domingo, 17 de mayo de 2020

Letra núm. 670, 17 de mayo de 2020


EL MESIANISMO DE HAGEO
Samuel Amsler


E
Prophet Haggai - Orthodox Church in Americaxaminemos más de cerca este último oráculo (2.20-23), quizás el más atrevido de Hageo.

v. 20. El oráculo está fechado en el mismo día que el anterior, como si, después de una crítica del presente, el profeta tuviera que traer una promesa abierta al porvenir. El día 24 del mes ¿tendría una importancia especial a los ojos de Hageo —o a los del redactor del relato—, dado que tres de sus oráculos están fechados en ese día del mes (1.15a; 2.10, 20)? Lo cierto es que el hecho de pronunciar dos oráculos en una sola jornada caracteriza muy bien el clima de urgencia en que ejerce su ministerio el profeta.

v. 21a. Ageo debe dirigirse personalmente a Zorobabel, el actual gobernador de Judá. El Señor le encarga de una especie de mensaje secreto, que no va destinado a toda la comunidad, como ocurría con los oráculos anteriores. Se trata de estimular especialmente al principal responsable de las obras del templo.

vv. 21b-22. La primera parte del oráculo renueva la promesa de una convulsión cósmica, anunciada ya en 2.6. Pero mientras que el tercer oráculo veía en esa convulsión el medio que Dios iba a emplear para hacer que afluyeran al templo las riquezas de las naciones, la descripción presenta aquí una batalla gigantesca, en la que serán aniquiladas todas las potencias de este mundo. Se trata de la imagen, desplegada a escala universal, de la crisis que acaba de pasar el imperio persa, en la que se enfrentaron los diversos pretendientes a la sucesión de Cambises: “caballos y jinetes caerán atravesados por la espada de sus propios camaradas”. Este último detalle tiene su origen en la tradición de la guerra santa (o sacra), en la que el Señor triunfa sin tener que intervenir, ya que los enemigos se matan entre sí (cf. Jue 7.22; Zac 14.13).

v. 23: Introducida por una nueva fórmula oracular que subraya su importancia, la segunda parte del mensaje levanta el velo sobre el papel que Dios tiene reservado a Zorobabel. Cada una de las palabras tiene todo el peso de una designación suya como rey. El verbo “tomar” tiene el sentido fuerte de una elección real, como para David en 2 Sam 7.8. El título de “siervo” subraya la iniciativa soberana de Dios, cuando toma a un hombre a su servicio (Is 42.1). Es el título honorífico que llevan los ministros de un rey (por ejemplo, 1 Re 20.23), de manera que Zorobabel se ve investido de las funciones de ministro del Señor, del Todopoderoso. El oráculo recoge a continuación la metáfora del «anillo de firmar» que ya había utilizado Jeremías contra el rey Jeconías (Jr 22,24). Pero mientras que para Jeremías se trataba de rechazar al rey, Hageo explota positivamente la metáfora para hacer de Zorobabel el ejecutor de las decisiones divinas, lo mismo que el anillo se usa para sellar y autentificar el texto de un edicto real. Resuena finalmente el verbo “elegir”, el más explícito de todos para caracterizar la función real de la que queda investido Zorobabel.

A pesar de esta acumulación de términos pertenecientes al vocabulario real, se observa cierto recato en el profeta, que no habla abiertamente de “rey” ni de “mesías”, como si una designación más explícita corriera el peligro de provocar un malentendido de naturaleza política. El papel de Zorobabel debe permanecer todavía oculto, para aparecer sólo más tarde, cuando llegue el gran “día”. Así, dentro del secreto que sólo se levanta para él, Zorobabel queda designado de antemano como el ejecutor testamentario de la voluntad del Señor.

Choca la audacia de esta profecía, que manifiesta una inmensa impaciencia por la consumación de los tiempos. De hecho, el templo reconstruido después del destierro nunca llegará a igualar el esplendor del de Salomón. En cuanto a Zorobabel, parece ser que desapareció de la escena política antes de que se acabaran los trabajos, ya que el relato de la dedicación no hace ninguna mención de él (Esd 6.15-17).
Los últimos profetas. Estella, Verbo Divino, 1996.
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¿TIENE DIOS ALGO QUE VER CON ESTA PANDEMIA? (II)
Alfonso Ropero

E
ARTICULOS RELIGIOSOS.: Alfonso Ropero Berzosan todo el mundo fieles de buena voluntad se han unido en una oración para que Dios detenga la pandemia. Se razona que, si él es bueno y quiere, puede librarnos de este valle de sombra y muerte, tiene poder suficiente para ello.

¿Acaso no es esto también una manera de admitir que esta pandemia tiene su origen en Dios, que supuestamente él ha puesto en marcha y, por tanto, puede detener gracias a la intercesión de los fieles? Es difícil eliminar de un plumazo una mentalidad milenaria que siempre ha visto en las desgracias y catástrofes el azote divino, o que atribuye la enfermedad a algún pecado oculto o ignorado del paciente. Se entiende que en situaciones de crisis afloren sentimientos atávicos.

La pregunta sobre el mal, en todas sus formas tiene un largo historial, desde los días de los filósofos griegos, cuando Epicuro (vivió entre los siglos IV y III a.C.) propuso se famoso enigma o paradoja, que más o menos dice así:

O Dios quiere evitar el mal y no puede, entonces no es omnipotente; o puede, pero no quiere, entonces no es bondadoso; o no quiere y no puede, entonces no es ni omnipotente ni bondadoso; o puede y quiere; pero sabemos que esto es incierto dado que sabemos que el mal existe.

Muchos teólogos de primera línea como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Martín Lutero y Juan Calvino, han tratado de responder a este dilema, pero después de tantos siglos sigue tan impenetrable como al principio. El filósofo G.W. Leibniz dedicó a esta cuestión su Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine du mal (1710). De esta obra deriva la Teodicea como disciplina filosófica y teológico que se ocupa de justificar/disculpar a Dios de todo mal.

La cuestión del mal, del dolor en el mundo, tanto en los seres racionales como irracionales, es un problema típicamente religioso que a los ateos y agnósticos les tiene sin cuidado. El mundo es como es y resulta ocioso hacerse preguntas sobre la responsabilidad del hipotético ser extra-mundano. Por eso, el filósofo Slavoj Žižek advierte que “lo realmente difícil de aceptar es el hecho de que las actuales epidemias son el resultado de la contingencia natural en su estado más puro, que acaba de ocurrir y no esconde ningún significado más profundo. En el orden más amplio de cosas, somos una especie que no importa”.

Para el conocido científico ateo Richard Dawkins, “en un universo de electrones y genes egoístas, de fuerzas físicas ciegas y de replicación genética, algunas personas van a resultar heridas, otras serán afortunadas, y no encontraremos ninguna moraleja ni razón en ello, tampoco ninguna justicia. El universo que observamos tiene precisamente las propiedades que deberíamos esperar si, en el fondo, no hay ningún diseño, ningún propósito, ningún bien ni ningún mal, nada más que indiferencia ciega y despiadada. El ADN ni sabe ni se preocupa. El ADN solo es. Y bailamos al ritmo de su música”.

La teología cristiana, por el hecho de ser, forzosamente tiene que reflexionar sobre la existencia y el problema del mal. Cree en el sentido de la vida, en la libertad del ser humano, en la bondad de la existencia, pese al mal que la infesta y vuelve desagradable. El mal le supera, pero cree que la bondad de Dios está por encima de toda contradicción. Por eso, históricamente, los cristianos han sido los que más atención han dedicado a la cuestión del dolor y del sufrimiento en el mundo. Y han sido ellos, sin hacer filosofía, los que más se han ocupado de la paradoja de Epicuro, cuya solución puede ser insoluble pero que no ha impedido considerarla del haz y al revés. Se ha combatido con este obstáculo, aunque sea para decir, me resulta imposible superarla, pero no me rindo. Así lo viene a decir el teólogo español Juan Antonio Estrada, para quien la teología ni sabe ni puede responder racionalmente al problema del mal. Para él, la cuestión se reduce básicamente a una respuesta práctica de espiritualidad. "Lo específico cristiano no es un saber global sobre el mal, sino la identificación con una vida, la de Jesús, y la esperanza en una promesa, la del resucitado. Se puede ser cristiano sin una teodicea resuelta”. […]

Pero, “¿quién conoce la mente del Señor? ¿Quién podrá instruirle?” (1 Corintios 2:16, DHH).

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