4 de junio, 2017
Tengan todos en alta estima el matrimonio y la
fidelidad conyugal, porque Dios juzgará a los adúlteros y a todos los que
cometen inmoralidades sexuales.
Hebreos 13.4, Nueva
Versión Internacional
Humanidad, matrimonio y plan
divino
Los textos bíblicos fundadores se remiten al pasado más
remoto para indagar los orígenes y tratar de explicar el misterio de la
sexualidad y la fertilidad. De ahí que la valoración del cuerpo, de la persona
y de la unión como tal haya sido eminentemente positiva, aun cuando el manejo
de la convivencia enfrentó las dificultades de aceptar la poligamia y el
repudio unilateral por parte de los hombres. La humanidad entendió que la unión
conyugal era necesaria como fundamento de la convivencia social. El énfasis de
Génesis 2.20b en la “ayuda idónea” para el varón hoy debe interpretarse en
ambos sentidos. El peso de la autoridad patriarcal, en ese aspecto, se deja
sentir por todas partes en la historia bíblica. No obstante, existen algunos
signos positivos que, al normal las relaciones conyugales, sin proyectarse
hacia la esfera de la igualdad, abrían la puerta para ciertos cambios. “El
relato de la creación de la primera pareja humana, Gen 2.21-24, presenta el
matrimonio monógamo como conforme con la voluntad de Dios. Los patriarcas del
linaje de Set son presentados como monógamos, por ejemplo, Noé, Gen 7.7,
mientras la poligamia hace su aparición en el linaje reprobado de Caín: Lámek
tomó dos mujeres, Gen 4.19. Ésta es la idea que se tenía de los orígenes”.[1]
Para el Nuevo Testamento, que sigue la línea de
relativizar todo por causa del Reino de Dios, el matrimonio no es la excepción,
pues fue visto como un estado en el que los seres humanos son tomados para
situarse ante las exigencias del Evangelio. En el horizonte ético de la nueva
humanidad, la unión conyugal es colocada en un marco de relaciones mediadas por
el Señor Jesucristo y es vista como algo ya dado, pero que debe adecuarse y
orientarse en el sentido de la dignificación y humanización que exigen las
nuevas condiciones establecidas por Dios. En ese sentido deben entenderse las
palabras del Sermón del Monte sobre el divorcio (Mt 5.31-32), así como la respuesta
que dio Jesús a la pregunta sobre el divorcio (Mt 19.1-12). En ambos casos, el
propio Señor puntualiza la única condición posible para una separación y la
manera en que debe percibirse el estado matrimonial ante las exigencias del Reino
de Dios. Lo que agrega sobre la situación de los eunucos es inquietante y no necesariamente
marca una orientación normativa.
La historia del matrimonio en la Biblia muestra
fuertes tensiones entre los hábitos culturales y la enseñanza religiosa que
debía normarlas, sobre todo al momento de referirse a los derechos de hombres y
mujeres. Es muy desigual, por ejemplo, en Deuteronomio 24.1-4, el trato que recibían
las mujeres en el caso de ser repudiadas por sus maridos, aun cuando en el mismo
pasaje se estipulaba el año de gracia para los hombres recién casados con un
lenguaje bastante inusual para los textos legales: “…para alegrar a la mujer
que tomó” (24.5b, RVR1960).
“Un lecho conyugal sin mancha”
En una sección dedicada a ofrecer diversas instrucciones
de vida, la carta a los Hebreos aborda, ocasional, pero muy enfáticamente, el
asunto del matrimonio y la relación conyugal. Justamente al comenzar el cierre
del documento, y como parte de las exhortaciones presididas por la frase: “Permanezca
el amor fraternal” (Heb 13.1), el texto agrupa varias observaciones y afirma lo
honroso que debería ser el matrimonio (gámos)
en el ámbito de las comunidades cristianas. La franqueza con que se expresa esa
breve nota, con todo y sus eufemismos, es una muestra de la forma en que muchos
textos se refieren al asunto, muy lejos de nuestras tendencias represivas y
poco útiles al respecto. Literalmente, el texto dice: “Honroso sea el
matrimonio en todos y el lecho conyugal [coíte,
“coito”, 1438] sin mancha” (Heb
13.4a). La segunda frase se refiere claramente a la unión sexual, equivalente
al uso del verbo “conocer” en el Antiguo Testamento.
La
intimidad conyugal es un espacio de conocimiento y entrega personal que no fue
descuidado por los escritores sagrados. La inmoralidad (pórnous) y el adulterio (moixoús)
son excluidos de facto de la relación matrimonial enmarcada en el nuevo espacio
de la ética del Reino de Dios, dado que la supremacía espiritual de éste
subordina el matrimonio y lo coloca en un horizonte moral que debe mostrar las
realidades de la nueva humanidad. Incluso el componente del placer debe ser
colocado en esa perspectiva, puesto que, sin prohibirlo ni mucho menos, llama
la atención a los enormes riesgos morales y culturales que conlleva
experimentarlo sin una conciencia clara de sus alcances y limitaciones.
La “honra”
de una relación matrimonial sana es la marca espiritual y moral que debe
presidir las uniones entre personas que confiesan a Jesucristo como Señor de su
vida. El centro de la existencia, incluso la corporal, está mediada por valores
que el Reino de Dios introduce a la vida de las personas. El filósofo
protestante Paul Ricoeur escribió palabras iluminadoras sobre el misterio y la
maravilla de la sexualidad humana:
Finalmente, cuando dos seres se abrazan, no saben lo que hacen; no saben
lo que quieren; no saben lo que buscan; no saben lo que encuentran. ¿Qué
significa ese deseo que los impulsa al uno hacia el otro? ¿Es el deseo de
placer? Sí, desde luego. Pero ésta es una respuesta pobre; porque al mismo
tiempo vislumbramos que el propio placer no tiene sentido en sí mismo, que es figurativo.
¿Pero de qué? Tenemos la conciencia viva y oscura de que el sexo participa de
una red de fuerzas cuyas armonías cósmicas se olvidan, pero no por eso quedan
suprimidas; que la vida es mucho más que la vida; quiero decir que la vida es
ciertamente mucho más que la lucha contra la muerte, que un retraso del plazo
fatal; que la vida es única, universal, toda en todos y que es de ese misterio
del que el gozo sexual tiene que participar; que el hombre no se personaliza
ética y jurídicamente más que sumergiéndose también en el río de la
Vida: ésta es la verdad del romanticismo como verdad de la sexualidad.[2]
[1] Roland de
Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento.
Barcelona, Herder, p. 55.
[2] P.
Ricoeur, “Sexualidad: la maravilla, la inestabilidad, el enigma”, en Esprit, noviembre de 1960, recogido en Historia y verdad. Buenos Aires, FCE,
2015, www.facebook.com/notes/silvina-lo-re/sexualidad-la-maravilla-la-inestabilidad-el-enigma-1-por-paul-ricoeur/10151524134428432/
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