10 de mayo de 2020
Pero yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua:
vendrán para ver mi gloria; […]
a las costas lejanas, que nunca oyeron mi fama
ni vieron mi gloria, y anunciarán mi gloria a las naciones.
Isaías 66.18-19b, Biblia de Nuestro
Pueblo. Biblia del Peregrino
La sección final de Isaías 66 (vv. 15-24) y del Tercer
Isaías está presidida por una nueva teofanía (que prolonga el v. 6) en la que
Dios se manifiesta su voluntad de juicio y salvación, simultáneamente. Lo que
era pura voz en el v. 6, ahora es fuego y tempestad en los vv. 15-16. El fuego
primero está ligado a la manifestación divina y después es un instrumento de
castigo. “El fuego asociado a tormentas o huracanes es una metáfora por el
rayo, de otra manera serían incompatibles fuego y tempestad”.[1] El Señor viene como en un carro sobre las nubes como
en otros lugares de la Escritura (Dt 33.26; Sal 68.5; 104.3; Is 19.1). ¿Para
qué “viene” ahora Yahvé?: para desahogar su ira con furia e indignación. Esta forma
de apreciar la violencia divina, advierte Croatto, está precedida por la
violencia humana que, al parecer, produce una familiaridad aceptación
sospechosa de este lenguaje utilizado para hablar de Dios. Nuestras sociedades,
observa, son tan violentas o más que la sociedad y la cultura que produjeron tales
textos.[2]
Una ordenación puede facilitar la lectura esquemática del
texto:
a) el monte y el templo, en torno los repatriados; el
Señor viene a juzgar;
b) selecciona unos misioneros para que pregonen su
gloria e inviten a todas las naciones a contemplarla;
c) acuden las naciones trayendo a los hermanos
dispersos;
d) se celebra el juicio: condena, ejecución por la
espada, los cadáveres son arrojados al fuego, fuera de la ciudad santa;
e) el Señor escoge sacerdotes, asegura la continuidad
de su pueblo; los demás acuden periódicamente a rendir homenaje.[3]
En el v. 16 reaparece la clara referencia a Jr
25.30-33: “viene a juzgar a todos los hombres... ejecuta a espada... sus
víctimas...”. En el 17 la causa se centra en los problemas litúrgicos y
alimentarios; el texto alude a ritos preparatorios de consagración y purificación,
a fin de realizar actos cúlticos en jardines. Se da la idea de una procesión
hacia esos jardines y se plantea la superación de los delitos cultuales:
… la solución ahora es otra: un culto agradable a Dios ya no
se alcanza más solamente a través de Israel, sino sólo a través de un culto
practicado por toda carne (kol-bāśār, v. 23; cf. v. 16), es decir, de todos
aquellos que, proviniendo de Israel y de las naciones, se apartan de los cultos
extranjeros y se vuelven en adoración hacia Yahvé. Aquel que ha escapado de las
naciones y, con ello, del culto a dioses extranjeros (v. 19; cf. 45,20), asume una
tarea frente al universo de las naciones.[4]
Inmediatamente después, a partir del 18, aparecen para
concluir los temas de la diáspora y las naciones (en prosa: 18-21) y las
promesas sobre la descendencia (poesía: 22-24). La reunión de las comunidades judías
dispersas es el horizonte dominante aquí, pues se trata de apercibirlas para
dar testimonio, una vez más, de la grandeza y la gloria de Yahvé. La presencia
de estas comunidades en medio de otros pueblos exigía plantear adecuadamente la
supuesta dimensión reveladora que mostrase su propósito. La gran reunión “ecuménica”
de todos los pueblos se encamina a recibir la manifestación de la grandeza
divina.
Aunque no necesariamente se buscaría la conversión de
los demás pueblos y naciones, el hecho es que “vendrán y verán mi gloria”
(18b), en el sentido de que, a través de las acciones de Dios a favor de su
pueblo, eso mismo será una revelación para los demás pueblos, aunque contemplar
la gloria no significa todavía conversión. La comunidad elegida seguiría participando
de la manifestación divina para todo el mundo. “Sabrán que yo soy Yahvé” es una
frase repetida en varios lugares, especialmente en el profeta Ezequiel (25-32,
38-39). “El verdadero motivo de su convocación tiene que ver con los judeos
/ israelitas que habitan en medio de ellas”.[5] Además, como sugiere Berges: “Si estos pueblos se
ponen en camino hacia Jerusalén, traerán consigo a los judíos de la diáspora
que todavía viven entre ellos (cf. 49.22s; 60.4). La comparación con ofrendas
llevadas en vasos puros (20b, cf. Zac 14.20s.) enfatiza, ciertamente en
contra de las pretensiones estamentales de los sacerdotes de Jerusalén, la
capacidad de culto de esos hermanos procedentes de la diáspora”.[6] En la lista de naciones (19; cf. Is 11.11) pudo haber influido
Ezequiel (27; 38-39). En esas costas lejanas, donde no se conocía a Yahvé, se
anunciará su gloria (19b).
Los extranjeros prestarían el servicio de contribuir a
ese retorno. La imagen del v. 20 es aleccionadora: estos nuevos peregrinos
vienen montados en toda clase de animales hasta el Monte Santo de Jerusalén en
recuerdo de los antiguos israelitas. Es como una especie de “misión al revés”,
puesto que el rescate de Israel de entre las naciones hace volver a estos peregrinos
por la convocación divina. Los pueblos “devuelven” a los judíos a Jerusalén
como una especie de ofrenda para Yahvé en el sentido que el profeta da al
suceso, el cual ve como “una fiesta de peregrinación, como pascua, pentecostés
y tabernáculos. Son los judeos de la diáspora lo que peregrinan y vienen a
presentarse (ellos mismos) como ofrenda. Las naciones no son más que las transportadoras
poniendo sus medios de movilidad”.[7] Así se percibe la magnitud del suceso: “Los extranjeros
prestan servicio, el pueblo es sacerdotal”.[8] De
entre los retornados, el Señor incorporaría familias sacerdotales a su servicio
basándose en Dt 18.1-8.
Se quiebra así el monopolio de los servidores del culto de
Jerusalén, que discriminaban a sus hermanos procedentes de la diáspora porque
los consideraban impuros. El que proviene de las naciones es puro, a la inversa
de aquellos que, en Jerusalén, practican cultos paganos. Recurriendo a la nueva
creación que tiene su centro en Jerusalén (65.17), se asegura a estos
sacerdotes levíticos procedentes de la diáspora un futuro perdurable (v. 22).[9]
Por último, la descendencia del pueblo se liga con la
nueva creación (cielo, tierra) que Yahvé “estaba haciendo” y su perdurabilidad prometida
(22a) relacionada con el retorno a la tierra. La promesa relacionada con el “nombre”
(22b) apela a la identidad de un pueblo que no era reconocido en ese momento
con su antigua evocación (Israel) sino por el nombre de la provincia persa (Yehud).
Se restaurará, entonces, el sentido continuo de la liturgia (23: luna nueva,
sábado) y el pueblo será testigo del juicio divino (24). “En esta nueva
creación, ordenada cúlticamente (23), habrá meses y semanas (no como en
60.19s). Terminado el acto de vasallaje, que les asegura la vida, los
peregrinos salen, porque no se quedan a vivir en Jerusalén; y al salir,
contemplan los cadáveres de los rebeldes ejecutados; como los israelitas que
“salían” de Egipto contemplaron los cadáveres de los egipcios ahogados en el
mar (Ex 14.30), o como el ejército de Senaquerib muerto cuando asediaba la
capital (II Re 19.35 = Is 37.36)”.[10] Se establecía así, formalmente, el reinicio del pueblo
de Dios en por la imagen una nueva etapa
de la historia.
El trato con Dios en estas circunstancias inesperadas,
pero bien circunscritas por Él mismo para orientar el destino de la nación
desmembrada, pero realizada espiritualmente, es un modelo, incluso para nuestro
tiempo, de la forma en que Dios reconduce los hilos de su pueblo para
congregarlo de una forma superior, no ya ligada a la geografía o a la estricta
unidad cultural. La alianza con Yahvé se proyectaba hacia nuevos rumbos,
impredecibles ciertamente, pero completamente arraigados en la fidelidad divina
hacia ella. Tal como concluye Croatto: “No debe pasarse por alto, finalmente,
que esta nueva comunidad (la realidad histórica simbolizada por la
imagen de “los nuevos cielos y la nueva tierra”) reúne a los hermanos. Así son
llamados los que vienen de la diáspora (v.20a). Hasta los futuros excluidos,
los que rechazan a Yahvé, habían sido llamados con ese nombre en el v. 5. La nueva
Jerusalén ha de cobijar, según estas promesas, a una gran hermandad, solidaria
y plenificada”.[11] El horizonte inevitable, que llegó para quedarse, era
el de la perspectiva universal de la acción de Dios, lo verdaderamente más
importante, tal como después lo anunciará el Apocalipsis (7.1-12).
[1] J.S. Croatto, Imaginar
el futuro. Estructura y querigma del tercer Isaías. Buenos Aires, Lumen,
2001, p. 471.
[2] Ibid., p. 472.
[3] L. Alonso Schökel y
J.L. Sicre, Profetas. I. Madrid, Cristiandad, 1980, p. 394.
[4] Ulrich Berges, Isaías:
el profeta y el libro. Estella, Verbo Divino, 2011 (Estudios bíblicos, 44),
p. 127.
[5] J.S.
Croatto, op. cit., p. 482.
[6] U.
Berges, op. cit. Énfasis agregado.
[7] J.S. Croatto, op.
cit., p. 485.
[8] L. Alonso Schökel y J.L. Sicre, op. cit., p. 394.
[9] U.
Berges, op. cit.
[10] L. Alonso Schökel
y J.L. Sicre, op. cit., p. 395.
[11] J.S. Croatto,
op. cit., p. 502.
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