William Blake, La desesperación de Job (1821)
28 de junio, 2020
Y
dijo: “Nada he traído a este mundo,
y nada me voy a llevar.
¡Bendigo a Dios cuando da!
¡Bendigo a Dios cuando quita!”.
Job 1.21, Traducción en Lenguaje Actual
Estamos
delante una vez más de este monumento literario, religioso y espiritual que es
el libro de Job. Es inevitable acercarse en estas condiciones a este libro para
releerlo, para volver a profundizar en él y para plantear nuevamente las
preguntas que hace tantos siglos se planteó ese creyente, ese hombre inocente y
justo que sentía que sufría de manera inexplicable y que buscó en su Dios, el
mismo Dios en el cual creemos ahora, una respuesta para su sufrimiento, su
indigencia, su precariedad absoluta. Las palabras de 1.21 (“¡Bendigo a Dios
cuando da! / ¡Bendigo a Dios cuando quita”) son las que servirán de punto de
partida para exponer ese viejo conflicto y que viene hasta nosotros nuevamente
a recordarnos la dificultad para entrelazar la existencia humana con todas sus situaciones,
con los planes y acciones divinas, soberanas, también con todas sus
consecuencias para la existencia humana.
Hace algunos años, la importante revista teológica Concilium
dedicó un número completo al tema que comenzamos a revisar: el Dios de Job.
Allí, David J.A. Clines expone la forma en que una nueva lectura creyente en
estos tiempos recientes puede y debe abordar todo lo que este libro representa
después de tantos siglos de lecturas, relecturas, interpretaciones y visiones
acumuladas para tratar de seguir penetrando en este mensaje que continúa
reproduciéndose, planteando incógnitas y mostrando las dificultades del trato
en la vida humana con el Dios eterno, el Dios justo, el dios que castiga, que
premia y que está en una relación íntima con la humanidad a pesar de sus
defectos. Así se expresa Clines: “El libro de Job es un himno a la condición
inescrutable de Dios. A diferencia de algunas religiones en las cuales la
deidad es de suyo incognoscible o casi, en el libro de Job no es que no se pueda
saber nada sobre Dios; es más bien que de Dios se sabe —o al menos se puede
decir— demasiado para que estemos seguros de que cualquier afirmación que
hagamos acerca de él es correcta o errónea”.[1]
El relato básico, que conocemos bien, es directo, que
abarca diferentes niveles, profundo de por sí, complejo y difícil, para darnos
cuenta de cómo en las alturas celestiales Dios parece comportarse de una manera
y en el trato con Job parece que se comporta de otra. Dios le presume al satán
que tiene un creyente justo en el mundo, a diferencia de la época de Abraham en
la que no fue posible ni siquiera una persona justa en Sodoma y Gomorra. En
este caso es el propio Yahvé quien le dice al satán (“el acusador”) en esa
reunión de servidores suyos: “¿Ya te fijaste en que tengo un siervo que me
obedece verdaderamente y que es completamente fiel a lo que yo exijo y espero?”
(1.8). El satán responde burlándose, diciendo: “No tiene mucho chiste ni mucha
profundidad que te obedezca y te respete como tú piensas porque le has dado
todo en la vida: familia, posesiones, riqueza, prestigio. Teniendo todo, esa
persona no puede ser confiable ni un buen ejemplo de piedad” (1.9-11).
Entonces Dios le va a “prestar” a este personaje a Job,
advirtiéndole que le quite todo, pero que no lo mate, que lo deje desnudo,
literal y simbólicamente, y que después volverían a hablar (1.12). Después de
esta negociación que acontece en las esferas celestiales, algo acerca de lo que
Job jamás se enteraría, sobrevienen las famosas pruebas para este personaje y
se van sucediendo las pérdidas trágicas: los hijos, los bienes, el ganado, las
posesiones, todo va desapareciendo en una vorágine interminable (vv. 13-19). En
el v. 20 se muestra la reacción inmediata de Job, propia de su época: “En cuanto Job oyó esto, se puso de pie y rompió su ropa
en señal de dolor; luego se rasuró la cabeza y se inclinó hasta el suelo para
adorar a Dios”. la desnudez
originaria es aludida por este hombre, la pobreza total, sustituida únicamente
por los dones de Dios y, también, cuando Dios decide quitar esos dones. En
medio de todo, dice Job, hay que seguir bendiciendo a Dios. Justamente ese
horizonte es el que deberá presidir todas estas reflexiones que haremos porque
las preguntas que surgen, preguntas milenarias, antiguas, repetidas
continuamente en cada generación de creyentes, reaparecen y vienen hasta
nosotros con la misma fuerza, con la misma intensidad, sólo que con una gran
diferencia: ahora nosotros mismos estamos encarnando a ese Job colectivo que es
la humanidad de esta época y a la cual pertenecemos.
Las preguntas ahí están: “¿Quién es Dios?”. “¿Es una
deidad cósmica, tremendamente alejada de las inquietudes humanas, o está
íntimamente implicado en la vida y destino de cada ser humano? ¿Es un dios
compasivo o un monstruo cruel? ¿Gobierna el mundo según los dictados de la
justicia, o le tienen sin cuidado los asuntos humanos?”.[2] Todas estas posturas van a aparecer y a reaparecer, en
los diálogos que entablaría Job con cada uno de sus amigos, quienes se van a
presentar “como teólogos representativos de la piedad hebrea tradicional y
ortodoxa”. Algo así como muchas iglesias que hoy anuncian destrucción, castigo,
apocalipsis irremediable y toda la carga de la ira de Dios por el pecado
humano. Los amigos encarnan y simbolizan la respuesta fácil, inmediata, que
toma de la fe tradicional lo más elemental para resolver todo problema que
tenga que ver con el sufrimiento humano desde la perspectiva de Dios. “Dios
tiene el control”, “Dios es bueno”, “Dios está al tanto de todo lo que hace el
ser humano y reacciona”. Todo ello es verdad, pero Dios no disfruta el dolor
humano, no envía el sufrimiento como una carga a partir de la cual Él se va a
solazar y a disfrutar, y a aplaudir por ver cómo fallecen miles de personas en
este mundo.
Al entrar al cuerpo del libro, tantas voces se
contradicen en una polifonía, en un conjunto de expresiones, de discursos, de
debates, en los que los amigos se van a contradecir a sí mismos. Incluso
aparecerá un amigo más joven que dirá palabras más sabias. El propio Job
lanzará acusaciones, no contra Dios propiamente, pero sí reclamando y esperando
una respuesta que le sirva porque se encuentra, igual que nuestra humanidad de
hoy, “en el interior de un terrible sufrimiento” y, por supuesto, alguien que “quizá
no esté en sus cabales”, agrega Clines, porque estaba enfermo, deprimido, solo,
aislado, empobrecido, deteriorado. Todo eso se sumó en su vida y, desde ese
“lugar”, como se plantea la teología contemporánea (“¿Desde qué lugar se habla
sobre Dios?”). Aquí se habla desde el sufrimiento y es muy difícil pedir, en
esas condiciones, racionalidad, precisión y ser 100 por ciento razonables.
La importancia de este libro para la cultura, el mundo
y la literatura no ha pasado desapercibida en México. En 2011 se publicó la
traducción del poeta Francisco Serrano (1949) a partir de la cual es posible
escuchar a Job hablando como un poeta mexicano contemporáneo. En su
introducción, Serrano recuerda la cercanía del libro de Job con algunas
aportaciones de las tragedias y el pensamiento griegos y resume de una manera
admirable el argumento del libro: “Enfrentado a la pérdida de sus bienes
materiales, de su familia y de su salud, Job se niega, no obstante, a maldecir
a Dios. Tres amigos […] llegan para consolarlo y tratan de que Job reconozca
que su estado se debe a alguna falta que ha cometido. Él se niega a aceptarlo y
entonces sus amigos lo recriminan, cada vez con mayor acritud, por lo que
consideran su piedad y su orgullo intolerables”.[3] En algunos momentos, hoy quisiéramos ser positivistas
u optimistas y responder de una manera inmediata con las palabras con que
concluye el libro, que incluso tiene un final feliz. Pero al hacer eso nos
ahorraríamos todo el camino, todo el diálogo profundo y fecundo que tuvo Job
con esas tres personas.
Le pregunta, entonces, para nosotros hoy es la que da
título a la reflexión: ¿quién es el Dios de Job? Es el Dios creador, el
sustentador de todas las cosas, pero también es un Dios que en el trato con los
seres humanos va a enviar señales complejas, difíciles de recibir. Ellen van
Wolde afirma, acerca de esas dificultades: “El libro de Job es conocido por su
valeroso héroe, que no deja de hablar de Dios debido a los muchos desastres con
que éste le ha afligido. ¿Qué clase de Dios es ése, que permite que los buenos
sufran tanto y deja que los malvados vivan una vida confortable? Más aún, ¿qué
clase de mundo es éste en el que es imposible hallar equilibrio y justicia?
¿Por qué Dios no ha elaborado un plan y una estrategia para poder cuidar mejor
de sus criaturas y de la conducta de éstas?”.[4]
Dios está delante de nosotros hoy en medio de la
crisis y el sufrimiento. Está entreverado, atravesado por esas dificultades que
hoy llenan nuestros labios y que esperan también como ese Job de la antigüedad
una respuesta que venga incluso de donde sea. Esta afirmación es con la que
debemos enfrentarnos: la respuesta que Job quiere escuchar para aliviar su vida
y toda la tragedia que está viviendo, la espera únicamente de Dios. Job está
abrumado por el sufrimiento y en esas condiciones no era capaz de mantener la
doctrina sana, el dogma correcto, la manera impecable de expresar la fe. Se
trataría de un imposible. Job está abrumado por el sufrimiento, por las
exhortaciones y regaños de sus amigos, por la soledad, el dolor y la
enfermedad. ¿A un mundo así cómo se le puede hablar, cómo se le puede expresar
algo sobre Dios?
Desde América Latina, Gustavo Gutiérrez, uno de los
iniciadores de la teología de la liberación, lo ha expresado muy bien, desde un
continente como el nuestro, a partir del título de su libro dedicado a la
historia de Job: Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente.[5] Por su parte, Ellen van Wolde concluye de este modo
sobre el problema planteado:
Enfrentado a este vasto cuadro, Job queda abrumado. Pero
¿recibe además una respuesta a sus preguntas? ¿Se insinúa que los seres
humanos, que como Job no pueden tener una visión de conjunto como la que tiene
Dios, deben dejar de hacer preguntas? ¿O se da a entender que deben decidirse
por una separación estricta entre los cielos y la tierra? ¿No podríamos ellos y
nosotros unirnos en afirmar con el Sal 115.16: “Los cielos son del Señor, la
tierra se la dio a los hombres”? ¿Es ésta la solución que ofrece el libro de
Job? […] Si nos vemos abocados a concluir que el dominio de Dios es de un
orden completamente diferente del dominio humano, los seres humanos como
tales son entonces los únicos responsables de sus actos y de cuanto acontece en
la tierra. Por consiguiente, no podemos culpar a Dios por lo que va mal en
la tierra. Además, si la variedad y diversidad en la tierra es tan inmensa, no
podemos disponerla según nuestras simples reglas de justicia.[6]
No está prohibido hacer este tipo de preguntas, como
las hizo Job, pues desde esta situación de sufrimiento podemos unir nuestra voz
y nuestra palabra de fe para seguir buscando el rostro del Creador y redentor,
que tal vez se nubla por momentos, pero que definitivamente sigue muy presente
y al lado nuestro, atento al curso de lo que nos sucede como sus criaturas
amadas que somos.
[1] D.J.A. Clines, “El Dios de Job”, en Concilium,
núm. 307, septiembre de 2004, p. 47.
[2] Ibid., pp. 47-48.
[3] Libro de Job. Trad. de F. Serrano.
México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2011 (Cien del mundo), p.
11.
[4] E. van Wolde, “Preguntas acerca de un
mundo sin justicia”, en Concilium, núm. 307, p. 7.
[5] G. Gutiérrez, Hablar de Dios
desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job. Salamanca,
Ediciones Sígueme, 1986 (Pedal, 183).
[6] E. van Wolde, op.cit., p. 8, énfasis
agregado.
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