13 de septiembre, 2015
Pero Pablo dijo a los guardias: —Ellos nos han hecho azotar en
público sin juicio previo, y eso que somos ciudadanos romanos. Después nos han
metido en la cárcel. ¿Y ahora pretenden que salgamos a hurtadillas? ¡Ni mucho
menos! ¡Que vengan ellos a sacarnos! Los guardias transmitieron estas palabras
a los magistrados, quienes, alarmados al saber que se trataba de ciudadanos
romanos, vinieron a presentarles sus excusas.
Hechos 16.37-39, La
Palabra (Hispanoamérica)
Nosotros, en cambio, somos ciudadanos de los cielos y esperamos
impacientes que de allí nos venga el salvador: Jesucristo, el Señor.
Filipenses 3.20
La relación de los seguidores/as de Jesús de Nazaret con los poderes
políticos no siempre fue la misma, pues experimentó una evolución que es
posible rastrear en los documentos del Nuevo Testamento. Este proceso respondió
a la experiencia vivida y a la forma en que los gobernantes de los diversos
niveles reaccionaron ante el crecimiento del movimiento de Jesús. Así, la
primera etapa de este proceso es la representada por el propio maestro, quien,
como explica Oscar Cullmann, estuvo atenazado por la tentación cotidiana de los
zelotes, por un lado, y la presencia insoportable de los legionarios romanos,
por la otra, de modo que debió llamar la atención a quienes se oponían a dicha
presencia: “Jesús
debió ejercer una especial atracción sobre esta gente. Entonces comprendemos mucho
mejor que tuviese que enfrentarse diariamente, por así decirlo, con la cuestión
zelote. Y asimismo entendemos que el ideal zelote era la auténtica tentación
para Jesús […] Al hablar de la actitud de de Jesús ante el Estado no debemos
limitarnos, como es costumbre, al relato de Mr 12.23ss […], debemos partir más bien
de la posición de Jesús ante los zelotes”.[1] Como buen judío, Jesús
no podía estar de acuerdo con la actuación de los representantes romanos en
Palestina, por lo que su actitud hacia Herodes el tetrarca de Galilea y Poncio
Pilato fue crítica y cortante, pues hay que recordar la manera en que se
refirió al primero (“esa zorra”, Lc
13.32a) y Además, no debe olvidarse nunca que Jesús fue condenado por los
romanos “como zelote a morir en la cruz”.[2]
Una segunda etapa cronológica en el trato con el Estado romano y sus autoridades
acontece en el libro de los Hechos, cuando la iglesia comenzó a penetrar en
otras regiones del imperio, como parte de un fenómeno de “cosmopolitización”
del mensaje judeo-cristiano. Para tal fin, un arma que se menciona en el texto es
la posibilidad de que algunos apóstoles poseyeran la ciudadanía romana, con lo
que su trabajo misionero adquiriría una dimensión inesperada. Al rechazo
inicial de la importancia de los gobernantes humanos le siguió una especie de
aceptación de “mal necesario” que podían representar como parte de la
estrategia para hacerse presentes en las diversas estructuras del imperio. Es
el caso del extenso episodio de 16.16-40, cuando Pablo y Silas fueron
encarcelados en Filipos bajo la acusación de promover el desorden y costumbres
diferentes por ser judíos. Al ser apresados, Pablo debió recurrir al argumento
de su ciudadanía (lo recordará más tarde en 21.39 y, sobre todo, en 22.25-28).
Néstor Míguez explica así la estrategia paulina:
Pablo conoce el poder del Imperio y de sus protegidos, ya que
eventualmente él mismo lo fue […]. Ahora ya no descansa en ese poder, sino que
lo ha experimentado como adversario, lo padece. Pablo sabe que el Imperio
puede, en tanto poder “del presente siglo malo” fácilmente aplastar una
revuelta de esclavos, diezmar una nación, aniquilar a sus enemigos, y aún
crucificar al Rey de Gloria. El tiempo de manifestar la oposición frontal no ha
llegado. Conviene no llamar inútilmente la atención de las autoridades y no
justificar la persecución.
Pero junto a este
elemento de estrategia práctica aparece algo más profundo, la apocalíptica
paulina. Sin duda esta dimensión apocalíptica que subyace toda la carta y que
se expresa con mayor claridad en el capítulo 15, sostiene su opción. Soportamos
por un tiempo este dolor e injusticia porque llegará pronto la reversión de lo
existente, lo que hoy nos oprime ya no existirá. Se puede vivir en este mundo
anticipando la forma de vida del Reino porque la llegada de Cristo es
inminente.[3]
Más adelante, y en camino hacia una nueva revisión crítica de la función
política en el marco de la esperanza en la venida del Reino de Dios anunciado
por Jesús, el propio apóstol utiliza el lenguaje político para referirse a los
creyentes, precisamente de la ciudad de Filipos, como “ciudadanos de ambos
mundos”, aunque con el énfasis muy claro en la ciudadanía (politeía, políteuma) celestial:
Politeía se refiere en
Hech 22.28 al derecho de ciudadano romano, que poseía Pablo. En Ef 2.12
significa la posición privilegiada de Israel, desde el punto de vista
histórico-salvífico, a la que ahora tienen acceso también los étnico-cristianos
por la fe en Jesucristo.
Políteuma se presenta solamente en Flp 3.20: los cristianos
pertenecen a una mancomunidad en el cielo; son ‘ciudadanos de derecho público’
del reino de Cristo y de la ciudad celestial. De ahí brota la exhortación a no
dejarse seducir por la ciudad terrenal.[4]
Las dos ciudadanías de los creyentes hacen que pongan un pie en este
mundo y otro en el venidero porque participan de ambos. Existe una tensión
entre el interés y la preocupación principales de la fe cristiana por acceder a
ese mundo venidero que ha de sustituir al presente, pero también una participación
en los dolores de parto que han de darlo a luz. Las exigencias del Reino de
Dios venidero iluminan con su luz de juicio y esperanza al presente, y anuncian
proféticamente que los espacios de paz, justicia, armonía y equidad que eventualmente
suceden, han de caracterizar plenamente el estado de cosas que vendrá cuando
Dios sea “todo en todos” (I Co 15.28).
[1] O. Cullmann, El
Estado en el Nuevo Testamento. Madrid, Taurus, 1966, pp. 31, 32.
[2] Ibid.,
p.
24.
[3] N. Míguez, “Pablo, el compromiso de
fe. Para una vida de Pablo”, en RIBLA, núm.
20, www.claiweb.org/ribla/ribla20/pablo.html.
[4] H. Bietenhard, “Pueblo”, en L. Coenen
et al., eds., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. III. 3ª ed. Salamanca,
Sígueme, 1993, p. 448.
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