Marcos 14.10-25
20 de marzo de 2008
1. La traición de Judas
La dinámica de la actuación de Jesús lo llevó, de manera inevitable, a enfrentar la traición de uno de sus seguidores. Como en todo movimiento clandestino, la infiltración, como parte de la estrategia de los adversarios, cumple la función de minarlo y acelerar la entrega del líder. No es Dios directamente quien entrega a Jesús, sino “uno de los doce”, explica Marcos (14.10): el contubernio entre Judas y los sacerdotes se consuma para que, dentro del “rejuego de voluntades humanas: la alianza de uno de los Doce con el Centro judío” (C. Bravo Gallardo), se lleve a cabo el acuerdo de acabar con Jesús y su movimiento a la vista de su evidente peligrosidad. El profeta campesino de Galilea estaba poniendo en riesgo la estabilidad conseguida con tantos esfuerzos y debía ser sometido a toda costa. Los autores intelectuales del crimen, escondidos tras las motivaciones de Judas, que no explica Marcos, intentan desviar la atención acerca de su responsabilidad, la cual, como siempre, quedará impune. El nombre de Judas, judío, muestra cómo la estructura religioso-política del judaísmo es la que se encarga del trabajo sucio de la eliminación de Jesús.
¿Acaso Judas era de verdad el discípulo insatisfecho y decepcionado por el accionar poco violento de Jesús y decidió cambiarse de bando para presionarlo y actuar como “un verdadero mesías”? Ríos de tinta han corrido al respecto en la búsqueda de tratar de explicar no sólo la actuación sino hasta la existencia de este hombre clave en la historia de la Pasión. Apenas en 2006 se resucitó un supuesto evangelio suyo que tácitamente lo exculpa. Aproximaciones teológicas y literarias han profundizado en su psicología y no han logrado gran cosa. Lanza del Vasto, gran escritor francés, en un libro equivalente a La última tentación de Cristo, de Kazantzakis, o Barrabás, de Pår Lagerkvist, sondea la interioridad de Judas y le hace decir, íntimamente, luego de negociar la entrega:
Querías que te trataran como Maestro, como Señor, como Dios, pero por más que hayas deseado elevarte por encima de mí, no podrás impedir que te derribe. El que se alce será rebajado. Ya veremos quién de los dos queda último en pie.
Si supieras que tengo el poder de mandarte sacrificar, te prosternarías delante de mí y me suplicarías que apartara de ti este cáliz. Pero ya no te serviría de nada, porque yo, yo quiero ser admirado, temido, amado por mí mismo. […] No lo digo por despecho; compruebo simplemente que el natural encadenamiento de las cosas comporta una justicia. Hágase la voluntad de las cosas, no la nuestra.[1]
Éste es el preludio del banquete de Jesús con el que, siguiendo la tradición liberadora de la Pascua antigua, Jesús va a celebrar la actuación de Dios a favor de su pueblo y, al mismo tiempo, va a echar a andar una nueva tradición, liberadora también, en el sentido de que las acciones divinas del pasado reciben continuidad en su propio accionar a favor del pueblo pobre, humillado y ofendido.
2. La simbología del pan y el vino
Nuevamente hay sigilo y simbolismo para la preparación de la cena de pascua: dos discípulos van a la ciudad para ubicar el aposento y tener todo listo para la llegada, prácticamente subrepticia de Jesús. “Jesús aparece dueño de la situación, a pesar de la decisión de traición y condena que pesa contra él” (C. Bravo). Apenas se sientan a la mesa, él se refiere directamente a la traición: alguno de los que comparte el banquete es el traidor (14.18). No es una “cacería de brujas”, sin embargo, Marcos no deja de abundar en los detalles de esa pregunta y muestra a los discípulos invadidos por la preocupación y el terror de ser el posible culpable de fallarle al maestro. El texto no señala con índice de fuego a Judas, pues ya lo ha puesto como trasfondo del banquete y ahora Jesús subraya que es uno de los presentes, sólo eso, que come con él. El anuncio inmediato, de fuerte raíz escatológica, subraya las dimensiones existenciales y hasta metafísicas de semejante traición: Jesús emite un juicio sobre aquel hombre, pero asume para ello el título de Hijo del Hombre que “va” hacia su destino en medio de un conflicto humano que deformó la confianza y el compromiso en aras de unos intereses oscuros, como siempre.
El lenguaje eucarístico con que se dirige a sus seguidores hace un borrón y cuenta nueva para asumir el aspecto positivo de la reunión. Partiendo del recuerdo de la liberación divina, Jesús plantea una gran metáfora sobre el pan y vino como símbolos de un nuevo pacto. Como explica Bravo Gallardo:
En esa acción profético-simbólica condensa Jesús su práctica y su suerte. En el contexto de la Cena Pascual y del recuerdo del Éxodo, a través de la cual conquistó el pueblo la libertad y fue regalado con la Alianza, que lo constituyó como pueblo y como pueblo de Dios, un pan partido y entregado y una copa de vino compartida son usados por Jesús para expresar el sentido de su entrega. Ha compartido con la gente su pan, su vida, su fe en el Reinado del Padre; ahora comparte su cuerpo-pan para la vida, y su sangre será el sello de la Alianza que constituya al nuevo pueblo de Dios.[2]
Se trata de una auténtica transfiguración simbólico-existencial y comunitaria: Jesús transforma el pan y el vino para centralizar en su persona el acto de entrega divina mediante el cual se formaliza el surgimiento de un nuevo pacto, que se cumplirá plenamente hasta el establecimiento definitivo del Reino de Dios. Jesús afirma que el banquete sigue abierto y que la invitación a participar del mismo abre las puertas de la esperanza para la llegada de ese reino de paz, justicia y armonía que tanto ansía la humanidad. No se trata solamente de un ritual antropofágico burdo o de un acto litúrgico que deberá repetirse hasta el cansancio: la conciencia escatológica de Jesús es transmitida a sus seguidores en un acto situado en la cotidianidad, en el transcurso de la vida del mundo, el cual será capaz de albergar ese reino, esa nueva situación existencial prometida a todos por igual. El pan y el vino representan una nueva espiritualidad y una nueva praxis de fe en la vida y en la historia, entendidas como espacio de la libre actuación de Dios.
3. Jesús y su crisis máxima antes del martirio
En lo que sigue después del banquete, la humanidad de Jesús toca fondo pues enfrenta, en palabras de San Juan de la Cruz, “la noche oscura del alma”, además del silencio de Dios la falta de apoyo de los discípulos. La oración de Jesús, en consonancia con su mensaje, es proximidad con el Padre y búsqueda de consejo. En este caso, el v. 36 sintetiza su plegaria, modelo de dependencia de Dios: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú”. Jesús se encuentra con su destino irreversible, aquel al que le conduciría su praxis al servicio del Reino. “No quiere un final violento. No se trata sólo de la natural resistencia ante la muerte; es la rebeldía ante la desautorización que supone de toda su práctica, y el riesgo de que, así, la causa misma del Padre quede cuestionada. No entiende por qué deba todo terminar así. Y querría que el poder del Padre interviniera en la historia contra las decisiones humanas que lo condenan, para impedir de ese modo el triunfo de la violencia”.[3]
La humanidad de Jesús explota a su máxima capacidad cuando está por afrontar el momento final y se encuentra con el realismo de la oposición a su proyecto, el proyecto del Padre.
Lo que el Padre quiere no es que el Hijo muera para “satisfacerlo”, sino que no evada mágicamente la condición humana: que permanezca fiel y que asuma la conflictividad de su historia hasta el final, como consecuencia de su opción a favor de la vida amenazada, y que no resista a la violencia usando un poder similar al que lo condena. Sólo así podrá desenmascarar el carácter homicida del “poder” del Centro y de la Ley de la Pureza, y romper el círculo diabólico que excluye al pueblo de la vida. El Hijo ha de dejar en manos del Padre el rescate del Reino y su propio rescate, hundiéndose en la oscura certeza de la esperanza contra esperanza.[4]
La dinámica de la actuación de Jesús lo llevó, de manera inevitable, a enfrentar la traición de uno de sus seguidores. Como en todo movimiento clandestino, la infiltración, como parte de la estrategia de los adversarios, cumple la función de minarlo y acelerar la entrega del líder. No es Dios directamente quien entrega a Jesús, sino “uno de los doce”, explica Marcos (14.10): el contubernio entre Judas y los sacerdotes se consuma para que, dentro del “rejuego de voluntades humanas: la alianza de uno de los Doce con el Centro judío” (C. Bravo Gallardo), se lleve a cabo el acuerdo de acabar con Jesús y su movimiento a la vista de su evidente peligrosidad. El profeta campesino de Galilea estaba poniendo en riesgo la estabilidad conseguida con tantos esfuerzos y debía ser sometido a toda costa. Los autores intelectuales del crimen, escondidos tras las motivaciones de Judas, que no explica Marcos, intentan desviar la atención acerca de su responsabilidad, la cual, como siempre, quedará impune. El nombre de Judas, judío, muestra cómo la estructura religioso-política del judaísmo es la que se encarga del trabajo sucio de la eliminación de Jesús.
¿Acaso Judas era de verdad el discípulo insatisfecho y decepcionado por el accionar poco violento de Jesús y decidió cambiarse de bando para presionarlo y actuar como “un verdadero mesías”? Ríos de tinta han corrido al respecto en la búsqueda de tratar de explicar no sólo la actuación sino hasta la existencia de este hombre clave en la historia de la Pasión. Apenas en 2006 se resucitó un supuesto evangelio suyo que tácitamente lo exculpa. Aproximaciones teológicas y literarias han profundizado en su psicología y no han logrado gran cosa. Lanza del Vasto, gran escritor francés, en un libro equivalente a La última tentación de Cristo, de Kazantzakis, o Barrabás, de Pår Lagerkvist, sondea la interioridad de Judas y le hace decir, íntimamente, luego de negociar la entrega:
Querías que te trataran como Maestro, como Señor, como Dios, pero por más que hayas deseado elevarte por encima de mí, no podrás impedir que te derribe. El que se alce será rebajado. Ya veremos quién de los dos queda último en pie.
Si supieras que tengo el poder de mandarte sacrificar, te prosternarías delante de mí y me suplicarías que apartara de ti este cáliz. Pero ya no te serviría de nada, porque yo, yo quiero ser admirado, temido, amado por mí mismo. […] No lo digo por despecho; compruebo simplemente que el natural encadenamiento de las cosas comporta una justicia. Hágase la voluntad de las cosas, no la nuestra.[1]
Éste es el preludio del banquete de Jesús con el que, siguiendo la tradición liberadora de la Pascua antigua, Jesús va a celebrar la actuación de Dios a favor de su pueblo y, al mismo tiempo, va a echar a andar una nueva tradición, liberadora también, en el sentido de que las acciones divinas del pasado reciben continuidad en su propio accionar a favor del pueblo pobre, humillado y ofendido.
2. La simbología del pan y el vino
Nuevamente hay sigilo y simbolismo para la preparación de la cena de pascua: dos discípulos van a la ciudad para ubicar el aposento y tener todo listo para la llegada, prácticamente subrepticia de Jesús. “Jesús aparece dueño de la situación, a pesar de la decisión de traición y condena que pesa contra él” (C. Bravo). Apenas se sientan a la mesa, él se refiere directamente a la traición: alguno de los que comparte el banquete es el traidor (14.18). No es una “cacería de brujas”, sin embargo, Marcos no deja de abundar en los detalles de esa pregunta y muestra a los discípulos invadidos por la preocupación y el terror de ser el posible culpable de fallarle al maestro. El texto no señala con índice de fuego a Judas, pues ya lo ha puesto como trasfondo del banquete y ahora Jesús subraya que es uno de los presentes, sólo eso, que come con él. El anuncio inmediato, de fuerte raíz escatológica, subraya las dimensiones existenciales y hasta metafísicas de semejante traición: Jesús emite un juicio sobre aquel hombre, pero asume para ello el título de Hijo del Hombre que “va” hacia su destino en medio de un conflicto humano que deformó la confianza y el compromiso en aras de unos intereses oscuros, como siempre.
El lenguaje eucarístico con que se dirige a sus seguidores hace un borrón y cuenta nueva para asumir el aspecto positivo de la reunión. Partiendo del recuerdo de la liberación divina, Jesús plantea una gran metáfora sobre el pan y vino como símbolos de un nuevo pacto. Como explica Bravo Gallardo:
En esa acción profético-simbólica condensa Jesús su práctica y su suerte. En el contexto de la Cena Pascual y del recuerdo del Éxodo, a través de la cual conquistó el pueblo la libertad y fue regalado con la Alianza, que lo constituyó como pueblo y como pueblo de Dios, un pan partido y entregado y una copa de vino compartida son usados por Jesús para expresar el sentido de su entrega. Ha compartido con la gente su pan, su vida, su fe en el Reinado del Padre; ahora comparte su cuerpo-pan para la vida, y su sangre será el sello de la Alianza que constituya al nuevo pueblo de Dios.[2]
Se trata de una auténtica transfiguración simbólico-existencial y comunitaria: Jesús transforma el pan y el vino para centralizar en su persona el acto de entrega divina mediante el cual se formaliza el surgimiento de un nuevo pacto, que se cumplirá plenamente hasta el establecimiento definitivo del Reino de Dios. Jesús afirma que el banquete sigue abierto y que la invitación a participar del mismo abre las puertas de la esperanza para la llegada de ese reino de paz, justicia y armonía que tanto ansía la humanidad. No se trata solamente de un ritual antropofágico burdo o de un acto litúrgico que deberá repetirse hasta el cansancio: la conciencia escatológica de Jesús es transmitida a sus seguidores en un acto situado en la cotidianidad, en el transcurso de la vida del mundo, el cual será capaz de albergar ese reino, esa nueva situación existencial prometida a todos por igual. El pan y el vino representan una nueva espiritualidad y una nueva praxis de fe en la vida y en la historia, entendidas como espacio de la libre actuación de Dios.
3. Jesús y su crisis máxima antes del martirio
En lo que sigue después del banquete, la humanidad de Jesús toca fondo pues enfrenta, en palabras de San Juan de la Cruz, “la noche oscura del alma”, además del silencio de Dios la falta de apoyo de los discípulos. La oración de Jesús, en consonancia con su mensaje, es proximidad con el Padre y búsqueda de consejo. En este caso, el v. 36 sintetiza su plegaria, modelo de dependencia de Dios: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú”. Jesús se encuentra con su destino irreversible, aquel al que le conduciría su praxis al servicio del Reino. “No quiere un final violento. No se trata sólo de la natural resistencia ante la muerte; es la rebeldía ante la desautorización que supone de toda su práctica, y el riesgo de que, así, la causa misma del Padre quede cuestionada. No entiende por qué deba todo terminar así. Y querría que el poder del Padre interviniera en la historia contra las decisiones humanas que lo condenan, para impedir de ese modo el triunfo de la violencia”.[3]
La humanidad de Jesús explota a su máxima capacidad cuando está por afrontar el momento final y se encuentra con el realismo de la oposición a su proyecto, el proyecto del Padre.
Lo que el Padre quiere no es que el Hijo muera para “satisfacerlo”, sino que no evada mágicamente la condición humana: que permanezca fiel y que asuma la conflictividad de su historia hasta el final, como consecuencia de su opción a favor de la vida amenazada, y que no resista a la violencia usando un poder similar al que lo condena. Sólo así podrá desenmascarar el carácter homicida del “poder” del Centro y de la Ley de la Pureza, y romper el círculo diabólico que excluye al pueblo de la vida. El Hijo ha de dejar en manos del Padre el rescate del Reino y su propio rescate, hundiéndose en la oscura certeza de la esperanza contra esperanza.[4]
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