11 de febrero de 2018
Jesús le dijo: —Levántate,
alza tu camilla y camina. En ese momento el hombre quedó sano, alzó su camilla
y comenzó a caminar.
Juan 5.8-9, TLA
“En la tradición bíblica los enfermos son siempre
marginalizados, débiles, carentes, considerados pecadores, normalmente pobres y
mendigos. El cuarto Evangelio usa, en forma peculiar, para ‘enfermedad’ el
término griego astheneia, y para
‘estar enfermo’ astheneis, que
expresa debilidad, tanto social como corporal”.[1] Una
imagen impresionante es la que preside el episodio de Juan 5.1-18 (recreada por
Tintoretto en 1559): el evangelista contempla, a manera de panorámica, una
multitud de ciegos, cojos y lisiados (v. 3). Jesús subió a Jerusalén para una
fiesta de los judíos y se dirigió directamente a la piscina Betesda. “Luego se
fija en uno que era el más pobre entre todos, pues llevaba 38 años enfermo y no
tenía quién le ayudara. Jesús empieza esta visita a Jerusalén con una opción
por los pobres”.[2]
La única esperanza que tenían esas personas estaba depositada en el movimiento
de esas aguas quietas, encerradas, cuya mención está envuelta en la
controversia de algunos manuscritos que la incluyen, pues su existencia venía
desde los tiempos cananeos.
Ellos, los enfermos, no podían celebrar la fiesta,
que al parecer era la fiesta máxima, la pascua, pues estaban concentrados en la
búsqueda de sanidad. El movimiento de las aguas evoca la visión de los huesos
secos de Ez 37. El evangelista se fija en un tullido (“seco”, dice la versión
interlineal de las SBU), de 38 años, lo que significa toda una generación.
Jesús devuelve la salud a este muerto-viviente, pero no por el agua, sino por el
poder de su Palabra. Lo levanta y restaura, lanzándolo hacia una nueva vida no
exenta de dificultades para explicar el origen de su sanidad.
“Este milagro acontece en sábado y Jesús ordena al
tullido que se lleve su camilla, con lo cual altera un precepto de la Misná.
Para el evangelista se trata del verdadero sábado: la culminación de la obra
creadora de Dios, que se realza con la presencia sanadora de Jesús. En cambio,
para las autoridades judías se trata de una transgresión de la ley” (Biblia de Nuestro Pueblo). Esta contradicción
pone frente a frente las intenciones de Jesús y la del sistema
político-religioso, al que no le importa la salud de las personas. Los judíos
se fijan más en la transgresión del sábado que en la sanación del pobre tullido
y empiezan a perseguir a Jesús. Esta persecución también llegará a sus
discípulos (15.20). El milagro trasciende la vida del hombre y llega hasta
otras esferas.
Jesús se defiende, en lugar de situarse en los
detalles de la ley rabínica, se ubica en su puesto junto a Dios, que trabaja siempre,
en un presente eterno: “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” (17). La
urgencia de sanidad para el hombre era lo más urgente en ese momento, antes de
hacer otras consideraciones. Jesús enseña a sus discípulos la superioridad de
la vida y la integridad humanas por encima de cualquier ley. Jesús no es sólo
señor del sábado, como afirman los sinópticos (Mr 2.28), sino que se sitúa en
relación de comunión plena con el Padre, en continuidad de trabajo permanente,
quien nunca descansa de crear, cuidar y atender el mundo. Declara que su
actividad no procede de sí mismo, sino del Padre, quien es soberanamente activo
y generoso, pues actúa por amor. La indicación definitiva de Jesús para el
hombre es que no volviese a pecar (v. 14). Jesús proclamó, así, en acto, las
bondades del Reino de Dios (evangelización) y devolvió la dignidad a este
hombre (restauración) para que esas bendiciones mostrasen el carácter integral
de la salvación, donde el cuerpo y el alma son una unidad completa.
Juan Mateos y Juan Barreto han hecho una magnífica
síntesis del acontecimiento como parte del proyecto juanino de exposición del
ministerio de Jesús:
En esta etapa de su actividad,
Jesús prescinde por completo de los dirigentes y de la institución manejada por
ellos, que habían rechazado su denuncia y su propuesta. Para él, lo único que
importa es el hombre, por eso va adonde éste se encontraba reducido a la
miseria y la impotencia. Procede así haciendo caso omiso de las prescripciones
religiosas, y del todo indiferente a la opinión de las autoridades.
Capacita al
hombre para la actividad haciéndolo caminar por su cuenta. La experiencia de su
integridad recobrada le da la libertad frente a las instituciones. Jesús no
provoca una rebelión, su misión no se define por oposición a aquel sistema
político-religioso, sino por su aspecto positivo: comunicar salud y fuerza. Se propone
formar una comunidad humana alternativa, creando el ambiente de la libertad y
de la vida, donde el hombre pueda entrar abandonando el régimen de opresión y
de muerte. El pecado es quedar voluntariamente en la tiniebla, o volver a ella,
renunciando a realizar el proyecto de Dios.[3]
[1] Pablo
Richard, “Claves para una re-lectura histórica y liberadora (Cuarto Evangelio y
Cartas)”, en RIBLA, núm. 17, 2001, p. 9, www.claiweb.org/images/riblas/pdf/17.pdf.
[2] Ídem.
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