido designado por la iglesia, y que el sacramento del orden equivale al rito por el que se elige al predicador en la iglesia. En Malaquías (cap. 2) se define al sacerdote: «Los labios del sacerdote son los guardianes de la sabiduría; en su palabra se busca la ley, porque es un ángel (mensajero) del Señor de los ejércitos»199. Tenla seguridad, por tanto, de que no puede ser sacerdote el que no es un mensajero del Señor de los ejércitos o el que haya sido llamado a algo que no se refiera a esta mensajería concreta. Dice Oseas (4.6): “Te arrojaré de mi sacerdocio por haber rechazado tú la sabiduría”. Pastores se llama a los que tienen que apacentar, es decir, a los que tienen el deber de enseñar; por eso, los que se ordenan sólo para recitar las horas canónicas y para ofrecer misas serán sacerdotes papistas, pero no cristianos, ya que ni predican ni han sido llamados a la predicación. En realidad un sacerdocio de esta estirpe es un estado que nada tiene que ver con el oficio de predicar. Son en definitiva sacerdotes de horas y de misas, o sea, ídolos vivientes que tienen el nombre de sacerdotes, semejantes a los que Jeroboán ordenó en Bethavén, extrayéndolos no de la tribu de Leví, sino de la última hez de la plebe (I Reyes 12.25ss).
Fíjate en qué ha acabado la gloria de la iglesia: la tierra entera rebosa de sacerdotes, obispos, cardenales y de clero en general. Por lo que se refiere al oficio concreto que tienen que cumplir, ninguno de ellos puede dedicarse a la predicación, a no ser que sea llamado por otra vocación que la de la ordenación sacerdotal. Se cree que satisface las obligaciones impuestas por su sacramento con limitarse a runrunear la batología de las horas canónicas y a celebrar misas. Y encima, ni siquiera se puede decir que rece las horas, puesto que, si las reza, las reza para sí solo. Por lo que se refiere a “sus” misas (y aquí nos encontramos con la mayor de las perversidades), las ofrece en calidad de sacrificio, cuando la misa no es más que la celebración del sacramento. Está muy claro, por tanto, que el orden, como sacramento que constituye en clérigos a esta clase de gente, es verdadera, única, mera y totalmente una ficción inventada por personas que no tienen ni idea de lo que a la iglesia respecta, ni del sacerdocio, ni del ministerio de la palabra, ni de los sacramentos. A tal sacramento, tales sacerdotes. A los errores y a la ceguera referidos se ha añadido otro que hace mucho más onerosa esta cautividad: para distanciarse aún más de los cristianos, a los que considera profanos, se castraron a sí mismos por la simulación del celibato, como hicieran aquellos “galos”, sacerdotes de Cibeles. […]
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EL IDEAL FRUSTRADO DE LA REFORMA PROTESTANTE: EL SACERDOCIO UNIVERSAL DE LOS CREYENTES (I)
Francisco Rodés
Signos de Vida, CLAI, núm. 41, septiembre de 2006
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uando se hace un recuento de los principales aportes de la Reforma del siglo XVI, nunca se olvida mencionar el principio del sacerdocio de todos los creyentes, por el cual se barrió con la histórica división que separaba a los creyentes comunes, el pueblo de la iglesia, de los ministros consagrados al sacerdocio o a la vida religiosa conventual, es decir, la clásica separación entre laicos y ministros.
En toda la Edad Media se había solidificado esta separación; o eras religioso dedicado al culto y la oración, o eras un seglar ocupado en las tareas mundanas, sea este el trabajo manual o las armas. Esto se correspondía con una teología que hacía distinción entre lo material y lo espiritual. Unos están en un primer nivel de servicio a las cosas temporales, imperfectas; los otros, en un nivel superior, en la atención a lo más alto, a la esfera de las cosas eternas y santas. De aquí se colige que esta diferenciación hacía a unos dependientes de los otros en cuanto al acceso a los símbolos religiosos. Unos son los clientes de los servicios religiosos, otros son los proveedores, administradores exclusivos de los favores divinos. Ahí está la raíz del gran poder de la iglesia en la mencionada edad, poder que llegó a influir en todas las esferas de la vida política y cultural en forma determinante.
Lutero dio un paso de significación decisiva al dejar la Orden de los Agustinos; luego, al casarse con Catalina renunciando a la condición clerical, y más tarde, al desconocer todos los sacramentos, a excepción del bautismo y la comunión. Ya no tenemos más mediador que Jesucristo para arreglar nuestras relaciones con Dios, afirmaba Lutero, por lo tanto, no necesitamos de sacerdotes. Otro de los grandes de la Reforma , Juan Calvino, que de hecho era un laico, elaboró con más contundencia teológica la doctrina del sacerdocio que nos corresponde a todos los creyentes, sin distingos, haciendo que las actividades manuales, como la de un simple zapatero, pudiera convertirse en un servicio a Dios. Es lo que llamó la santificación de la vida cotidiana. Desde entonces, todos los evangélicos repetimos con cierto orgullo este principio protestante del sacerdocio universal de todos los creyentes.
Resurge el clericalismo protestante
Sin embargo, una cosa es lo que expresa la doctrina y otra lo que se experimenta en la vida real. En verdad, el clericalismo no murió: sobrevivió sobre otras bases. Se abrió una nueva fuente de servicios a la religiosidad, la de los dispensadores de la doctrina correcta, la de los que manejaban el arte de predicar la Biblia y alentar la fe. El conocimiento de la Biblia requería dedicación, estudios en seminarios y universidades. Surge así con fuerza el profesionalismo religioso. El ministro protestante recupera mucho de la aureola de santidad del antiguo sacerdote, su autoridad se establece en las nuevas estructuras de las iglesias, que son controladas por los nuevos clérigos, y el sacerdocio universal de los creyentes se convierte en otra página mojada del ideario protestante.
Por supuesto que no hay nada en contra del profesionalismo. En definitiva, todos los adelantos en los campos de la cultura y el saber se han debido a la consagración, en áreas específicas, de personas con vocación. La Iglesia ha necesitado de profesionales, de músicos, de teólogos, maestros y predicadores, y gracias a Dios por éstos.
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