24 de enero de 2010
1. Una mirada apocalíptica al futuro
La literatura apocalíptica que encontramos en la Biblia procede de una manera de ver el mundo que asimiló el desencanto por la frustración de las esperanzas populares del pueblo de Israel. A la decadencia y posterior desaparición de la monarquía israelita siguió la aceptación paulatina de que, debido a un misterioso designio divino, Yahvé permitía que su pueblo fuera súbdito y tributario de las potencias de turno. Así sucedió con Babilonia, Asiria, Medo-Persia y Macedonia, en ese orden. Por ello, la escritura del libro de Daniel responde al surgimiento de una nueva mentalidad religiosa, espiritual y cultural que está descrita muy bien en el salmo 74, en varios sentidos: primero, en la necesidad de confirmar si Dios había desechado a su pueblo o no (v. 1: “¿Por qué, oh Dios, nos has desechado para siempre?”) y, sobre todo, a la posible desparición de la profecía como forma de revelación de su voluntad (v. 9: “No vemos ya nuestras señales; no hay más profeta, ni entre nosotros hay quien sepa hasta cuándo”). La conciencia del pueblo había asimilado ya las dimensiones del desastre nacional y un resultado fue la resistencia a partir de la escritura apocalíptica, tan diferente de la profética y, paradójicamente, su continuación y profundización.
Si los profetas creyeron, naturalmente con sus excepciones, en la importancia de la conversión del pueblo y sus gobernantes, así como en el valor de la política para la convivencia humana, los escritores apocalípticos estaban más allá de tales convicciones, pues veían cómo se derrumbaban, una y otra vez, las esperanzas de cambio: desaparecían los gobernantes propios y eran sustituidos por virreyes o sátrapas que explotaban al pueblo en nombre de sus emperadores, la religiosidad pasaba a un peligroso segundo o tercer plano, gracias, sobre todo, a un sacerdocio preocupado por su ineficacia para atender las necesidades espirituales de las personas, y, finalmente, la instalación del desengaño en todas las esferas de la vida. La resistencia apocalíptica surgió como una alternativa ante la suma de desengaños. Como explica Hans de Wit:
Los temas claves del libro son la inculturación y la identidad religiosa, el sincretismo, pero, sobre todo, la persecución, la resistencia y el martirio. Obedecen a “experiencias límite” de judíos piadosos en la diáspora, en particular en la época de la helenización. ¿Tiene la historia un significado, de la manera como creían los profetas? ¿Tiene sentido el actuar humano? ¿Por qué todo indica que Dios es impotente y no intervendrá en la historia, no salvará a sus fieles? ¿Será capaz de salvarnos y derrotar a los tiranos?.[1]
Con base en una profecía de Jeremías (25.8, 11-12, como para mostrar la continuidad entre ambas formas de revelación) y en el enorme interés por lo inmediato (otra herencia de la profecía clásica), además de reconocer la desobediencia a esa antigua palabra profética (v. 6), el libro se pregunta por la suerte de quienes sufren en ese momento. De ahí el interés por calcular los tiempos, las sazones que sólo le pertenecen a Dios. Es como si los números sirvieran para conocer sus misterios. Por ello surgió la Cábala. Como dice De Wit: “No son tiempos para el altruismo. [...] Es importante para el apocalíptico disponer de una palabra ya dicha, ya revelada. [...] A través de un cálculo ingenioso (una especie de pésher que conocemos tan bien por la exégesis judía) el autor del cap. 9 llega al año 164 a.C., el reinado de Antíoco IV Epífanes de Siria” (Idem).
2. La esperanza en el futuro de Dios es una forma de resistencia y rebeldía
Ante la persecución y la lucha por mantener la identidad religiosa del pueblo, y en medio de una sociedad fuertemente dividida, la resistencia espiritual basada en la esperanza era prácticamente la única posibilidad para canalizar la sobrevivencia de la fe colectiva. La letanía litúrgica de 9.4-19 concluye solicitando la intervención divina: “Oh Señor, perdona... no tardes, por amor de ti mismo”. Porque la situación era apremiante:
en un periodo de 10 años hubo cambios radicales en la vida de los habitantes de Judea. El carácter y el status de Jerusalén cambian; se asienta un importante contigente de sirios en ella (1 M 1,35-36); se inicia la “guerra de sumos sacerdotes”; se agudiza el conflicto de clases; la voracidad de la aristocracia toma formas desconocidas hasta entonces; los impuestos se tornan incomparablemente pesados; se pilla el templo; muchos abandonan la ciudad porque un asesinato sigue a otro asesinato. Son escenas que hacen pensar en situaciones latinoamericanas. Nadie sabe en quién confiar, nadie sabe quién se vendió a quién, nadie sabe dónde buscar salvación y justicia. (Idem).
Se requerían nuevos tiempos y nuevos espacios para la acción de la fe puesta en marcha. Igual que hoy. La respuesta divina viene en la figura de un varón (ángel, personaje típicamente apocalíptico), Gabriel, cuyo nombre significa “el que tiene la fuerza de Dios”, viene a explicar, como una nueva forma de revelación, el significado de las misteriosas 70 semanas en el sentido del “fin de la prevaricación y del pecado, para expiar la iniquidad y traer la justicia perdurable” (v. 24), esto es, para mostrar la respuesta plena de Dios al arrepentimiento expresado por los versículos anteriores. Los detalles de este anuncio corresponden, por decirlo así, al tamaño de la esperanza del pueblo: Dios viene, personalmente, a solucionar los enormes problemas sociales y espirituales.
Antioco Epífanes fue el prototipo del tirano contra el cual tenía que surgir una rebelión popular. “Daniel retoma la antigua idea de los períodos fijos (Hesíodo), pero la reelabora productivamente, enfatizando que, a pesar de todo, los justos recibirán su recompensa. Es una de las diferencias con la profecía. Esto no desemboca en una teología fatalista. No, con todos los medios el autor apocalíptico trata de animar a sus lectores a no abandonar su actitud de lealtad. Lo hace desde la seguridad de que los torturadores no saldrán impunes” (Idem).
El libro de Daniel atisba los nuevos tiempos para la fe y la acción y los anuncia con energía. La venida del Mesías estaba cerca y eso debía fortalecer la fe y capacitarla para enfrentar los peores momentos. La fe cristiana, en ese sentido, es apocalíptica en la medida en que espera la intervención divina en la historia y, al mismo tiempo ofrece caminos para la acción de los creyentes en el mundo. Y es que si la fe no moviliza a las personas, en efecto se le daría la razón a quienes suponen y propagan la idea de que la enajenación religiosa es uno de los grandes obstáculos en la búsqueda del cambio social. Creer en un Dios activo debe producir una fe activa, eficaz en medio de los conflictos, porque está dirigida por una esperanza indomable.
Nota
[1] H. de Wit, “‘Brillarán los entendidos’. El libro de Daniel: persecución y resistencia”, en RIBLA, núm. 35-36, www.claiweb.org/ribla/ribla35-36/brillan%20los%20entendidos.html.
[1] H. de Wit, “‘Brillarán los entendidos’. El libro de Daniel: persecución y resistencia”, en RIBLA, núm. 35-36, www.claiweb.org/ribla/ribla35-36/brillan%20los%20entendidos.html.
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