sábado, 13 de junio de 2015

El pueblo de Dios mira siempre hacia adelante, L. Cervantes-O.

14 de junio, 2015

Entonces el Señor dijo a Moisés: —¿A qué vienen esos gritos? Ordena a los israelitas que reanuden la marcha. Y tú levanta tu vara y extiende la mano sobre el mar que se abrirá en dos para que los israelitas lo atraviesen pisando en seco.
Éxodo 14.15-16, La Palabra (Hispanoamérica)

El paso del Mar Rojo por parte de los hebreos liberados de la esclavitud en Egipto es uno de los momentos paradigmáticos de toda la historia bíblica. Su carácter anti-épico, pues el tono del relato se halla centrado únicamente en la intervención directa de Dios para permitir que los antiguos esclavos accedieran a la libertad, realza la manera en que se cumplirían progresivamente las promesas que acompañaron todo el proceso. Al escuchar el clamor de las tribus, Dios mismo se levantó, se puso en marcha para conseguir la movilización física y espiritual de su pueblo y así instalarse él mismo en la historia como un Dios ligado a las ansias libertarias de la humanidad. El gran episodio del éxodo simboliza también la forma en que toda acción divina es capaz de transformar el presente y de proyectarlo hacia un futuro nuevo e inimaginable, en el que es posible encontrarse con otras facetas del rostro de Dios y así profundizar permanentemente en la realidad de su amor.

Uno de los instantes climáticos de esa gran gesta aconteció cuando el pueblo tuvo que afrontar el inmenso desafío de atravesar, así fuera en su parte más estrecha, el paso del Mar Rojo, a fin de alejarse definitivamente de cualquier contacto con lo que representó para él los años vividos en la sumisión a Egipto. Las tribus no estaban iniciando un viaje turístico ni mucho menos: se encontraban en el umbral del desierto y las famosas palabras proferidas por Yahvé en este contexto son, además de alentadoras, sumamente riesgosas. Mirar hacia adelante, tal como debe ser la actitud continua del pueblo de Dios, puede tener como contraparte que el camino hacia el cual se debe seguir sea el desierto mismo, esto es, un espacio aparentemente desprovisto de vida, de comodidades, pero potencialmente lleno de riquezas espirituales, de diálogo con Dios, de comunión, en este caso, sumamente desafiante al venir de las aparentes “ventajas” de Egipto: comida segura, especialmente, pero en el marco de la esclavitud y la sumisión.

La narración del paso del Mar Rojo trae hasta nuestros ojos la incertidumbre, la duda y la vacilación de todo un pueblo concentrado en un solo lugar que deberá tomar una decisión colectiva para asumir plenamente los planes divinos de libertad. Acerca de la orden para marchar hacia adelante (14.15) escribe Xabier Pikaza:

Hay un momento en que la decisión resulta inevitable. Es el momento de ruptura. […] Entonces resulta necesaria la decisión y nadie puede asumirla por nosotros: ni los ángeles del cielo, ni los astros, ni siquiera el mismo Dios excelso. Dios nos encamina, nos promete su asistencia, pero luego quiere que nosotros mismos asumamos nuestro riesgo y decidamos […]
Sólo cuando empezamos a avanzar envía Dios su viento y seca el agua de los mares. De esa forma muestra que la libertad es don que sobrepasa nuestras fuerzas: nosotros las buscamos y es ella la que viene a nuestro encuentro, destruyendo las murallas y los mares que cerraban el camino.[1]

Dios no puede relacionarse con un pueblo que no esté dispuesto a la aventura renovadora y creativa en medio de una historia cuyas contradicciones no cesan nunca. Las historias personales, familiares, colectivas, subsidiarias todas de una historia mayor que Él en su soberanía y profundo amor va desplegando ante nosotros, como siempre lo ha hecho con su pueblo, adquirirán nuevas dimensiones al interpretar progresivamente sus acciones concretas. Y podemos confesar que no nos agradan necesariamente los desiertos a los que nos ha llamado y nos seguirá llamando tantas veces, pues los desiertos donde es posible el encuentro con Dios son espacios de melancolía, ansiedad y precariedad, pero también puede llevarnos por lugares pletóricos de bendiciones materiales y espirituales. “La imagen que el texto da de la vida en el desierto es la de una persona que no lo conoce y vive en la ciudad. El desierto es comprendido como un lugar de grandes peligros y donde el riesgo de no contar con agua o alimentos es la preocupación cotidiana. La muerte ronda en cada jornada y el sentimiento de que allí no hay muchas posibilidades de sobrevivir está presente en cada nueva escena”.[2] Fe, sobrevivencia y confianza plena en el amor divino: he ahí la tríada a la que se refieren las profundidades del texto.

Yahvé es el estratega de la liberación y de la salida del laberinto geográfico, psicológico y político: “El faraón pensará que los israelitas no saben salir de Egipto y que el desierto les cierra el paso. Y yo haré que el faraón no se dé por vencido y los persiga; y de nuevo mostraré mi gloria a costa de él y de todos sus ejércitos. Así los egipcios tendrán que reconocer que yo soy el Señor” (14.3-4). Dios mostrará su gloria justamente al lado de la multitud llena de pánico ante el peligro inminente de una muerte trágica (14.11-12). Todo dependía de que el pueblo cumpliera las órdenes sistemáticamente al pie de la letra. El obstinado faraón, sin saber a ciencia cierta que estaba librando una guerra desigual contra el Dios de los esclavos, se suma a los planes divinos para dar lustre a la labor de introducirlos, poco a poco, al vergel de una vida plena y auténtica, aunque aún faltaba mucho tiempo para ello.

En la experiencia de las tribus hebreas, el desierto se volverá un escenario de múltiples experiencias en donde el cuidado de Dios se hará presente: el agua en la roca, el maná, las codornices… Diversas manifestaciones extraordinarias del amor de un Dios que siempre está atento al porvenir de su pueblo, incluso en instantes límite en los que las fuerzas humanas flaquean al máximo. Los múltiples éxodos que nos son presentados demandan de nosotros hoy una confianza ciega en el amor de Dios que podrá sustentarnos en medio de cualquier circunstancia, pero sin dejar jamás de mirar hacia adelante, pues ésa debe ser la vocación irrenunciable del pueblo de Dios permanentemente.

Cuando termina el eco de los cantos, llega la exigencia del camino. El problema no son los opresores, que han quedado atrás, hundidos en el mar o destruidos en su misma prepotencia ciega. El problema son los liberados que ahora deben inventar su propia marcha en actitud de gracia, en solidaridad compartida y valentía. Antes era fácil: bastaba resistir o responder en contra. Ahora es preciso inventar la libertad, aprendiendo a caminar de forma nueva, en el desierto.[3]





[1] X. Pikaza, “Éxodo: libertad, principio de la historia”, en Para leer la historia del pueblo de Dios. Estella, Verbo Divino, 1990, pp. 80-81.
[2] Pablo Andiñach, “El camino del desierto: angustia y experiencia de la protección de Dios”, ponencia presentada en XXXIV Semana de Estudios CEFyT: “La palabra de Dios escuchada y compartida nos libera y humaniza”, www.dropbox.com/s/2vde1kh8azqpe5v/El%20camino%20del%20desierto.docx.
[3] X. Pikaza, op. cit., p. 81.

No hay comentarios:

Apocalipsis 1.9, L. Cervantes-O.

29 de agosto, 2021   Yo, Juan, soy su hermano en Cristo, pues ustedes y yo confiamos en él. Y por confiar en él, pertenezco al reino de Di...