21 de junio, 2015
Te
he mandado que seas fuerte y valiente. No tengas, pues, miedo ni te acobardes,
porque el Señor tu Dios estará contigo dondequiera que vayas.
Josué 1.9, La Palabra (Hispanoamérica)
Josué 1 es todo un clásico de todos los tiempos para la reflexión cristiana
evangélica, especialmente para aquella que está ligada de por vida a la
militancia en el llamado Esfuerzo Cristiano, pues el nombre de esta agrupación
deriva directamente de la famosa exhortación del v. 9. No obstante la inmediata
asociación de ésta con los ímpetus y los afanes juveniles no necesariamente le
hace justicia al espíritu y, sobre todo, al contexto de las palabras del texto,
puesto que, ante la desaparición de Moisés como líder casi insustituible de las
tribus de Israel, la figura de Josué requería, sobre todo, de lo que podría
llamarse una genuina legitimidad moral y espiritual
para ocupar el lugar vacante. Se trataba, ante todo, de asumir una postura
clara y valiente ante la enorme tarea de conquistar un “territorio prometido”
pero cuyos propietarios no lo soltarían fácilmente, por lo que se avecinaba una
guerra de invasión a fin de ocuparlo.
En los tiempos que corren, toda visión colonizadora representa formas de
violencia que una sana interpretación de las Escrituras no puede dejar nunca de
lado, motivo por el cual la espiritualización de la exhortación obliga a
repensar el sentido que debe guiar la relación entre ella y una vida cristiana
desafiada continuamente al esfuerzo, esto es, al gasto continuo de energía,
para avanzar en el nombre de Dios hacia los caminos que tiene preparados para
los creyentes y la iglesia, y en donde Él siempre nos está esperando, delante
de todo lo que podamos creer o imaginar. Para Nancy Cardoso Pereira, hay tres
aspectos que hoy deberían ayudar a interpretar la visión del libro de Josué, a
fin de lograr una buena comprensión de su mensaje:
· La
dimensión vital del acceso a la naturaleza, como condición de vida.
· La
experiencia de Dios, vivida en la experiencia de la espacialidad, como garantía
de territorio para todos y todas.
· El
conflicto presente en la experiencia de los grupos humanos, como ejercicio
permanente de deconstrucción de poderes de muerte y construcción de alianzas
que garanticen la vida.[1]
Al momento de ser
interpelados por las palabras de Yahvé dirigidas a Josué, uno podrá situarse
ante cada uno de ellos para percibir que el Dios que había prometido un espacio
nuevo de vida, desarrollo y bienestar para su pueblo no podía, por definición,
condenar a la muerte y la desposesión a otros pueblos. Incurrir en el etnocentrismo
con base en una doctrina de la elección ajena a la preservación de la vida
humana no puede ser una buena plataforma para una lectura espiritual del libro
y de la historia misma de la ocupación de la tierra. Prueba de ello es la reacción
del propio Josué ante algunas órdenes de arrasamiento: “Pero Israel no prendió
fuego a ninguna de las ciudades situadas sobre las colinas; únicamente Jasor
fue incendiada por Josué” (11.13). Resulta complicado simpatizar hoy con el
exterminio o la “limpieza racial” que se menciona en diversos lugares del
libro, con todo y que se explique a partir de una “razonable limpieza espiritual”
o religiosa. Además, el propio pueblo también tenía otros componentes raciales:
“La verdad, en medio de este pueblo llamado Israel hay quenitas (Nm 10.29-32;
Jue 4.11, 17), madianitas (Ex 2.21), cusitas (etíopes, negros, Nm 12.1) y una,
no bien identificada, ‘multitud’ que poseía ganado y ovejas (Ex. 12,38)”.[2]
Además, mediante una atenta lectura se puede apreciar que “la verdadera lucha
se dio contra “reyes” y contra “ciudades”, más que contra poblaciones. Fue la
lucha de diferentes grupos oprimidos que vivían al margen del sistema imperial
tributario, contra sus opresores, contra la ciudad”.[3]
Josué aparecería entonces, no como un modelo de “conquistador”, sino más
bien, por la fuerza de los hechos, como un tipo de creyente que es desafiado
por la divinidad y enviado a cumplir una dura misión en medio de pueblos diferentes
al suyo, y en la que la fidelidad al proyecto divino es lo más importante. Para
ello requiere de cualidades específicas y que debían esperarse de un líder que
asumirá el lugar de quien ya no estaba presente: “llenar los zapatos” de Moisés
era una tarea honrosa pero demasiado grande para quien, a pesar de haberlo
acompañado, necesitaba ahora una imagen y una certidumbre completas para lograr
su propósito. Las palabras de Yahvé son aleccionadoras y solemnes: “Moisés, mi
siervo, ha muerto. Disponte, pues, a cruzar ese Jordán, con todo este pueblo,
hacia la tierra que yo doy a los israelitas” (1.2). La promesa confirmada es
clara sobre los territorios a ocupar: “Les entrego a ustedes todo lugar donde
pongan el pie, según prometí a Moisés” (1.3). Y la oferta de apoyo era
irrestricta: “Nadie te podrá hacer frente mientras vivas: lo mismo que estuve
con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré” (1.5) Semejantes
garantías debían ser respondidas con una actitud consecuente: “Pórtate, pues,
con fortaleza y valentía porque vas a ser tú quien darás a este pueblo la
posesión de la tierra que juré dar a sus antepasados” (1.6). La única exigencia
era: “…que seas fuerte y valiente y cumplas toda la ley que te dio mi siervo
Moisés. No te desvíes de ella ni a la derecha ni a la izquierda; así tendrás
éxito en todo lo que emprendas” (1.7).
Naturalmente, Josué tenía que ir más allá de lo meramente material (y
militar), para considerar la ley divina como la norma de vida, conducta y fe
que guiaría todos sus actos. Aquí, el lenguaje del Deuteronomio es intenso y clave:
“Medita día y noche el libro de esta ley teniéndolo siempre en tus labios; si
obras en todo conforme a lo que se prescribe en él, prosperarás y tendrás éxito
en todo cuanto emprendas” (1.8). Es entonces que aparece la consigna vital para
realizar el trabajo encomendado: fuerza, valentía y abandono del miedo y la
cobardía ante la certeza de la constante compañía divina. Ante empresas
gigantescas como la conquista de una tierra ocupada por tantos pueblos, la
dirección del Señor es una garantía de que es posible alcanzar las metas trazadas,
pero siempre sin llegar a la creencia de que “el fin justifica los medios” o de
que “los hijos de Dios tienen derecho a las mejores cosas” y, por tanto, pueden
pasar por encima de los demás, indiscriminadamente, como promueven ciertas
teologías actuales. Esforzarse y avanzar en el nombre de Dios, en el espíritu
de Josué, significa aceptar el anuncio divino de su cercanía y asumir las
tareas encomendadas con constancia, determinación y valor.
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