EL
MESIANISMO DE HAGEO
Samuel
Amsler
E
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v. 20. El oráculo está fechado en
el mismo día que el anterior, como si, después de una crítica del presente, el
profeta tuviera que traer una promesa abierta al porvenir. El día 24 del mes
¿tendría una importancia especial a los ojos de Hageo —o a los del redactor del
relato—, dado que tres de sus oráculos están fechados en ese día del mes (1.15a;
2.10, 20)? Lo cierto es que el hecho de pronunciar dos oráculos en una sola
jornada caracteriza muy bien el clima de urgencia en que ejerce su ministerio
el profeta.
v. 21a. Ageo debe dirigirse
personalmente a Zorobabel, el actual gobernador de Judá. El Señor le encarga de
una especie de mensaje secreto, que no va destinado a toda la comunidad, como
ocurría con los oráculos anteriores. Se trata de estimular especialmente al
principal responsable de las obras del templo.
vv. 21b-22. La primera parte del
oráculo renueva la promesa de una convulsión cósmica, anunciada ya en 2.6. Pero
mientras que el tercer oráculo veía en esa convulsión el medio que Dios iba a
emplear para hacer que afluyeran al templo las riquezas de las naciones, la
descripción presenta aquí una batalla gigantesca, en la que serán aniquiladas
todas las potencias de este mundo. Se trata de la imagen, desplegada a escala
universal, de la crisis que acaba de pasar el imperio persa, en la que se
enfrentaron los diversos pretendientes a la sucesión de Cambises: “caballos y
jinetes caerán atravesados por la espada de sus propios camaradas”. Este último
detalle tiene su origen en la tradición de la guerra santa (o sacra), en la que
el Señor triunfa sin tener que intervenir, ya que los enemigos se matan entre
sí (cf. Jue 7.22; Zac 14.13).
v. 23: Introducida por una nueva
fórmula oracular que subraya su importancia, la segunda parte del mensaje
levanta el velo sobre el papel que Dios tiene reservado a Zorobabel. Cada una
de las palabras tiene todo el peso de una designación suya como rey. El verbo “tomar”
tiene el sentido fuerte de una elección real, como para David en 2 Sam 7.8. El
título de “siervo” subraya la iniciativa soberana de Dios, cuando toma a un hombre
a su servicio (Is 42.1). Es el título honorífico que llevan los ministros de un
rey (por ejemplo, 1 Re 20.23), de manera que Zorobabel se ve investido de las
funciones de ministro del Señor, del Todopoderoso. El oráculo recoge a
continuación la metáfora del «anillo de firmar» que ya había utilizado Jeremías
contra el rey Jeconías (Jr 22,24). Pero mientras que para Jeremías se trataba
de rechazar al rey, Hageo explota positivamente la metáfora para hacer de Zorobabel
el ejecutor de las decisiones divinas, lo mismo que el anillo se usa para
sellar y autentificar el texto de un edicto real. Resuena finalmente el verbo “elegir”,
el más explícito de todos para caracterizar la función real de la que queda
investido Zorobabel.
A pesar de esta acumulación de
términos pertenecientes al vocabulario real, se observa cierto recato en el
profeta, que no habla abiertamente de “rey” ni de “mesías”, como si una
designación más explícita corriera el peligro de provocar un malentendido de
naturaleza política. El papel de Zorobabel debe permanecer todavía oculto, para
aparecer sólo más tarde, cuando llegue el gran “día”. Así, dentro del secreto que
sólo se levanta para él, Zorobabel queda designado de antemano como el ejecutor
testamentario de la voluntad del Señor.
Choca la audacia de esta
profecía, que manifiesta una inmensa impaciencia por la consumación de los tiempos.
De hecho, el templo reconstruido después del destierro nunca llegará a igualar
el esplendor del de Salomón. En cuanto a Zorobabel, parece ser que desapareció
de la escena política antes de que se acabaran los trabajos, ya que el relato
de la dedicación no hace ninguna mención de él (Esd 6.15-17).
Los
últimos profetas. Estella, Verbo Divino, 1996.
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¿TIENE DIOS ALGO QUE VER CON ESTA
PANDEMIA? (II)
Alfonso Ropero
E
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n todo el mundo fieles de buena voluntad se han unido en una oración
para que Dios detenga la pandemia. Se razona que, si él es bueno y quiere, puede
librarnos de este valle de sombra y muerte, tiene poder suficiente para ello.
¿Acaso no es esto también una
manera de admitir que esta pandemia tiene su origen en Dios, que supuestamente
él ha puesto en marcha y, por tanto, puede detener gracias a la intercesión de
los fieles? Es difícil eliminar de un plumazo una mentalidad milenaria que
siempre ha visto en las desgracias y catástrofes el azote divino, o que
atribuye la enfermedad a algún pecado oculto o ignorado del paciente. Se
entiende que en situaciones de crisis afloren sentimientos atávicos.
La pregunta sobre el mal, en
todas sus formas tiene un largo historial, desde los días de los filósofos
griegos, cuando Epicuro (vivió entre los siglos IV y III a.C.) propuso se
famoso enigma o paradoja, que más o menos dice así:
O Dios quiere evitar el mal y no
puede, entonces no es omnipotente; o puede, pero no quiere, entonces no es
bondadoso; o no quiere y no puede, entonces no es ni omnipotente ni bondadoso;
o puede y quiere; pero sabemos que esto es incierto dado que sabemos que el mal
existe.
Muchos teólogos de primera línea
como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Martín Lutero y Juan Calvino, han
tratado de responder a este dilema, pero después de tantos siglos sigue tan
impenetrable como al principio. El filósofo G.W. Leibniz dedicó a esta cuestión
su Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l'homme et l'origine
du mal (1710). De esta obra deriva la Teodicea como disciplina filosófica y
teológico que se ocupa de justificar/disculpar a Dios de todo mal.
La cuestión del mal, del dolor en
el mundo, tanto en los seres racionales como irracionales, es un problema
típicamente religioso que a los ateos y agnósticos les tiene sin cuidado. El
mundo es como es y resulta ocioso hacerse preguntas sobre la responsabilidad
del hipotético ser extra-mundano. Por eso, el filósofo Slavoj Žižek advierte
que “lo realmente difícil de aceptar es el hecho de que las actuales epidemias
son el resultado de la contingencia natural en su estado más puro, que acaba de
ocurrir y no esconde ningún significado más profundo. En el orden más amplio de
cosas, somos una especie que no importa”.
Para
el conocido científico ateo Richard Dawkins, “en un universo de electrones y
genes egoístas, de fuerzas físicas ciegas y de replicación genética, algunas
personas van a resultar heridas, otras serán afortunadas, y no encontraremos
ninguna moraleja ni razón en ello, tampoco ninguna justicia. El universo que
observamos tiene precisamente las propiedades que deberíamos esperar si, en el
fondo, no hay ningún diseño, ningún propósito, ningún bien ni ningún mal,
nada más que indiferencia ciega y despiadada. El ADN ni sabe ni se
preocupa. El ADN solo es. Y bailamos al ritmo de su música”.
La
teología cristiana, por el hecho de ser, forzosamente tiene que
reflexionar sobre la existencia y el problema del mal. Cree en el sentido de la
vida, en la libertad del ser humano, en la bondad de la existencia, pese al mal
que la infesta y vuelve desagradable. El mal le supera, pero cree que la bondad
de Dios está por encima de toda contradicción. Por eso, históricamente, los
cristianos han sido los que más atención han dedicado a la cuestión del dolor y
del sufrimiento en el mundo. Y han sido ellos, sin hacer filosofía, los que más
se han ocupado de la paradoja de Epicuro, cuya solución puede ser insoluble
pero que no ha impedido considerarla del haz y al revés. Se ha combatido con
este obstáculo, aunque sea para decir, me resulta imposible superarla, pero
no me rindo. Así lo viene a decir el teólogo español Juan Antonio
Estrada, para quien la teología ni sabe ni puede responder racionalmente
al problema del mal. Para él, la cuestión se reduce básicamente a una respuesta
práctica de espiritualidad. "Lo específico cristiano no es un saber global
sobre el mal, sino la identificación con una vida, la de Jesús, y la esperanza
en una promesa, la del resucitado. Se puede ser cristiano sin una teodicea
resuelta”. […]
Pero,
“¿quién conoce la mente del Señor? ¿Quién podrá instruirle?” (1 Corintios 2:16,
DHH).
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