LOS HOMBRES DEL MAESTRO (XIV)
JUDAS ISCARIOTE
Carlos de Villapadierna
Hablamos
aquí de la figura más tristemente célebre y más universalmente conocida: Judas Iscariote. Aunque algunas
veces se le llama “hijo de Simón” (Jn 6.17; 13.2, 26), el apelativo común es “Iscariote”.
En el N. T. encontramos “Ikarioth” e “Iskariotes”, como sobrenombre de Judas,
el que traicionó a Jesús y lo entregó a las autoridades judías. “Iskarioth” se
halla en Mc 3.19; 14.10; Lc 6.16, y en algunos códices (Mt 10.4 C y Lc 22.47
D). “Iscariotes” aparece en Mt 10, 4; 26, 14; Lc 22, 3; Jn 6, 71; 12, 4; 13, 2,
26; 14, 22, y en algunos códices. Significativamente falta la vocal inicial «I»
en el códice C (Mc 3, 19; Lc 6, 16; Jn 6, 71): de este modo “Skarioth” (Mt
10.4; 26.14; Mc 14, 10), “Skariotes” (Jn 12.4; 12.2, 26; 14.22).
Según los cuatro
evangelios, Jesús es entregado a las autoridades judías por uno de los Doce,
llamado Judas (Mc 14.43; Mt 26.47; Lc 22.47; Jn 18.3). Hijo de Simón Iscariote
(Jn 6, 71), se le nombra siempre en último lugar en la lista de los apóstoles
(Mt 10.4; Mr 3.19; Lc 6.16) y siempre con la apostilla: “el que lo entregó”
(Mt, Mc) o “el traidor” (Lc). En las listas de los apóstoles de Lc 6.14-16 y
Hech 1.13, se menciona, en lugar de Tadeo, a un segundo Judas (Mc 3, 18; Mt 10,
2), a quien, por la añadidura de tou
Jacobou (= hijo de Santiago) se le diferencia de Judas Iscariote (Cf. Jn
14.22). Los tres sinópticos narran sus relaciones con el Sanedrín (Mt 6.14-16;
Mc 14.10-11; Lc 22.3-6): su intervención en la última Cena (Mt 26.25) y el beso
en el huerto de Getsemaní (Mt 26.48-50; Mr 14.43-52; Lc 22.47-52). Solamente
Mateo (27.3-10) cuenta el arrepentimiento y suicidio de Judas. En el evangelio
de Juan se describe más amplia y minuciosamente la evolución psicológica,
político-religiosa y relacional con Jesús: -Después del discurso del “pan de
vida” la ruptura es total (6.70s) = ”uno de vosotros es un diablo”: “lo decía
por Judas, el de Simón Iscariote, porque éste, que era uno de los Doce, le iba
a entregar”.
A ello se añaden
anomalías en la administración (12.4-6): “¿Por qué este perfume no se ha
vendido en trescientos denarios para dar a los pobres?”. “No le importaban los
pobres, sino porque era ladrón, y siendo el encargado de la bolsa, sustraía lo
que en ella se echaba”. Su decepción le lleva a denunciar el paradero de Jesús
(Jn 11.56) y pide por la entrega del Maestro treinta monedas de plata (Mt 26.15
s; Mr 14.10-11; Lc 22.3-6). Jesús habla tres veces del traidor con frases
generales (Jn 13.10, 18-20; Mt 26.21-24, cf. Jn 13.21s) y luego lo señala al
entregarle el bocado (13.23-29). Cuando Jesús es condenado, Judas se arrepiente
de lo hecho y devuelve las treinta monedas; los sacerdotes y ancianos se niegan
a recibirlas; Judas se aleja y se ahorca (Mt 27.3-5; Cf. Hch 1.18).
Los autores se
preguntan: ¿Por qué semejante persona fue escogido como miembro de los Doce? ¿Qué
motivos lo impulsaron a traicionar a Jesús? El final de Judas. La cuestión de
su historicidad. Algunas de estas cuestiones pertenecen a la ciencia ficción,
otras, al complicado mundo psicológico de la persona, otras, a la misma
comprensión o rechazo de la actuación de Jesús que fuerzan en Judas un
distanciamiento progresivo. Dejemos, pues, a los comentaristas que sigan hallando
convincentes soluciones.
La cuestión de
la historicidad tiene respuestas en el contexto de la historicidad de los Doce.
Todos los evangelios concuerdan en la narración de la «hazaña» realizada por
Jesús, pero incluyen diferentes matices al dibujar su personalidad: hay
evidentemente una coloración teológica debida al evangelista y una
retrospección eclesial, destacando, entre otras cosas, el aspecto de símbolo
para la comunidad cristiana. Solamente en Marcos aparece la expresión: “uno que
está comiendo conmigo”, “uno de los doce que moja en el plato conmigo”
(14.18-20). “En el Iscariote encuentra la comunidad lo que puede sucederle a
ella misma” (M. Limbeck). Mateo interpreta la acción y la suerte corrida por
Iscariote a la luz de Zac 11.12s y Dt 21.7s: con la acción de Iscariote se
realiza en el seno del pueblo judío una ruptura parecida a la que se produjo
entre Samaria y Jerusalén. Cuando los sacerdotes principales -en contraste con
Dt 21.7s- compran un terreno con el dinero obtenido con el derramamiento de
sangre inocente, cargan sobre su pueblo esta culpa. (M. Limbeck). Lucas llama a
Iscariote traidor (6.16) e instrumento de Satanás. El destino de Iscariote es
el que aguarda a los impíos (Hch 1.16-20). Para Juan, Iscariote es también
instrumento de Satanás (6.70; 13.2), y además ladrón (12.6). La entrega que
Jesús hace de su vida no surte efecto en él (13.10), es el hijo perdido (17.12).
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EL CAMINAR DEL DISCÍPULO
DISCIPULADO Y SEGUIMIENTO DE JESÚS
EL SEGUIMIENTO Y EL INDIVIDUO
Dietrich Bonhoeffer
Pero como no
se trata de ideales, de valoraciones, de responsabilidades, sino de hechos cumplidos y de su reconocimiento, es
decir, de la persona misma del mediador, que se interpone entre nosotros y el
mundo, es preciso romper con las relaciones inmediatas de la vida, es preciso
que el que ha sido llamado se convierta en un individuo delante del mediador.
Quien ha sido
llamado por Jesús aprende que en sus relaciones con el mundo ha vivido en medio
de una ilusión. Esta ilusión se llama inmediatez. Le ha impedido la fe y la
obediencia. Ahora sabe que no puede tener ninguna inmediatez, ni siquiera en
los lazos más estrechos de su vida, los lazos de la sangre que le unen a su
padre y a su madre, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, los lazos del amor
conyugal, los de las responsabilidades históricas. Después de Jesús, no hay
para sus discípulos ninguna relación inmediata en el plano natural, histórico o
vivencial. Entre el hijo y su padre, entre el hombre y su esposa, entre el
individuo y su pueblo, se halla Cristo, el mediador, puedan o no reconocerle.
Para nosotros no hay más camino hacia el prójimo que el que pasa por Cristo,
por su palabra y nuestro seguimiento. La inmediatez es una impostura.
Y como conviene
detestar la impostura que nos vela la verdad, también debemos detestar, a causa
de Cristo mediador, la relación inmediata con los datos naturales de la vida.
Siempre que una comunidad nos impida ser un individuo delante de Cristo,
siempre que una comunidad reivindique la inmediatez, hay que detestarla a causa
de Cristo; porque toda inmediatez es, conscientemente o no, odio a Cristo, el
mediador, incluso cuando quiere ser comprendida cristianamente.
Es un grave
error de la teología utilizar la mediación de Jesús entre Dios y el hombre para
justificar las relaciones inmediatas de la vida. Si Jesús es el mediador, se
dice, ha cargado al mismo tiempo con el pecado de todas nuestras relaciones inmediatas
con el mundo y, de este modo, nos ha justificado. Jesús es nuestro mediador con
Dios para que podamos, con buena conciencia, volver a relacionarnos
inmediatamente con el mundo, con este mundo que crucificó a Cristo. De esta
forma se reduce a un denominador común el amor a Dios y el amor al mundo. Y la
ruptura con los datos del mundo se convierte ahora en incomprensión «legalista»
de la gracia de Dios, que pretendería precisamente ahorrarnos esta ruptura.
De las palabras
pronunciadas por Jesús sobre el odio a las relaciones inmediatas se hace un “sí”
alegre y espontáneo a las “realidades de este mundo, que son dones de Dios”.
Una vez más, la justificación del pecador se convierte en justificación del
pecado.
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LA POLÍTICA (I)
Roger Mehl
No es
evidente que se pueda o deba
elaborar una ética cristiana cuyo objeto sea la política. La historia de la
cristiandad en Occidente ha hecho esta misión imposible o aparentemente inútil
durante mucho tiempo. En efecto, en una sociedad no pluralista y oficialmente
cristiana, el soberano (príncipe o magistrado) era naturalmente cristiano y
debía practicar una política que estuviera en lo esencial de acuerdo con el
evangelio y con las orientaciones de la Iglesia. Además, se admitía la
existencia de dos campos distintos, el temporal y el espiritual.
A esta dicotomía
correspondían dos tipos de poderes distintos, el poder temporal, ejercido por
el Estado, y el poder espiritual, ejercido por la Iglesia. Los dos poderes
estarían ordenados a Dios, pero gozaban de una auténtica autonomía en sus
mutuas relaciones. Sin duda, este esquema era teórico y nunca se aplicó con
todo rigor. El príncipe o magistrado se consideraba como jefe temporal de la
Iglesia o de las iglesias y se aprovechaba de este privilegio para intervenir
en los asuntos de la Iglesia e incluso para defenderla, a sangre y fuego,
frente a los herejes. Por otra parte, las autoridades eclesiásticas
consideraban que, en ciertas circunstancias, podían amonestar al soberano o al menos
aconsejarle. Con todo, sigue siendo cierto que el esquema de la separación
entre lo temporal y lo espiritual constituía el telón de fondo de la vida
social e impedía el nacimiento de una verdadera ética de la política.
Ahora bien: la
secularización de la vida pública, la constitución de una sociedad pluralista,
el confinamiento de las iglesias a su tarea espiritual (la salvación de las
almas), la total independencia del Estado en relación con toda autoridad
clerical y la marginación de la religión, considerada como asunto meramente
privado, han modificado por completo la situación. Ya no hay una sociedad
cristiana, y si el titular del poder político es cristiano, el hecho no pasa de
ser una circunstancia individual, sin repercusiones políticas visibles. Se
puede decir que en nuestras sociedades modernas a separación entre lo temporal
y lo espiritual ha adquirido una rigidez que no había tenido en el pasado y que
la autoridad política ya no se entiende a sí misma como “ministerio instituido
por Dios”. Esta radicalización de la dicotomía entre lo espiritual y lo
temporal plantea un problema al teólogo y le incita a elaborar una ética de lo
político. Se ha visto singularmente impulsado, y hasta obligado, por los
acontecimientos históricos de las últimas décadas: la constitución de poderes
políticos que profesan abiertamente una ideología no sólo laica, sino
conscientemente anticristiana, el totalitarismo resultante, la supresión
sistemática de los adversarios y, lo que es todavía peor, la voluntad de arrancarles
su espíritu de oposición sometiéndolos a tratamientos quimio-psiquiátricos, el
racismo institucionalizado...
Todos estos
acontecimientos han producido en la conciencia cristiana un enorme sobresalto.
Ésta ha comprendido que si la actual separación entre lo temporal y lo
espiritual pudo ser fecunda en algún momento de la historia, es decir, salvar
la libertad de la Iglesia y protegerla de las seducciones del poder, una
separación tan radical se ha convertido para todos los hombres en fuente de
esclavitud, y para el Estado, en ocasión de su demonización totalitaria. La
teología ha entendido que no le basta enseñar la sumisión a las autoridades
(aun cuando no pudiera ocultar este tema bíblico), sino que debe tratar de
definir los límites razonables del poder político, sin por ello tratar a la
Iglesia como un contrapoder.