viernes, 3 de abril de 2015

El Cordero derrotó en la cruz a los poderes criminales, L. Cervantes-O.

3 de abril, 2015

Ellos harán la guerra al Cordero; pero el Cordero, que es Rey de reyes y Señor de señores, los derrotará, y en su triunfo participarán los llamados, los elegidos y los creyentes.
Apocalipsis 17.14, La Palabra (Hispanoamérica)


Francisco de Zurbarán (1598-1664), Agnus Dei.


El horizonte espiritual e ideológico de la visión apocalíptica del Cordero degollado
La manera tan peculiar con que el Apocalipsis relee los sucesos del Calvario está fundamentada en su horizonte simbólico y teológico de altos vuelos. La figura misma del Cordero de Dios procede, como se aprecia desde el Cuarto Evangelio, de la profecía mesiánica de Isaías 53: “El Siervo es, según san Juan, un personaje complejo, en el que se pueden reconocer los diferentes aspectos de Jesucristo, y en el que convergen todas las demás figuras del Antiguo Testamento que hallan su realización en Cristo”.[1] Cuando se escribe el Apocalipsis, agrega José Comblin, existía un intenso conflicto “entre la más grande potencia del mundo […], y Cristo, representado por la Iglesia”.[2] En otras palabras, los/as seguidores de Jesús de Nazaret habían comenzado a compartir el destino humano trágico de su Señor y Salvador. “Aunque los profetas y los testigos cristianos estén escatológicamente protegidos y no se les pueda prohibir llevar a cabo su misión, tendrán que padecer la muerte lo mismo que su Señor. De igual modo que el Cordero volvió a la vida, también a ellos se les promete la resurrección y la exaltación”.[3] No había marcha atrás para los testigos del Evangelio en el mundo de entonces, pues la fidelidad jurada a Jesucristo era totalmente incompatible con las exigencias del imperio: “Juan llama a las iglesias de Asia a resistir las asechanzas de Satanás y ser fieles para lograr su premio (Ap 2 y 3). Se indigna por la suerte de los que fueron degollados por causa de la palabra (Ap 6.9-11). Y califica al imperio como una bestia con diez cuernos y siete cabezas que tiraniza a los santos, y también como la Gran Ramera que se sienta sobre siete colinas (Ap 13 y 17, respectivamente)”.[4]
En este sentido, Pixley añade: “Si es que las persecuciones fueron selectivas, como sospechamos, fueron un factor para suprimir entre los cristianos a los elementos más radicales y favorecer la victoria de las tendencias conservadoras de los obispos de las grandes ciudades, especialmente Roma, Corinto y Alejandría (Las sedes de las urbes más periféricas, Antioquía, Cesarea, Edesa, y Jerusalén, fueron más rebeldes, expresado esto en las tendencias que Roma y las iglesias dominantes calificaron de heréticas.)”.[5] Los grandes pares de figuras míticas, en este caso, la gran ramera (Roma-Babilonia) y la esposa del Cordero, la Iglesia, concentran la mirada en los aspectos principales de la fe que estaba estrujando la vida de las comunidades cristianas en medio del imperio. “De esta forma, si en 17,1-19,10 Juan ve a la prostituta Babilonia y su ruina, en 21,9-22,9 ve a la novia, la esposa del Cordero, la nueva Jerusalén que viene del cielo. El libro alcanza su clímax con la presentación de la destrucción de Babilonia y su sustitución por la nueva Jerusalén”.[6]
La radicalidad con que se anuncia el destino de Roma es una toma de posición que las colocó en la más profunda oposición a ese sistema político, económico y militar que estableció la rapiña mediante la forma de la pax romana. En el medio apocalíptico cristiano, la respuesta a todo ello fue una auténtica “cristología del Siervo” de Isaías, desdoblada en la forma de la visión del Cordero, capaz de enfrentar desde su absoluta fragilidad e indefensión, a los poderes criminales del momento, una misteriosa y progresiva revelación, pues el Cordero evoluciona “a la vez en el Reino de Dios, […] y en el escenario de este mundo como testigo y juez. La dualidad de planos la sugiere Isaías y sus poemas del Siervo”.[7] “Como un cordero llevado al matadero…”, ése es el Siervo sufriente de Isaías 53.7, raíz y motivo profético que origina la figura del Cordero en Apocalipsis. La cristología apocalíptica se nutrió así de la visión de un animal real y simbólico que permitió construir el mensaje cristiano y presentar la muerte de Jesucristo a través de él.

La sangre del Cordero y la cristología de Apocalipsis
A la parodia de juicio al que fue sometido Jesús le correspondió el vendaval de persecuciones en contra de sus seguidores en el imperio. El Cordero aparece, así, como el depositario del sufrimiento humano en todas sus manifestaciones y su sangre es el vehículo de la salvación: “Del mismo modo que la sangre del cordero pascual significaba la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, la muerte de Cristo hizo posible la liberación de los cristianos de su esclavitud universal”.[8] Jesús es el Cordero escatológico cuya sangre tiene virtud propiciatoria y expía los pecados. Más allá de lo desarrollado por la carta a los Hebreos, en donde es el sacerdote por excelencia, que se entrega a sí mismo también por los pecados de su pueblo, Apocalipsis profundiza la intuición y personifica en él al Cordero pascual, cuya sangre obtiene los beneficios prometidos por Dios desde la antigüedad. La primera pascua es sustituida por la nueva, que en el panorama apocalíptico es vista como la consecución absoluta de las promesas divinas. Al referirse a su propia sangre en la cena pascual de despedida, Jesús afirma su efecto propiciatorio.
La imagen de Ap 7.14, en la que los redimidos/as han “lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero”, intensifica la relación que los creyentes tienen con su redentor, y subraya la manera en que la visión reinterpreta la capacidad del nuevo y definitivo cordero pascual para incluirlos en el conjunto de adoradores fieles: “La paradójica imagen de ‘lavar sus ropas en la sangre del Cordero’ puede referirse al bautismo de la gran multitud. Podría aludir también a su actual experiencia de sufrimiento y violencia a manos de los poderes antihumanos y antidivinos responsables también de la muerte violenta de Cristo. Sin embargo, su número no se limita necesariamente a los cristianos, sino que podría incluir a los que han sufrido la violencia de la gran tribulación: guerra, hambre, peste, muerte y persecución”.[9] Ya no experimentarán dolor ni sufrimiento y el Cordero es su pastor (el Buen Pastor de la tradición juanina, Jn 10.11-18) y se encarga de enjugar sus lágrimas (7.16-17).
En Ap 15, el cántico de los redimidos (vv. 3-4) se sobrepone al de Moisés y, en el contexto de las aspiraciones del imperio romano, cuestiona de raíz su legitimidad espiritualidad, sobre todo, para afirmar quién gobierna verdaderamente el mundo: “En el Apocalipsis, el Cántico de Moisés se ha convertido en el Cántico del Cordero, en el ‘cántico nuevo’. Ambos cantos alaban la actividad redentora de Dios desplegada en la liberación de su pueblo. Por otra parte, el himno funciona también como respuesta positiva al evangelio eterno, pues anuncia que la justicia de Dios hará que las naciones de la tierra vengan a dar culto a Dios. Lo mismo que César, Dios es llamado aquí rey de las naciones”.[10] Esta nueva canción celebra la verdadera realidad, no visible para los súbditos del César, acerca del control del destino del mundo. Al liberar Dios a su pueblo de manera plena, se celebra el amor y la justicia de Dios como la única posibilidad de libertad para los seres humanos. Los seguidores/as del Cordero, por definición, se negarán a someterse a los designios de la bestia (13.8) y confirmarán su fidelidad hasta la muerte, de ser necesario. “Los verdaderos seguidores del Cordero son felicitados por no haber bebido ‘el vino de su fornicación’ [18.3]. Son miembros de la comunidad del Cordero”.[11]

Historia, sufrimiento y salvación
Pasmosamente, como en un ralenti cinematográfico, en los evangelios desfilan los protagonistas de la historia de la pasión de Jesús. Allí aún importan los detalles. Jesús se asume como una persona entregada al poder desatado de sus enemigos, que creerán poder acabar con él: “…el Hijo del hombre será entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley que lo condenarán a muerte y lo pondrán en manos de extranjeros que se burlarán de él, lo escupirán, lo golpearán y lo matarán” (Mr 10.33b-34a). Según el Cuarto Evangelio, a Jesús no se le quiebran las piernas “para observar el precepto de ley que prohíbe quebrar los huesos del cordero (Jn 19.36, Éx 12.46)”.[12] En el Apocalipsis ya no importan los detalles, pues ni siquiera se utiliza la palabra cruz alguna vez, y la fórmula para describir lo sucedido, mediante la figura del Cordero, es sumamente escueta: su sangre ha saciado y derrotado, al mismo tiempo a los poderes criminales. Vaya fórmula contradictoria y paradójica: el sistema asesino bebe la sangre de sus súbditos en una región marginal del imperio, para posteriormente proseguir en ese sendero de muerte, y finalmente ser “vencido”, operativamente, por la fe en el verdadero Señor de la historia universal. “Con la aceptación por Constantino de la bandera de la cruz para su ejército el imperio concede que solamente puede sobrevivir asumiendo como ideología la religión cristiana, y como un apoyo político la institución episcopal”.[13]
A los acontecimientos minuciosamente registrados por los evangelios le corresponde ahora una interpretación extremadamente simbólica que traslada dichos sucesos al plano de la fe que, con el tiempo, se ha desarrollado y probado ante las pruebas más crueles. Las circunstancias ligadas al secuestro, la tortura y el asesinato de que fue objeto Jesús fueron realidades innegables que se irían sustituyendo por una comprensión más honda del trasfondo que les dio lugar: la lucha espiritual contra el pecado y el mal alcanzó dimensiones concretas que las primeras comunidades cristianas debieron procesar guiada por el Espíritu prometido. En el cap. 17 aparece el panorama del juicio divino contra la oposición a su Reino y como parte de esto la iglesia participa denodadamente del lado de su Señor. La guerra contra ella por parte de la bestia del mar se recrudece pero en la derrota que les infringe el Cordero, “Rey de reyes y Señor de señores” (v. 14b) participan también “los llamados, los elegidos y los creyentes” (v. 14c). “El esplendor y la riqueza de Babilonia asombran incluso a Juan (17,6-7). Babilonia lleva algo escrito en su frente, lo mismo que los seguidores del Cordero. La expresión ‘nombre misterioso’ puede aludir a la gran Diosa Madre. Babilonia sostiene en sus manos una copa de oro llena de idolatría y de cosas detestables. El contenido de la copa es explícitamente interpretado como la sangre de los cristianos asesinados, con la que se ha emborrachado la gran ciudad”.[14]
Jesús formó parte de esas cadena de crímenes contra personas inocentes, pero que resistieron el poder imperial, de modo que todo lo que rodeó su muerte vendría a repetirse, una y otra vez, en la vida de sus seguidores y creyentes. Pero el destino de Roma ya estaba anunciado y los verdaderos vencedores serían otros, a pesar de todo. “El texto describe a Roma emborrachada con la sangre no sólo de los santos, sino de todos los degollados en la tierra. Roma ostenta enormes riquezas y detenta un poder universal. Sus decretos son aplicados en las provincias que dan cobijo a la idolatría romana e incitan a la persecución de los cristianos”.[15]
La luz de la eternidad vislumbrada por el Apocalipsis lo ilumina todo, desde el triunfo aparente, pero imposible del mal, hasta el sufrimiento inexplicable de los justos e inocentes, pasando por el triunfo irremisible del amor de Dios. Ahora se espera de los lectores una respuesta de fe que sea capaz de ofrecer recursos para la resistencia espiritual en nombre del verdadero Dios, el de la vida, no el de la muerte ni la crueldad. Barbara Andrade describió la reacción más adecuada con singular precisión: “El Espíritu Santo concreta este mensaje nuclear de la fe: en cuanto Espíritu del Hijo crea en los creyentes —en los que están ‘llenos del Espíritu Santo’— el servicio incondicional de Jesús por el ‘Reino’ de su Padre; y en cuanto Espíritu del Padre nos capacita para hacer lo que hace el Padre: desclavar a los crucificados y así transformar nuestra sociedad en una sociedad en la que ‘habita’ Dios”.[16] Sólo así se dejará de usar el nombre de Dios de manera idolátrica para seguir crucificando personas y asesinando con el pretexto de que se sirve a propósitos nobles.
Como escribió Martin Buber, acerca de la profanación de la palabra Dios y de la realidad a la que alude: “Si eligiera el concepto más puro y resplandeciente de la recóndita cámara de los tesoros de los filósofos, sólo podría recoger en él una imagen conceptual sin compromisos, pero no la presencia de aquél a quien las generaciones humanas han venerado o humillado con sus pavorosas vidas y muertes… Aquél a quien aluden las generaciones de los hombres que con tormentos infernales golpean las puertas del cielo… dibujan caricaturas y escriben debajo “Dios”. Se asesinan unos a otros y dicen: ‘En nombre de Dios’”.[17]





[1] José Comblin, Cristo en el Apocalipsis. Trad. de A.E. Lator Ros. Barcelona, Herder, 1969 (Biblioteca Herder, sección de Sagrada Escritura, 108), p. 39.
[2] Ibid., p. 40.
[3] Elisabeth Schüssler Fiorenza, Apocalipsis: visión de un mundo justo. Trad. de V. Morla Asensio. Estella, Verbo Divino, 1997 (Ágora, 3), p. 114.
[4] Jorge Pixley, “Las persecuciones: el conflicto de algunos creyentes con el Imperio”, en RIBLA, núm. 7, www.claiweb.org/ribla/ribla7/las%20persecuciones.htm.
[5] Idem.
[6] José Adriano Filho, “El Apocalipsis de Juan como relato de una experiencia visionaria. Anotaciones sobre la estructura del libro”, en RIBLA, núm. 34, www.claiweb.org/ribla/ribla34/el%20apocalipsis%20de%20juan.html.
[7] J. Comblin, op. cit., pp. 42-43.
[8] Elisabeth Schüssler Fiorenza, op. cit., p. 92.
[9] Ibid., p. 100.
[10] Ibid., p. 130.
[11] Ibid., p. 126.
[12] J. Comblin, op. cit., p. 52.
[13] J. Pixley, op. cit.
[14] E. Schüssler Fiorenza, op. cit., p. 136.
[15] Ibid., p. 138.
[16] Barbara Andrade, “Algunas reflexiones sobre la ‘creación’ y el sufrimiento”, en Staurós. Teología de la Cruz, núm. 40, p. 18, www.pasionistas.net/documentos/stauros/Stauros%2040.doc.
[17] M. Buber, Eclipse de Dios. Estudios sobre las relaciones entre religión y filosofía. Trad. de L.M. Arroyo y J.M. Hernández. Salamanca, Sígueme, 2003, pp. 13-14.

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