25 de marzo,
2012
Jesús de Nazaret fue,
como bien resume una fórmula, “el-hombre-para-los-demás” (D. Bonhoeffer),
precisamente porque concibió y desarrolló su existencia histórica como un acto
de entrega y servicio permanente. Este “desprendimiento”, como solemos llamar,
en relación con su persona, le granjeó la aceptación de un grupo marginal y minoritario
de hombres y mujeres que lo siguieron tratando de entender su mensaje y, al
mismo tiempo, el rechazo abierto de los gobernantes, además de la indiferencia
de la mayoría de la población. La vocación con que asumió la tarea de promover
el Reino de Dios mediante señales y milagros (Jn 11.47-48) le permitió
interpretar esta triple situación como parte de un proyecto divino que
contemplaba, por un lado, la superación de los criterios éticos legalistas para
relacionarse con el prójimo en el marco de un statu quo determinado que se sostenía, como siempre sucede, a costa
del sufrimiento de las masas populares para estar al servicio de quienes las controlaban,
especialmente en la vertiente religiosa.
El Cuarto Evangelio presenta los entretelones del complot
contra Jesús, en el que participaron los dirigentes religiosos (sacerdotes y
fariseos, v. 47a) y, más tarde, los militares romanos. El verdadero peligro fue
bien percibido: “Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos,
y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación” (v. 48): a) dejar de actuar, sin unirse a él ni
combatirlo; b) por consiguiente, y
ante la necesidad colectiva, la fe en él se extendería irremediablemente; c) el imperio intervendrá para imponer
el orden; y d) se acabará la religión
institucional y la nación misma, esto es, ellos perderían el control espiritual
e ideológico sobre la gente.
La cadena de acciones de servicio que impactaba profundamente
al pueblo había impacientado a ambos sectores, por lo que después de uno de los
sucesos más espectaculares (la resurrección de Lázaro) deciden actuar: se
reúnen para discutir la situación y, con la orientación paradójica de Caifás, una
profecía involuntaria pero coherente, en el sentido de que sólo una persona
debía morir en lugar de todo el pueblo (vv. 49-50), optan por matarlo (v. 53).
El comentario del narrador (vv. 51-52) sitúa la decisión con el doble
significado: primero, que Jesús moría por el pueblo y, segundo, que reuniría a
los dispersos.
A partir de ahí, suceden dos cosas: Jesús se aparta con sus
discípulos cerca del desierto (v. 55) y comienzan las especulaciones sobre si
se atrevería a ir a la fiesta a Jerusalén (v. 56), pues ya estaba dada la orden
para capturarlo. A continuación, será ungido para el martirio (12.1-8). La disposición
para servir y entregar la vida a los demás es respondida con un complot de
muerte. La oposición entre la luz y las tinieblas, tan propia de este
evangelio, se manifiesta aquí mediante el contraste entre la limpidez de una
entrega de vida con la brutal decisión de una condena a muerte de facto, a
todas luces fuera de la ley, divina y humana. El modelo vital de Jesús, de apertura
total e inclusividad sin límites es respondido por una conspiración para acabar
con su vida. El Reino de Dios y las fuerzas del Anti-reino se confrontan en un
conflicto que acabará con la muerte ignominiosa de Jesús, pero que se
proyectará inevitablemente hasta alcanzar la luminosidad de su resurrección.
Jesús trazó su camino a la cruz con acciones de servicio y liberación
para el pueblo pobre, necesitado e ignorante. Reavivó sus esperanzas y las colocó
en el horizonte del Reino de Dios devolviéndole, literalmente, la vida, como a
Lázaro. La ceguera con que los líderes y buena parte del pueblo reaccionaron manifestó
su incomprensión de los propósitos divinos. No pudieron entender que alguien se
desapegara de esa forma de sí mismo para consagrarse al servicio de la venida
del Reino de Dios en vida y obra, pues como resume José Antonio Pagola:
Jesús no ofrece dinero, cultura, poder,
armas, seguridad_ pero su vida es una Buena Noticia para todo el que busca
liberación.
Jesús es un hombre
que cura, que sana, que reconstruye a los hombres y los libera del poder
inexplicable del mal. Jesús trae salud y vida (Mt 9.35).
Jesús garantiza el
perdón a los que se encuentran dominados por el pecado y les ofrece posibilidad
de rehabilitación (Mc 2.1-12; Lc 7.36-50; Jn 8.2-10).
Jesús contagia su
esperanza a los pobres, los perdidos, los desalentados, los últimos, porque
están llamados a disfrutar la fiesta final de Dios (Mt 5.3-11; Lc 14.15-24).
Jesús descubre al
pueblo desorientado el rostro humano de Dios (Mt 11.25-27) y ayuda a los
hombres a vivir con una fe total en el futuro que está en manos de un Dios que
nos ama como Padre (Mt 6.25-34).
Jesús ayuda a los
hombres a descubrir su propia verdad (Lc 6, 39-45; Mt 18.2-4), una verdad que
los puede ir liberando (Jn 8.31-32).
Jesús invita a los
hombres a buscar una justicia mayor que la de los escribas y fariseos, la
justicia de Dios que pide la liberación de todo hombre deshumanizado (Mt 6.33;
Lc 4.17-22).
Jesús busca incansablemente
crear verdadera fraternidad entre los hombres aboliendo todas las barreras
raciales, jurídicas y sociales (Mt 5.38-48; Lc 6.27-38).[1]
Todo esto fue y es parte del modelo extraordinario de entrega
y servicio que desarrolló Jesús para que, de manera alternativa, el pueblo de
su época, igual que hoy, supiera y experimentara la cercanía del Dios del Reino
de paz, justicia y armonía que introdujo su Hijo en el mundo.
[1] José Antonio Pagola, “Jesucristo. Catequesis
cristológicas”, en www.mercaba.org/FICHAS/JESUS/003-02.htm.
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