sábado, 24 de marzo de 2012

Letra 264, 25 de marzo de 2012


LA CRUZ. PARA LA PRÁCTICA PASTORAL
H.-G. Link

I. “El mensaje de la cruz” (I Co 1.18), es decir, la predicación de la significación salvífica de la muerte de Jesús, centro de la teología paulina y de la teología de la Reforma, en concreto de la luterana, ha entrado hoy día en crisis. Para comprender la muerte de Jesús se emplean conceptos, fórmulas y categorías conocidas de antiguo y cargadas de tradición. Pero ¿quién las entiende fuera de los teólogos, y a quién ayudan para llevar una vida liberada bajo la soberanía del crucificado? E. Käsemann ha descrito la aporía de un modo impresionante: “...ese Jesús que muere fundamenta nuestra salvación, tomando sobre sí nuestra culpa y llevando sobre sí por nosotros la cólera de Dios. Innumerables predicadores se atormentan ahora al llegar el día de viernes santo, tratando de aclarar cómo es esto posible, sin conseguirlo” (Kreuz, 7). La predicación de la muerte salvífica de Cristo se agota con afirmaciones infundadas y teorías vacías y sin nervio, las cuales no poseen ninguna fuerza para configurar y cambiar la vida cotidiana.
A eso se añade una segunda dificultad que H. lwand formula así: “Hemos rodeado el escándalo de la cruz de coronas de rosas. Hemos hecho de él una teoría salvífica. Pero eso no es la cruz. Esa no es la dureza puesta por Dios en ella” (en: Diskussion, 288). El hecho profano de la cruz se transformó muy pronto en una celebración cúltica de la cena y en el sacrificio sacramental de la misa. Después del viraje constantiniano, la perseguida ecclesia crucis (iglesia de la cruz) se dispuso demasiado rápidamente a asumir el papel de una ecclesia triumphans (iglesia triunfante) dispuesta a perseguir. Conectando con tradiciones de la edad media pudo desarrollar Anselmo de Canterbury (Cur Deus homo: Por qué Dios se hizo hombre) una teoría sobre la necesidad de la muerte de Jesús para el proceso salvífico.
El símbolo del patíbulo ante las puertas de Jerusalén, que en otro tiempo pintaban los cristianos perseguidos en las paredes de sus catacumbas, se transformó en pieza ornamental del arte eclesiástico y en tutela de los sepulcros, en adorno en el cuello de las muchachas y en signo de dignidad en el pecho de obispos y papas, y degeneró hasta llegar a ser distinción honorífica por méritos militares o civiles. El escandaloso mensaje de la cruz, que les valió a los primitivos cristianos el nombre de átheoi, ateos, “sin Dios”, ha perdido color hasta transformarse en objeto de edificante piedad y ha cristalizado en aburrida ortodoxia, que casi todo el mundo conoce, pero que ya no incita ni estimula a nadie.
A la vista de tales desviaciones del mensaje neotestamentario de la cruz, hay que preguntarse hoy día con especial urgencia sobre el sentido o el sin-sentido de la predicación cristiana de la cruz. Todavía resuena en Goethe algo de aquel asombro original frente al “signo de la irreconciliación” (Storm), cuando entre las cosas más dignas de aborrecimiento, junto al tabaco, los chinches y el ajo, enumera también a la cruz (Venez. Epigr.). Nietzsche se enfurecía contra la “miserable moral del que se mete en un rincón” y contra el “nihilismo” de la moral cristiana de la cruz (Antichrist). ¿No ha contribuido la predicación de la cruz, hecha por hombres que sufren y aguantan porque “son incapaces de decir que no y de resistir” (Nietzsche), a dorar el terrenal valle de lágrimas con una aureola de santidad y a orlar con una corona de flores imaginarias las cadenas de la miseria humana? En vez de esto y “en protesta contra la miseria real” ¿no debería dicha predicación —como quería Marx (Frühschriften, ed. Landschut, 208)— haber arrojado aquellas cadenas exentas de fantasía y vacías de consuelo, para cortar las flores vivas?
Sobre todo hay que preguntarse qué ha pasado con el carácter peculiar de la muerte de Jesús. ¿No es acaso la muerte nobilísima de un Sócrates, tal como Platón la describe en el Critón, más impresionante y más digna de encomio que el desesperado grito de muerte en el patíbulo del Gólgota? ¿No existe el peligro para los contemporáneos de monstruosidades tan espantosas como las de Auschwitz e Hiroshima, Vietnam y Biafra, de que el tormento de ese único crucificado se pierda entre los dolores de muchos millones, que tuvieron que sufrir y morir más larga y cruelmente que Jesús? ¿Cómo ha de entenderse esta muerte (la de Jesús)? ¿Fue el castigo de un criminal, que no se atuvo a las leyes religiosas y civiles en vigor? ¿Fue el final de un agitador político que suscitaba el levantamiento contra la soberanía romana? ¿O tal vez la muerte libremente aceptada, suicida, de un desesperado que se entregó a sí mismo en manos de sus adversarios? ¿O es la muerte de Jesús el asesinato de un incómodo maestro de la verdad, la prueba de credibilidad de un ideal, por el que un idealista luchó durante toda su vida, el sacrificio voluntario de un mártir, que permaneció fiel a sus ideales hasta llegar a un amargo fin? ¿O tiene razón Pablo cuando habla de ofrecerse por amor llegando hasta la entrega de la propia vida?
La predicación cristiana tradicional interpreta la muerte de Jesús casi siempre como sacrificio expiatorio vicario por nuestros pecados. Pero, ¿qué puede hacer un hombre del s. XX con conceptos cúlticos como sangre, víctima, expiación? E. Bloch recoge la crítica de muchos contemporáneos cuando escribe a este propósito: “...nada hubo jamás en el mundo más inútil y al mismo tiempo (en cuanto analogía pagana con el dios anual que muere y resucita) más apologético para lo que es corriente en este tipo de gobierno del mundo, que la satisfacción vicaria mediante la magia de la cruz y de la muerte sacrificial” (Religion im Erbe, 1967, 92). Pero, sobre todo, ¿es acaso en absoluto pensable y realizable una sustitución vicaria por nuestros pecados a la vista del modo moderno de entender la persona? Ya Kant decía en contra que esa culpa original “no podía ser saldada por otro, ya que no es una vinculación transmisible..., como es una deuda monetaria..., sino la más personal de todas, a saber: la deuda del pecado, que sólo puede llevar el culpable, no el inocente” (Die Religion innerhalb, ed. Vorlander, 19616, 77).
La tradición cristiana habla también de reconciliación del mundo mediante la muerte de Cristo. Sin embargo, tal entusiasmo no ha podido dejar fuera de juego el problema central de la teodicea (si Deus, unde maluml: si Dios existe, ¿de dónde procede el mal?). Dostoievski hace que Ivan Karamazov se queje así: “¿Qué clase de armonía es ésta, en la que existe semejante infierno? (tormentos y sufrimientos de los niños inocentes)”. Además, se predica la muerte de Jesús como propia de Dios. ¿No significa esto que desde el primer viernes santo Dios mismo está muerto, de tal manera que hemos de desarrollar una “teología de la muerte de Dios”? (D. Sölle). Una predicación de la cruz que se haga con sentido de responsabilidad no puede sustraerse a estas preguntas de nuestro tiempo, si no quiere correr el peligro de caer en una estafa y en “argumentos especiosos” (Ef 5.6).

II. La muerte de Jesús colocó ya a sus contemporáneos ante cuestiones torturantes, acerca de cuya solución se luchó enconadamente en la época del NT. Los judíos veían la ejecución de Jesús como el castigo legítimo y la maldición divina contra un blasfemo (Dt 21.23; Gál 3.13); los romanos, con la crucifixión, habían quitado de en medio a un presunto agitador, peligroso para el estado. Pero para los discípulos de Jesús su ignominiosa muerte de criminal significaba el fin catastrófico de sus esperanzas mesiánicas; shock que tuvo como consecuencia su huida inmediata a Galilea. La vida de Jesús terminó “fuera de las murallas” (Heb 13.12 s) entre los criminales (Lc 22.37) y dejando la cuestión abierta de si con su palabra y obra había despuntado o no el reinado escatológico de Dios.
La respuesta a aquellas preguntas planteadas no la dio nadie, según los testimonios del NT, sino Dios mismo, y lo hizo dando la razón, mediante la resurrección de Jesús de entre los muertos, al crucificado y su obra. La continuidad entre viernes santo y pascua no está fundada ni en la fe de los discípulos ni en el poder de Jesús, sino sólo en el acto creador de Dios, que se mostró a sí mismo como aquel que “da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no existe” (Ro 4.17). Sólo a la luz de la mañana de pascua se abrió la comunidad fundacional lentamente al sentido de la desconcertante muerte de Jesús y de su vida llena de interrogantes. Es decir: el sentido salvífico de la cruz de Cristo no se puede entender y predicar bien partiendo sólo del horizonte de su vida, sino únicamente a partir de la pascua. “La muerte de Jesús es anunciada, porque el crucificado vive” (principio directriz de la Declaración de principios EKU). Ciertamente hay que distinguir entre la cruz y la resurrección de Jesús, pero no hay que separarlas. Una predicación de viernes santo que no incluyera el acontecimiento de pascua, predicaría quizás un legalismo piadoso, pero no sería el anuncio evangélico de Cristo.
La resurrección del crucificado dio la razón al camino del Jesús terrenal, que prometió el perdón y la proximidad de Dios a los publícanos y pecadores, sentándose con ellos a una mesa (Mc 2,1ss, 13ss). Ella confirma el derecho de Jesús a ocupar el lugar de los impíos y a poner en juego su vida como rescate en favor de los hombres (Mc 10.45, 14.24b) Con la ayuda del AT interpretó la comunidad judeocristiana la muerte de Jesús como la muerte vicaria del siervo de Dios (Is 53) y, dentro de la teología judía del pecado y la expiación, la interpreto con categorías culticas como cordero pascual (I Co 5.7), víctima expiatoria (Ro 3.25), etcétera. De este modo se expresa el juicio divino sobre la culpa humana, así como la actuación vicaria de Cristo por nuestra salvación, que ningún hombre hubiera podido conseguir La muerte acaecida en la lejanía de Dios, en la cual el juez tomó sobre sí el juicio en favor de los juzgados (Barth), para posibilitarle así la cercanía de Dios, se entiende aquí como realización de la nueva alianza divina Si Pablo y la carta a los Hebreos se han aferrado al pensamiento de la representación vicaria exclusiva, no podrá hoy renunciar a ella la predicación evangélica de la cruz, si no quiere correr el peligro de caer en una ética legalista de la cruz Precisamente en una época en la que el modo autónomo de entender a la persona ha conducido a muchos hombres a una afirmación rígida de sí mismo y a un ansia atormentadora de autorrealización de la propia existencia, es de una importancia decisiva hacer prevalecer el “tú puedes” del evangelio frente al “tú debes” de la ley
Pero aquí se plantea el problema más decisivo de la teología actual de la cruz, cómo se puede hacer inteligible y explicable el prae y extra nos (antes y fuera de nosotros) de Cristo Pues la teología judia del sacrificio y de la expiación, así como las teorías dogmáticas sobre las penas vindicativas y la satisfacción de Cristo, siguen siendo hoy día ininteligibles e inaceptables Quizás pueda ayudar el intento, ya apuntado, de hacer una nueva interpretación el significado salvífico de la muerte de Jesús está en que “el hombre para los demás” (Bonhoeffer) entró en aquel lugar, en el que nuestra existencia fracasada amenaza con hundirse en la desesperación y en el abismo de la nada La cruz de Jesús, que no podemos ni necesitamos llevar, nos ha abierto así una nueva vida en un humanismo liberado y liberador También Lutero piensa en este centro de la predicación evangélica de la cruz cuando escribe en De la libertad de un cristiano: “Es así como Cristo posee todos los bienes y toda la felicidad todas estas cosas son propias del alma, y el alma tiene sobre si todo vicio y todo pecado éstos se convierten en propiedad de Cristo De ahí resulta ahora el feliz contraste y el intercambio feliz” (ed Ciernen II, 15)
Vivir bajo la soberanía del crucificado significa para sus seguidores salir del campamento y llevar sobre sí también el oprobio de Cristo (Heb 13.13) Los cristianos helenísticos perseguidos experimentaron muy pronto que la cruz no es en modo alguno un acontecimiento histórico pasado, al contrario, aprendieron a entender la vida y el sufrimiento del Jesús terrenal como el camino prescrito también para ellos (Mc 8.31 34) Expresaron esto con el pensamiento del bautismo en la muerte de Cristo (Ro 6.3 ss) La cruz de los cristianos consiste primeramente en crucificar el propio Adán, que se busca a sí mismo, a fin de poder actuar en favor de los demás como hombre nuevo (Ro 6.6) De este modo se ven liberados de la necesidad de justificarse y afirmarse a sí mismos y reciben la libertad de “confesar las culpas propias y colectivas, en lugar de ocultarlas o de equilibrar las culpas propias con las ajenas” (Declaración de principios EKU, 21). El nacimiento del hombre auténtico tiene lugar entre dolores, como no podía ser menos.
Según el testimonio paulino, la existencia misionera del enviado de Cristo le lleva a la solidaridad con sus sufrimientos (Fil 3.10). Para una iglesia obediente esto significa no vivir para sí misma, sino iniciar un éxodo decidido fuera de las propias murallas, a fin de experimentar el escándalo y la fuerza de su mensaje en medio del mundo con la provocación de la cruz (I Co 1.18 ss). “Si ella predica la palabra de la cruz y está preparada a tomar la cruz sobre sí, no necesita preocuparse por su eficacia” (Declaración de principios EKU, 23).
El Jesús terrenal se hizo intercesor de los pobres, los marginados y los despreciados de su pueblo, y se atrajo odio, persecución y enemistad de las esferas sociales judías dirigentes. Del mismo modo, es propio de la “praxis” de sus seguidores, comprometerse en favor del derecho de los que han sido privados de él, y de la liberación de los oprimidos; proporcionar ayuda a los que no la tienen, comprensión a los despreciados y misericordia a los culpables, aun cuando por ello haya que soportar la incomprensión y la enemistad de la sociedad.
La virtualidad universal del acontecimiento de la cruz coloca bajo el juicio y la —• promesa de Dios, no solamente al individuo, sino también a grupos, sociedades, pueblos, y finalmente, a toda la humanidad. En este sentido, la cruz de Cristo incluye no solamente un aspecto personal, sino también político. Dado que la muerte de Cristo promete superación de las enemistades, reconciliación y paz entre Dios y toda la humanidad, sus seguidores tienen la tarea de actuar entre pueblos enemigos o incluso enfrentados en guerra, como vanguardia de la reconciliación y la paz.
También la experiencia actual de la ausencia e ineficacia de Dios en un mundo no reconciliado e irreconciliable, se halla bajo el signo de la cruz. El tormento del abandono divino, que tampoco faltó a Jesús (Me 15, 34), hace surgir a la luz del día la verdadera miseria de los hombres y la profunda nostalgia de Dios que experimenta el mundo. Ahora bien; con la resurrección del crucificado cae también ese mundo bajo la luz de la mañana de pascua y bajo la promesa de la nueva creación (Ro 8.18 ss). Con todo, el resucitado sigue siendo el crucificado, y el futuro reino de Dios se actualiza provisionalmente sólo en la figura de la cruz como esperanza. Precisamente la tensión entre la negación, que supone la cruz, y la afirmación propia de la resurrección, manifiesta claramente la diferencia que hay entre el caos actual y el nuevo mundo de Dios, entre la miseria de este tiempo y la salud prometida en el futuro, entre la ausencia de Dios, aquí experimentada, y su presencia, que ha sido prometida. A la vista de ese reino prometido y esperado, la cruz, experimentada en el presente, suscita sufrimiento, crítica y resistencia frente a hombres o situaciones, que no corresponden al futuro del reino, transformándose así la cruz de Cristo en señal de protesta contra este mundo, que no “está teñido de Dios”.

L. Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. Vol. I. Salamanca, Sígueme, 2004.

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