viernes, 11 de abril de 2008

El desafío de vivir como resucitados (II): Elsa Tamez

Pasar de la muerte a la vida es una figura teológica paulina que expresa un cambio radical en la existencia humana. Se trata de dos tipos de vida antagónicos, uno con características de muerte y otro con características de resurrección. Se abandona por elección aquella existencia que por sus características mortales produce muerte y se acoge un nuevo modo de vivir. Esto se llama conversión —metanoia— en algunas partes de la Biblia.
Morir al pecado, para Pablo, significa no permanecer en él, ni ser cómplice, ni dejarse someter por las estructuras pecaminosas. La razón teológica que ofrece Pablo es la crucifixión de todo o malo de la humanidad, en la crucifixión de Jesús. De acuerdo con Pablo, cuando Jesús fue crucificado también “la criatura vieja” de ser humano fue crucificada (Ro 6.6) y allí murieron los deseos egoístas y avaros que originaban prácticas injustas capaces de crear las estructuras de pecado. Morir al pecado es importante para a Pablo porque, según sus palabras, al morir se deja de ser esclavo del pecado, se queda libre del pecado (6.7). Pero no solamente eso: una vez resucitados, asevera el apóstol, la muerte deja de tener dominio sobre los resucitados.
Pablo contrapone dos señoríos: el del pecado y el de Dios. El del pecado es el que produce muerte y por eso hay que abandonarlo, muriendo a él. El señorío de Dios es el que produce vida. Morir al pecado significa escapar de él y de sus efectos mortíferos; no obstante, no significa automáticamente resucitar a una nueva vida. Se necesita tener la opción de resucitar y de vivir como resucitados. Se necesita acoger el don de la resurrección dado por Dios mediante su Espíritu. Pues la vida resucitada es un don de Dios y esa novedad de vida se experimenta para Dios (6.10-11,13). [...]
Para Pablo, esta acción liberadora de la muerte a la vida es causada por el Espíritu y se vive en el Espíritu. Se trata del Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos y que da vida a nuestros cuerpos mortales (8.11). Se trata del Espíritu que habita en los resucitados.
En Ro 8.1-4, Pablo recuenta el acto liberador del Espíritu y la libertad de toda condenación para quienes viven de acuerdo con la nueva vida. Lo escribe de forma teológica y muy densa, casi incomprensible. Sin embargo, parafraseando sus palabras y actualizándolas, podría entenderse de la siguiente manera: “No hay nada que condene a quienes viven como Jesús el Mesías, porque el Espíritu de Dios que ha dado esa nueva vida, impregnada del horizonte del Mesías Jesús, te liberó de los mecanismos del sistema pecaminoso que produce muerte. La liberación ocurrió gracias a la acción de Dios y no de la ley.
La ley no fue capaz de controlar, de contrarrestar ni combatir los efectos injustos y antihumanos que produce el sistema pecaminoso. Al contrario, la ley se volvió impotente frente al sistema pecaminoso y sus mecanismos por dos razones relacionadas con la condición humana y su complicidad con el sistema: 1) los deseos avaros de engrandecimiento y enriquecimiento, que generaron las prácticas injustas y engendraron el sistema pecaminoso; 2) la propia fragilidad humana, presa fácil del sistema pecaminoso.
Ambas razones hacen de la ley un instrumento manipulable. De modo que por causa de la impotencia de la ley y su fácil manipulación, Dios, por medio de la figura del Hijo, tuvo que manifestarse en la historia, asumiendo la condición humana sometida a los mecanismos del sistema pecaminoso. Y todo eso lo hizo Dios para que la justicia verdadera se cumpliese en medio de nuestra realidad. [...]

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