Dios se hace presente en la historia a través de quienes viven como resucitados
Quienes viven como resucitados son los que han sido liberados por el Espíritu y caminan en la vida conforme a los anhelos del Espíritu: la justicia, el amor, la paz y la alegría. Estos manifiestan de manera visible una espiritualidad de liberación. Porque el Espíritu de Dios creador y de Cristo salvador habita en ellos y ellas. Pablo utiliza indistintamente y como sinónimos Espíritu de Dios y Espíritu de Cristo (Ro 8.9). Se trata del Espíritu Santo prometido (Gál 3.13) desde siempre y derramado en nuestros corazones (Ro 5.5). Y se trata, asimismo, del Espíritu del Mesías Jesús, el rostro humano de Dios, que nos dejó al partir de esta tierra. De modo que percibimos hoy la presencia histórica y concreta de Dios y del Mesías Jesús sólo a través de su Espíritu. “Dios con nosotros” hoy (Emmanuel) es el Espíritu Santo; no hay otra forma histórica de Dios presente en nuestra realidad. El kerigma declara que Jesús el Mesías murió, resucitó, se apareció a algunas discípulas y discípulos, y después partió, dejándonos su Espíritu. De suerte que toda acción visible transformadora y liberadora de Dios en la historia y su creación se hace por medio de su Espíritu.
Sin embargo, el Espíritu no es un fantasma que actúa sin cuerpos. El Espíritu tiene una morada concreta y material, la comunidad de creyentes que viven como resucitados y con sus cuerpos mortales, vivificados (Ro 8.11). La morada del Espíritu es el Templo, pero no el edificio, sino las comunidades de creyentes que asumen el desafío de vivir como resucitados y que forman, según las palabras de Pablo, el cuerpo del Mesías resucitado (I Co 12). Un cuerpo solidario, en comunión con los hermanos y hermanas que luchan por la defensa de la vida de los más pobres y amenazados, y respeta la diversidad gracias al Espíritu.
No obstante, el Espíritu no mora únicamente en la comunidad, también mora en las personas, en cada uno de sus cuerpos. El cuerpo es el templo del Espíritu Santo, dice Pablo (I Co 6.19). Esta afirmación repercute en tres dimensiones: una, se i
nvita a cuidar de los cuerpos propios en vista de que en ellos habita el Espíritu de Dios; dos, se invita a ver al otro, a la otra, con respeto y mirada tierna puesto que es un ser habitado por Dios; el que el ser humano sea templo del Espíritu crea una barrera para quienes quieran matar, violar o destruirlo, pues al hacerlo se ataca a Dios. Pero lo más importante es que al Espíritu le nacen nuestras piernas y brazos, ojos y boca, para hacer visible su presencia liberadora a través de los cuerpos de quienes viven como resu-citados.
Para el apóstol Pablo, en el paso de la muerte a la vida ha habido una trans-formación profunda. Al morir y resucitar con el Mesías Jesús, Dios nos concedió el Espíritu, y al dejarnos guiar por él, se recuperó la imagen divina en nosotros: pasamos a formar parte de la divinidad. El Espíritu de Dios y el espíritu humano entraron en sintonía para clamar que somos hijos e hijas de Dios y para mostrarlo con nuestras actitudes y actos como si fueran de Dios. En palabras de Pablo: “...habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace aclamar ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Ro 8.15-16).
En fin, Dios se acerca a su creación y se hace presente mediante su Espíritu. El Espíritu es la presencia histórica de Dios manifestada a través de quienes asumen el don de la vida y la viven como resu-citados. [...]
Quienes viven como resucitados son los que han sido liberados por el Espíritu y caminan en la vida conforme a los anhelos del Espíritu: la justicia, el amor, la paz y la alegría. Estos manifiestan de manera visible una espiritualidad de liberación. Porque el Espíritu de Dios creador y de Cristo salvador habita en ellos y ellas. Pablo utiliza indistintamente y como sinónimos Espíritu de Dios y Espíritu de Cristo (Ro 8.9). Se trata del Espíritu Santo prometido (Gál 3.13) desde siempre y derramado en nuestros corazones (Ro 5.5). Y se trata, asimismo, del Espíritu del Mesías Jesús, el rostro humano de Dios, que nos dejó al partir de esta tierra. De modo que percibimos hoy la presencia histórica y concreta de Dios y del Mesías Jesús sólo a través de su Espíritu. “Dios con nosotros” hoy (Emmanuel) es el Espíritu Santo; no hay otra forma histórica de Dios presente en nuestra realidad. El kerigma declara que Jesús el Mesías murió, resucitó, se apareció a algunas discípulas y discípulos, y después partió, dejándonos su Espíritu. De suerte que toda acción visible transformadora y liberadora de Dios en la historia y su creación se hace por medio de su Espíritu.
Sin embargo, el Espíritu no es un fantasma que actúa sin cuerpos. El Espíritu tiene una morada concreta y material, la comunidad de creyentes que viven como resucitados y con sus cuerpos mortales, vivificados (Ro 8.11). La morada del Espíritu es el Templo, pero no el edificio, sino las comunidades de creyentes que asumen el desafío de vivir como resucitados y que forman, según las palabras de Pablo, el cuerpo del Mesías resucitado (I Co 12). Un cuerpo solidario, en comunión con los hermanos y hermanas que luchan por la defensa de la vida de los más pobres y amenazados, y respeta la diversidad gracias al Espíritu.
No obstante, el Espíritu no mora únicamente en la comunidad, también mora en las personas, en cada uno de sus cuerpos. El cuerpo es el templo del Espíritu Santo, dice Pablo (I Co 6.19). Esta afirmación repercute en tres dimensiones: una, se i
nvita a cuidar de los cuerpos propios en vista de que en ellos habita el Espíritu de Dios; dos, se invita a ver al otro, a la otra, con respeto y mirada tierna puesto que es un ser habitado por Dios; el que el ser humano sea templo del Espíritu crea una barrera para quienes quieran matar, violar o destruirlo, pues al hacerlo se ataca a Dios. Pero lo más importante es que al Espíritu le nacen nuestras piernas y brazos, ojos y boca, para hacer visible su presencia liberadora a través de los cuerpos de quienes viven como resu-citados.
Para el apóstol Pablo, en el paso de la muerte a la vida ha habido una trans-formación profunda. Al morir y resucitar con el Mesías Jesús, Dios nos concedió el Espíritu, y al dejarnos guiar por él, se recuperó la imagen divina en nosotros: pasamos a formar parte de la divinidad. El Espíritu de Dios y el espíritu humano entraron en sintonía para clamar que somos hijos e hijas de Dios y para mostrarlo con nuestras actitudes y actos como si fueran de Dios. En palabras de Pablo: “...habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace aclamar ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Ro 8.15-16).
En fin, Dios se acerca a su creación y se hace presente mediante su Espíritu. El Espíritu es la presencia histórica de Dios manifestada a través de quienes asumen el don de la vida y la viven como resu-citados. [...]
Signos de Vida, 31, marzo de 2004
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