27 de septiembre, 2015
En atención al Señor, presten acatamiento a
toda autoridad humana, ya sea al jefe del Estado en su calidad de soberano, ya
a los gobernantes puestos por Dios para castigar a los malhechores y premiar a
quienes observan una conducta ejemplar.
I Pedro 2.13-14, La
Palabra (Hispanoamérica)
Dos apóstoles de Jesucristo asesinados por el Estado imperialista romano,
que corrieron la misma suerte de su Señor y Maestro, hablaron, se podría decir,
de una manera casi favorable acerca de él en algún momento de su vida. Ambos participaron
de la evolución que muestra el Nuevo Testamento en la comprensión de lo
político, el gobierno y el Estado, y coinciden en la obligación que tienen
los/as seguidores de Jesús de Nazaret de mostrar una conducta intachable ante
los gobiernos. Pedro, particularmente, completaría las tres estaciones que lo caracterizaron.
Discípulo, apóstol, mártir. Esa cadena de comprensión y acción la encabeza el
propio Jesús, la continúan los apóstoles en algunos de sus escritos y la
completa el Apocalipsis. El rastro ideológico de las posiciones generadas por
ellos va desde el escepticismo apocalíptico del Nazareno, en el límite del
anarquismo, hasta el rechazo y la denuncia contundente del Apocalipsis, pasando
por la visión apostólica del respeto a las leyes y los gobernantes, tal como lo
expusieron San Pedro y San Pablo.
Si la posición paulina es la más conocida gracias al capítulo 13 de la
carta a los Romanos, la de su contraparte petrina lo es menos, aunque se
refiere de manera muy similar a la responsabilidad cristiana como parte de una
ciudadanía de cualquier nación, sin olvidar tampoco el énfasis escatológico
como base de la visión espiritual sobre cualquier asunto: “Queridos hermanos,
ustedes son gente de paso en tierra extraña” (I P 2.11a). “Portarse
ejemplarmente” entre los demás conciudadanos es la consigna a fin de desmentir “las
calumnias de que eran objeto los creyentes (v. 12). Y por amor al Señor es que
debe guardarse “acatamiento [jupotájete]
a toda autoridad humana”, agregando una distinción muy clara entre los “jefes
del Estado” (13) y los “gobernantes”, pues todos han sido colocados en sus puestos
por Dios “para castigar a los malhechores y premiar a quienes observan una
conducta ejemplar” (14). Esta percepción punitiva del gobierno, típica de la época,
representa la manera en que se apreciaba la “función policiaca” del Estado para
responder a la presencia del mal en el mundo.
Al hacer el bien, los seguidores de Jesús cerrarán la boca a los que no
distinguen adecuadamente las cosas (15) y de esa forma el ejercicio de la
libertad cristiana para servir a Dios brillará como la mayor virtud que se
espera de la iglesia en el mundo (16). La actitud cristiana predominante es
delineada inmediatamente: tratar a todos con deferencia (consideración), amor
fraternal, temor a Dios y respeto al jefe del Estado (17). Acatar las órdenes y
someterse sin tomar en cuenta la condición moral de quienes mandan (18). Para
algunos, estas recomendaciones orientadas aparentemente hacia la sumisión, no
son tal, sino que son más bien instrucciones pata mantener una presencia
intachable de la iglesia en medio de la sociedad, pues aunque ni la iglesia ni
el Estado constituyen una sociedad perfecta, ella debe guiarse, por ser
portadora del mensaje divino, por los estatutos que proceden de su fe y
convicción, centrada en la presencia actuante y eficaz de los signos del Reino
de Dios en el mundo.
Tal como resume Oscar Cullmann sobre la función de la iglesia en
relación con el Estado en todos los tiempos: a) “Debe dar lealmente al Estado todo lo que sea necesario para su
existencia”, b) “Debe cumplir ante el
Estado una función vigilante. Es decir: debe permanecer, por principio, crítica
ante todo Estado y prevenirle de la transgresión de sus límites”, y c) “Debe negar al Estado que traspase sus
límites lo que éste pida de ella en el terreno de la transgresión
religioso-ideológica”.[1]
[1] O. Cullmann, El Estado en el Nuevo Testamento. Trad. de E. Gimbernat. Madrid,
Taurus, 1966, p. 105.
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