12 de abril, 2015
Conclusión
del discurso: todo está dicho. Respeta a Dios y guarda sus mandamientos, pues
en eso consiste ser persona. Porque Dios juzgará toda acción, incluso las
ocultas, sean buenas o malas. Eclesiastés
12.13-14, La Palabra
(Hispanoamérica)
Volver a abordar el Eclesiastés resulta tan desafiante como estimulante
para la vida de fe, pues el esfuerzo espiritual, cognoscitivo y hasta
filosófico del Predicador (Cohélet), leído en una época tan similar a la que lo
produjo constituye un ejercicio de pensamiento y espiritualidad que logra ir
más allá de los lugares comunes religiosos, muchos de los cuales todavía hoy
prevalecen, especialmente los relacionados con el “éxito de los devotos a toda
costa”, pero que a lo largo de todo el libro son puestos en tela de juicio. El
género literario de los “Escritos”, que hoy catalogaríamos como ensayo, viene
hasta nosotros con una enorme y consistente carga de crítica, análisis y
observación, que nunca deja de lado la presencia de Dios, quien en su afán de
justicia y equidad, envía lo mismo para todos/as: bienes, males, dudas,
riqueza, pobreza, en medio de circunstancias comunes a los seres humanos, como
comunes son sus necesidades, afanes y esperanzas, aun cuando cada uno/a está llamado
a diversificar la existencia con su propio carácter, temperamento, vocación y
aficiones particulares.
El tema del “temor de Dios”, en otras manos, habría resultado en una
cadena de exhortaciones previsibles de principio a fin, pero en su pluma privilegiada
encontró un expositor de primer orden que consigue remontarse en el tiempo y el
espacio para traducir el sentimiento y la situación de su momento para producir
un texto que ha resistido el paso de los siglos con singular donaire y
exigencia para quienes se acerquen a él. Su insistencia permanente en el “vacío”
(hebel, “vanidad”) de la vida
parecería que busca arrastrar a quien lo sigue en una espiral de decadencia y
sinsentido. No obstante, el Predicador no se deja engañar y encuentra que la
vida de los piadosos, que lo rodeaban sin duda como una mayoría aplastante, no
siempre encontraba concordancia con algunos sinsabores o pruebas que se viven
en el camino. El problema de una vida difícil no se resolvía, según dijo, con
la incertidumbre que produce la muerte, pues ésta es una realidad biológica inevitable,
con todo y que la ética o la moral religiosas sean una necesidad u obligación
para quienes se decían conocedores del Dios de Israel. Al no mencionar el pacto
de Dios con su pueblo, el libro se coloca en una situación existencial (o
existencialista) en la que lo primordial es resolver pragmáticamente los
grandes dilemas de la existencia, pero no necesariamente mediante el uso de los
manuales de turno, que hoy son una auténtica plaga. Muestra de un buen
acercamiento es lo que escribe Lidia Ladeira Veras: “Como norma de comportamiento,
Qohélet aconseja ‘no ser demasiado justo, ni mostrarse excesivamente sabio’ (7.17),
pero, por otro lado, afirma que ‘los justos y los sabios, con sus obras, están
en las manos de Dios’ (9.1)”.[1]
Siendo el capítulo 12 tan conocido, desgastado y muchas veces, tan
malinterpretado, cuesta trabajo situarlo nuevamente en el horizonte casi “cínico”
en el que lo coloca su autor, pues no siempre estamos a la altura de la
pluralidad y riqueza de lecturas que demanda. Nuestra lectura del pasaje ha
estado dominado por la mentalidad adulta que desea conducir a los jóvenes por
el sendero del bien y de la piedad sin caminos alternativos. El rumbo de la duda
y el juicio crítico modifica la experiencia que se intenta transmitir, puesto
que el libro continuamente insiste en que, desde la voz de la primera persona,
quien habla atravesó diversos estados de ánimo y de fe para, después de un
tiempo razonable, asumir sus errores, su falta de visión y de perspectiva.
Ciertamente desea advertir a los más jóvenes que se pueden “ahorrar” ese camino
de vacilaciones, pero no les oculta el hecho de que los sabios tuvieron la razón
al hablar del temor de Dios como fundamento de la vida individual y colectiva.
No es que no tengan razón, afirma, pero les falta un toque de escepticismo y
claridad.
Entregarse al designio y a los juicios de Dios es la consigna de alguien
que, si dejar de creer, es capaz de observar radicalmente lo que sucede a su
alrededor y no quedarse con la primera impresión. Temer a Dios, para él, es
asumir frente a la existencia un realismo de fe suficiente para sobrevivir y
estar por encima de las penurias y mezquindades que, invariablemente, se le
presentarán. Así resume Elsa Tamez la enseñanza del libro sobre este asunto:
El significado del término temor a Dios no corresponde
a tenerle miedo. Aquí en Qohélet significa más bien reconocer la distancia que
separa a Dios del ser humano. Reconocer su aspecto numinoso y extraordinario
que sobrecoge a los humanos porque es inescrutable, impredecible, un enigma
indescifrable. Dios es misterio. Marca los límites del potencial humano. Como
un espejo o una fuente clara le hace ver a sus criaturas su condición de
humanos. En este sentido, el reconocimiento de Dios como Dios da inicio a la
realización humana. Se puede vivir y planear vivir porque pase lo que pase se
tiene la fe de que Dios está allí. Así pues, paradójicamente, el temor de Dios
significa “no temas”; invita al sosiego en la práctica afanosa. El temor de
Dios va relacionado con el comportamiento del ser humano y con su actitud hacia
la vida. por eso implica un fuerte acento de confianza. Reconociendo los
límites humanos, la conciencia se despliega dentro de los márgenes de la
posibilidad; pues de lo imposible Dios se encargará, incluso por medio de los
sujetos. Todo queda delante de Dios, sin penetrar en el misterio (9.1).[2]
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