25 de agosto, 2013
De nuevo comenzó Jesús
a enseñar a la orilla del mar [thálassan].
Y se le reunió tanta gente que decidió subir a una barca que estaba en el lago
y sentarse en ella, mientras la gente permanecía junto al lago en —tierra
firme. Entonces Jesús se puso a enseñarles muchas cosas por medio de parábolas.
Marcos 4.1-2a
No
cabe duda de que Dios ha hablado y, obviamente siempre, ha hablado bien. Pero
aquí también nos referimos al interés divino por hacerse entender de la mejor
manera, con un “estilo literario”, propio de las diferentes épocas en que los
hombres y mujeres inspirados por Él redactaron los textos de las Escrituras. En
el caso de Jesús de Nazaret, está reconocido de manera unánime el estilo
sencillo pero poético de su enseñanza, particularmente en el caso de las
parábolas. Existen libros enteros dedicados a “la poesía de Jesús”, pues el
maestro galileo no renunció a la calidad expresiva para transmitir la voluntad
de Dios para los seres humanos. El mensaje debía trasmitirse siempre en las
mejores condiciones lingüísticas y literarias para lograr enamorar a los
oyentes con esa palabra divina, siempre fresca, que brotó de los labios y de
los hechos del Hijo de Dios en el mundo. Cada palabra suya propiciaba cambios,
controversias y sugería transformaciones revolucionarias de lo que se había
creído hasta entonces. Especialmente cuando incluía la advertencia: “Oísteis
que fue dicho… mas yo os digo” había que ponerse a temblar, pues Dios a través
de él estaba corrigiendo las falsas enseñanzas e interpretaciones de la ley
antigua.
Por ello, en el momento en que Jesús se decidió
a tomar las calles, las plazas y los caminos para compartir lo que sabía sobre
Dios, tuvo que elegir el género literario más adecuado para llegar a los oídos,
el corazón y la mente de las personas. Y la elección recayó en las parábolas,
siguiendo el modelo del salmo 78.1-2: “Inclinad vuestro oído a las palabras de
mi boca./ Abriré mi boca en proverbios…”. Esta opción la registra Marcos con
especial énfasis: “Y sin parábolas no les hablaba” (4.34a). La parábola es un
género que podría definirse como “una comparación continuada, o el desarrollo
de una comparación, a través de una narración —real o ficticia— con un fin
didáctico”.[1] En la comparación “hay
tres elementos: aquello que se compara, aquello con lo que se compara y el
punto concreto en que se quiere establecer la comparación. En este punto radica
el núcleo significativo. Lo demás puede ser puramente ornamental y no hay que
buscar en ello una significación peculiar” (Idem).
En el primer registro de las acciones y dichos
de Jesús, el evangelio de Marcos, la expresividad narrativa está puesta al
servicio de las enseñanzas mediante las historias concentradas cuyo único
mensaje apunta siempre hacia la venida y consecución del Reino de Dios en el
mundo. La famosísima parábola “del sembrador” o “de los tipos de terreno” es
una gran ilustración del esfuerzo divino por conseguir
seguidores-oidores-hacedores de su Palabra en el mundo, en el camino hacia la
plenitud del Reino de Dios en el mundo. El acto cotidiano y agrícola de sembrar
es la gran metáfora de la inserción de los proyectos divinos en un mundo que se
resiste a incubarlo, pero que inevitablemente lo verá crecer. De ahí que muchas
otras parábolas, como la de la semilla de mostaza, aluden al “crecimiento
invisible” y casi imperceptible en medio de las contradicciones históricas.
Los destinatarios específicos de la parábola
son los ya seguidores de Jesús (v. 10-12) y cuando, luego de contarla al resto
del pueblo, decide explicarles el significado de los detalles de la misma,
estamos ante un giro literario, epistemológico y espiritual, pues la parábola
se convierte, como resultado de esa explicación detallada, en una alegoría, es
decir, en una serie de metáforas continuadas en la que cada situación contiene
un significado propio. La razón de ser de este cambio es profundamente
paradójica: el misterio del Reino es colocado ante los ojos de los discípulos,
pero es escondido a los demás (vv. 11-12). La “clandestinidad” del mensaje de
Jesús lo hace presentarlo abiertamente, pero en clave, a todo el pueblo y
únicamente, por los ojos de la fe renovada a los seguidores/as nuevos que
estaba reclutando para “el asalto final”. La receptividad ante esta palabra
fresca de Dios es, finalmente, el gran tema de la parábola-alegoría y va a
producir una cadena de tres imágenes más, relacionadas con la presencia
soterrada de ese Reino en el mundo: el candil (vv. 21-25), la semilla que crece
(vv. 26-29) y el grano de mostaza (30-32). Jesús refresca, así, la revelación
de Dios y la actualiza para una nueva generación de seres humanos, cuya
esperanza provenía de múltiples situaciones en medio de las cuales era preciso
contar con una orientación divina confiable y pertinente. Igual que hoy.
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