domingo, 10 de mayo de 2020

Letra núm. 669, 10 de mayo de 2020

¿UNA NUEVA CASA?
Dominique Janthial


E
l capítulo final del libro confirma y despliega esta dimensión cósmica de la salvación. Desde el principio al final de este capítulo sé pasa de la afirmación del señorío de Yahvé sobre la pareja “tierra/cielo”, que designa la totalidad de lo creado, a un nuevo anuncio de “cielos nuevos y tierra nueva que hace [Yahvé]” (66.21). En este estadio, el lector puede preguntarse legítimamente cómo la Visión inaugural va a poder integrarse en esta gran renovación de dimensiones universales.


Primero nuevos herederos
Por tanto, todo sucede como si ese grupo -identificare con el grupo del “nosotros” o de los “siervos” (66.14)- se encontrara en lugar del fundador de la dinastía. Depende de la elección de cada cual formar parte o no de ese grupo que escucha a Yahvé más que actuar como “aquellos que escogen sus propios caminos” (66.3), y eso se traduce en los destinos individuales marcados por el contraste que expresaban las antítesis del capítulo anterior: “He aquí que mis siervos comerán y vosotros tendréis hambre...” (65.13-14), e incluso el último versículo completo del libro.
Por tanto, si el acento recae en la elección de los caminos de Yahvé, es que el acceso a la salvación no es cuestión de genealogía ni de nacimiento en el sentido físico del término. Es lo que se indica en términos llenos de imágenes en el v. 7: “Sin estar de parto ha dado a luz, ha tenido un hijo sin sentir los dolores”. Así pues, la analogía con el episodio del encuentro entre Natán y David prosigue, puesto que, después de haber planteado la pregunta: “¿Acaso vas a construir para mí una casa?” (2 Sam 7.5), Dios declaraba que él mismo iba a construir a David una casa (de carne), es decir, a darle un hijo.
El milagroso nacimiento que se produce no puede dejar que acuda a la memoria del lector la señal anunciada por Isaías a Ajaz: “He aquí que la joven está encinta y tendrá un hijo”. La palabra “señal” se encuentra además aquí con todas las letras, como en cada etapa importante del libro (66.19; cf. 7.11, 14; 37.30; 38.7-22; 55.13). El oráculo estira la metáfora del hijo recién nacido hablando durante varios versículos de lactancia, de mimos, de coger en brazos, pero es claro que el nuevo heredero no es otro que el grupo del “nosotros”: “Como un hijo al que su madre consuela, así os consolaré yo, sí, en Jerusalén seréis consolados” (66.13).
Y es ahora, al dirigirse a ese grupo, cuando se renuevan las promesas relativas a la estabilidad (“estabilidad” que, como hemos visto, era la palabra clave de las promesas hechas a David por Natán) de la dinastía de los siervos constituidos de esa manera: “Como el cielo nuevo y la tierra nueva que voy a crear son estables ante mí —oráculo de Yahvé—, así serán estables vuestra descendencia y vuestro nombre” (66.22). Y constatamos en el versículo siguiente que esta estabilidad está ligada a la peregrinación de «toda carne» hacia Yahvé, es decir, a la puesta en práctica de la Visión inaugural del cap. 2: “Y sucederá que cada luna nueva y cada sábado toda carne vendrá a postrarse ante mí, dice Yahvé” (66.23).
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¿TIENE DIOS ALGO QUE VER CON ESTA PANDEMIA? (I)
Alfonso Ropero

L
o que nadie podía pensar se ha hecho realidad: la paralización de un día para otro de toda actividad económica a nivel mundial, excepto los servicios esenciales. El mundo moderno estaba tan confiado en sus logros y avances tecnológicos y tan obsesionado con una economía de crecimiento ilimitado, que la actual pandemia del coronavirus ha sido un golpe brutal que ha dejado noqueado el sistema actual, con su ritmo vertiginoso de actividades empresariales y afluencia de personas de un lugar a otro del mundo. […]
Un virus sin distinción de clases ni de países, que salta estamentos y fronteras. Nadie se salva, ni la cultura, el deporte o la religión. Todos confinados, todos en cuarentena. Cada cual reducido al espacio de su hogar. “Creímos que podíamos vivir, si éramos parte del contingente de privilegiados, en un invernadero —escribe el filósofo argentino Ricardo Foster—. Protegidos de la intemperie climática, del calentamiento global, de la miseria creciente, de la violencia y de las pestes que diezmaban a los pobres y hambrientos del mundo. El invernadero se rompió en mil pedazos no por la fuerza de una humanidad en estado de rebeldía sino por la llegada de organismos infinitesimales e invisibles capaces de penetrar por todos los intersticios de una sociedad desarmada y desarticulada que hace un tiempo decidió vivir bajo el signo de ‘sálvese quien pueda’. El virus nos recordó de modo brutal que esa es, también, una quimera insolente, otra fantasía de un sistema aniquilador”. […]

¿Castigo de Dios?
No tiene nada de extraño que algunos se pregunten dónde está Dios en esta epidemia, qué tiene que ver Dios con el coronavirus. Los más tradicionalistas no tienen dudas. Esta pandemia es un castigo divino. Castigo por la permisión de la homosexualidad, el aborto, la ideología de género. Una buena manera de ajustar cuentas con sus enemigos particulares. […]
Todo esto del amor de Dios les suena bien a muchos, pero les parece insuficiente para describir el ser de Dios y su intervención en el mundo. ¿Acaso no es también un Dios santo? ¿Un Dios que aborrece el pecado, un Dios justo que manifiesta su ira contra los hijos de desobediencia (Efesios 5:6)?
Argumentos bíblicos no les faltan. Tienen de sobra en una lectura literalista y precristiana del Antiguo Testamento. ¿No es Dios soberano, Señor de los ejércitos y de todo cuanto sucede? ¿No castigó los pecados de Israel con sequías, plagas e invasiones? ¿No es el Todopoderoso en cuya mano están las fuentes de agua arriba en el cielo y los rayos que caen a la tierra? ¿Acaso hay alguna brizna de hierba que crezca sin su permiso? ¿No dirige él el destino de todos los hombres? ¿No están en sus manos los días de cada persona? “El Señor da la muerte y da la vida, hunde en el abismo y salva de él. El Señor empobrece y enriquece, rebaja y engrandece” (1 Samuel 2:8. BLP). “¿Quién es aquel que habla y así sucede, a menos que el Señor lo haya ordenado? ¿No salen de la boca del Altísimo tanto el mal como el bien?” (Lamentaciones 3:37-38. LBLA). […]
Sin duda que Jesús compartió la visión de Dios de sus compatriotas, pero en él se percibe otro tono, otro talante, otro énfasis que no entra en polémica con la fe tradicional de sus mayores, pero que representa una nueva manera de considerar a Dios. Su manera de referirse a él. No más Señor de los ejércitos, sino simplemente Abba, “padre” en sentido familiar. No más Poderoso y Terrible (Deuteronomio 10:17), sino Amor, amor no como propiedad o atributo, sino como esencia: Dios es Amor (1 Juan 4:8). Amor compartido, amor comunitario en la trinidad de su ser. Amor soberano que sufre; amor paciente que aguanta; amor que busca a la oveja perdida; amor poderoso que justifica el impío; amor asombroso que se deja matar en la persona de su Hijo. […]
Las desgracias no vienen sobre los hombres por voluntad punitiva de Dios, de ser así, los días de vida de los hombres sobre la tierra serían muy cortos y, por contra, no nos podríamos explicar las desgracias de los justos, excepto malinterpretándolas y, como los amigos de Job, atribuirlas al castigo divino. Jesús nos previno contra esta manera de ver, cuando dice que Dios hace salir el sol sobre buenos y malos (Mateo 5:45) y pregunta: “¿O pensáis que aquellos dieciocho, sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, eran más deudores que todos los hombres que habitan en Jerusalén?” (Lucas 13:4).
El cristianismo ligó desde su principio la idea de Dios a la persona y mensaje de Jesús. «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mateo 11:27; Lucas 10:22). Desde entonces nadie que se considere cristiano puede hacer teología, o pensar en Dios, aparte de la enseñanza de Jesús y de la puerta abierta al corazón de Dios que él nos reveló.

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