¿UNA
NUEVA CASA?
Dominique
Janthial
E
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l capítulo final del libro confirma y despliega esta
dimensión cósmica de la salvación. Desde el principio al final de este capítulo
sé pasa de la afirmación del señorío de Yahvé sobre la pareja “tierra/cielo”,
que designa la totalidad de lo creado, a un nuevo anuncio de “cielos nuevos y
tierra nueva que hace [Yahvé]” (66.21). En este estadio, el lector puede preguntarse
legítimamente cómo la Visión inaugural va a poder integrarse en esta gran
renovación de dimensiones universales.
Primero nuevos herederos
Por tanto, todo sucede como si ese grupo -identificare
con el grupo del “nosotros” o de los “siervos” (66.14)- se encontrara en lugar
del fundador de la dinastía. Depende de la elección de cada cual formar parte o
no de ese grupo que escucha a Yahvé más que actuar como “aquellos que escogen
sus propios caminos” (66.3), y eso se traduce en los destinos individuales
marcados por el contraste que expresaban las antítesis del capítulo anterior: “He
aquí que mis siervos comerán y vosotros tendréis hambre...” (65.13-14), e
incluso el último versículo completo del libro.
Por tanto, si el acento recae en la
elección de los caminos de Yahvé, es que el acceso a la salvación no es cuestión
de genealogía ni de nacimiento en el sentido físico del término. Es lo que se indica
en términos llenos de imágenes en el v. 7: “Sin estar de parto ha dado a luz,
ha tenido un hijo sin sentir los dolores”. Así pues, la analogía con el
episodio del encuentro entre Natán y David prosigue, puesto que, después de
haber planteado la pregunta: “¿Acaso vas a construir para mí una casa?” (2 Sam
7.5), Dios declaraba que él mismo iba a construir a David una casa (de carne),
es decir, a darle un hijo.
El milagroso nacimiento que se produce no
puede dejar que acuda a la memoria del lector la señal anunciada por Isaías a
Ajaz: “He aquí que la joven está encinta y tendrá un hijo”. La palabra “señal”
se encuentra además aquí con todas las letras, como en cada etapa importante
del libro (66.19; cf. 7.11, 14; 37.30; 38.7-22; 55.13). El oráculo estira la
metáfora del hijo recién nacido hablando durante varios versículos de
lactancia, de mimos, de coger en brazos, pero es claro que el nuevo heredero no
es otro que el grupo del “nosotros”: “Como un hijo al que su madre consuela,
así os consolaré yo, sí, en Jerusalén seréis consolados” (66.13).
Y es ahora, al dirigirse a ese grupo,
cuando se renuevan las promesas relativas a la estabilidad (“estabilidad” que,
como hemos visto, era la palabra clave de las promesas hechas a David por
Natán) de la dinastía de los siervos constituidos de esa manera: “Como el cielo
nuevo y la tierra nueva que voy a crear son estables ante mí —oráculo de Yahvé—,
así serán estables vuestra descendencia y vuestro nombre” (66.22). Y constatamos
en el versículo siguiente que esta estabilidad está ligada a la peregrinación
de «toda carne» hacia Yahvé, es decir, a la puesta en práctica de la Visión inaugural
del cap. 2: “Y sucederá que cada luna nueva y cada sábado toda carne vendrá a
postrarse ante mí, dice Yahvé” (66.23).
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¿TIENE DIOS ALGO QUE VER CON ESTA
PANDEMIA? (I)
Alfonso Ropero
L
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o que nadie podía pensar se ha hecho realidad: la
paralización de un día para otro de toda actividad económica a nivel mundial,
excepto los servicios esenciales. El mundo moderno estaba tan confiado en sus
logros y avances tecnológicos y tan obsesionado con una economía de crecimiento
ilimitado, que la actual pandemia del coronavirus ha sido un golpe brutal que
ha dejado noqueado el sistema actual, con su ritmo vertiginoso de actividades
empresariales y afluencia de personas de un lugar a otro del mundo. […]
Un virus sin distinción de clases ni de
países, que salta estamentos y fronteras. Nadie se salva, ni la cultura, el
deporte o la religión. Todos confinados, todos en cuarentena. Cada cual
reducido al espacio de su hogar. “Creímos que podíamos vivir, si éramos parte
del contingente de privilegiados, en un invernadero —escribe el filósofo
argentino Ricardo Foster—. Protegidos de la intemperie climática, del
calentamiento global, de la miseria creciente, de la violencia y de las pestes
que diezmaban a los pobres y hambrientos del mundo. El invernadero se rompió en
mil pedazos no por la fuerza de una humanidad en estado de rebeldía sino por la
llegada de organismos infinitesimales e invisibles capaces de penetrar por
todos los intersticios de una sociedad desarmada y desarticulada que hace un
tiempo decidió vivir bajo el signo de ‘sálvese quien pueda’. El virus nos
recordó de modo brutal que esa es, también, una quimera insolente, otra
fantasía de un sistema aniquilador”. […]
¿Castigo de Dios?
No tiene nada de extraño que algunos se pregunten dónde
está Dios en esta epidemia, qué tiene que ver Dios con el coronavirus. Los
más tradicionalistas no tienen dudas. Esta pandemia es un castigo divino.
Castigo por la permisión de la homosexualidad, el aborto, la ideología de género.
Una buena manera de ajustar cuentas con sus enemigos particulares. […]
Todo esto del amor de Dios les suena bien a
muchos, pero les parece insuficiente para describir el ser de Dios y su
intervención en el mundo. ¿Acaso no es también un Dios santo? ¿Un Dios que
aborrece el pecado, un Dios justo que manifiesta su ira contra los hijos de
desobediencia (Efesios 5:6)?
Argumentos bíblicos no les faltan. Tienen
de sobra en una lectura literalista y precristiana del Antiguo Testamento. ¿No
es Dios soberano, Señor de los ejércitos y de todo cuanto sucede? ¿No castigó
los pecados de Israel con sequías, plagas e invasiones? ¿No es el Todopoderoso
en cuya mano están las fuentes de agua arriba en el cielo y los rayos que caen
a la tierra? ¿Acaso hay alguna brizna de hierba que crezca sin su permiso? ¿No
dirige él el destino de todos los hombres? ¿No están en sus manos los días de
cada persona? “El Señor da la muerte y da la vida, hunde en el abismo y salva
de él. El Señor empobrece y enriquece, rebaja y engrandece” (1 Samuel 2:8. BLP).
“¿Quién es aquel que habla y así sucede, a menos que el Señor lo haya ordenado?
¿No salen de la boca del Altísimo tanto el mal como el bien?” (Lamentaciones
3:37-38. LBLA). […]
Sin duda que Jesús compartió la visión de
Dios de sus compatriotas, pero en él se percibe otro tono, otro talante, otro
énfasis que no entra en polémica con la fe tradicional de sus mayores, pero que
representa una nueva manera de considerar a Dios. Su manera de referirse a él.
No más Señor de los ejércitos, sino simplemente Abba, “padre” en sentido
familiar. No más Poderoso y Terrible (Deuteronomio 10:17), sino Amor, amor no
como propiedad o atributo, sino como esencia: Dios es Amor (1 Juan 4:8). Amor
compartido, amor comunitario en la trinidad de su ser. Amor soberano que sufre;
amor paciente que aguanta; amor que busca a la
oveja perdida; amor poderoso que justifica el impío; amor asombroso que se deja
matar en la persona de su Hijo. […]
Las desgracias no vienen sobre los hombres
por voluntad punitiva de Dios, de ser así, los días de vida de los
hombres sobre la tierra serían muy cortos y, por contra, no nos podríamos
explicar las desgracias de los justos, excepto malinterpretándolas y, como los
amigos de Job, atribuirlas al castigo divino. Jesús nos previno contra esta
manera de ver, cuando dice que Dios hace salir el sol sobre buenos y malos (Mateo
5:45) y pregunta: “¿O pensáis que aquellos dieciocho, sobre los que cayó la
torre en Siloé y los mató, eran más deudores que todos los hombres que habitan
en Jerusalén?” (Lucas 13:4).
El cristianismo ligó desde su principio la
idea de Dios a la persona y mensaje de Jesús. «Nadie conoce al Hijo sino el
Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera
revelarlo» (Mateo 11:27; Lucas 10:22). Desde entonces nadie que se considere
cristiano puede hacer teología, o pensar en Dios, aparte de la enseñanza de
Jesús y de la puerta abierta al corazón de Dios que él nos reveló.
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