LA CRUZ. PARA LA PRÁCTICA PASTORAL
H.-G. Link
I. “El mensaje de la cruz” (I Co 1.18), es decir,
la predicación de la significación salvífica de la muerte de Jesús, centro de
la teología paulina y de la teología de la Reforma, en concreto de la luterana,
ha entrado hoy día en crisis. Para comprender la muerte de Jesús se
emplean conceptos, fórmulas y categorías conocidas de antiguo y cargadas de
tradición. Pero ¿quién las entiende fuera de los teólogos, y a quién ayudan para
llevar una vida liberada bajo la soberanía del crucificado? E. Käsemann ha
descrito la aporía de un modo impresionante: “...ese Jesús que muere fundamenta
nuestra salvación, tomando sobre sí nuestra culpa y llevando sobre sí por
nosotros la cólera de Dios. Innumerables predicadores se atormentan ahora al
llegar el día de viernes santo, tratando de aclarar cómo es esto posible, sin
conseguirlo” (Kreuz, 7). La predicación de la muerte salvífica de Cristo se
agota con afirmaciones infundadas y teorías vacías y sin nervio, las cuales no
poseen ninguna fuerza para configurar y cambiar la vida cotidiana.
A eso se
añade una segunda dificultad que H. lwand formula así: “Hemos rodeado el escándalo
de la cruz de coronas de rosas. Hemos hecho de él una teoría salvífica. Pero
eso no es la cruz. Esa no es la dureza puesta por Dios en ella” (en: Diskussion, 288). El hecho profano de la
cruz se transformó muy pronto en una celebración cúltica de la cena y en el sacrificio
sacramental de la misa. Después del viraje constantiniano, la perseguida ecclesia
crucis (iglesia de la cruz) se dispuso demasiado rápidamente a asumir el
papel de una ecclesia triumphans (iglesia triunfante) dispuesta a
perseguir. Conectando con tradiciones de la edad media pudo desarrollar Anselmo
de Canterbury (Cur Deus homo: Por qué Dios se hizo hombre) una teoría
sobre la necesidad de la muerte de Jesús para el proceso salvífico.
El símbolo
del patíbulo ante las puertas de Jerusalén, que en otro tiempo pintaban los cristianos
perseguidos en las paredes de sus catacumbas, se transformó en pieza ornamental
del arte eclesiástico y en tutela de los sepulcros, en adorno en el cuello de
las muchachas y en signo de dignidad en el pecho de obispos y papas, y degeneró
hasta llegar a ser distinción honorífica por méritos militares o civiles. El
escandaloso mensaje de la cruz, que les valió a los primitivos cristianos el
nombre de átheoi, ateos, “sin Dios”, ha perdido color hasta
transformarse en objeto de edificante piedad y ha cristalizado en aburrida ortodoxia,
que casi todo el mundo conoce, pero que ya no incita ni estimula a nadie.
A la vista
de tales desviaciones del mensaje neotestamentario de la cruz, hay que preguntarse
hoy día con especial urgencia sobre el sentido o el sin-sentido de la predicación
cristiana de la cruz. Todavía resuena en Goethe algo de aquel asombro original
frente al “signo de la irreconciliación” (Storm), cuando entre las cosas más dignas
de aborrecimiento, junto al tabaco, los chinches y el ajo, enumera también a la
cruz (Venez. Epigr.). Nietzsche se
enfurecía contra la “miserable moral del que se mete en un rincón” y contra el “nihilismo”
de la moral cristiana de la cruz (Antichrist).
¿No ha contribuido la predicación de la cruz, hecha por hombres que sufren y
aguantan porque “son incapaces de decir que no y de resistir” (Nietzsche), a
dorar el terrenal valle de lágrimas con una aureola de santidad y a orlar con
una corona de flores imaginarias las cadenas de la miseria humana? En vez de
esto y “en protesta contra la miseria real” ¿no debería dicha predicación —como
quería Marx (Frühschriften, ed.
Landschut, 208)— haber arrojado aquellas cadenas exentas de fantasía y vacías
de consuelo, para cortar las flores vivas?
Sobre todo
hay que preguntarse qué ha pasado con el carácter peculiar de la muerte de
Jesús. ¿No es acaso la muerte nobilísima de un Sócrates, tal como Platón la
describe en el Critón, más impresionante y más digna de encomio que el
desesperado grito de muerte en el patíbulo del Gólgota? ¿No existe el peligro
para los contemporáneos de monstruosidades tan espantosas como las de Auschwitz
e Hiroshima, Vietnam y Biafra, de que el tormento de ese único crucificado se
pierda entre los dolores de muchos millones, que tuvieron que sufrir y morir
más larga y cruelmente que Jesús? ¿Cómo ha de entenderse esta muerte (la
de Jesús)? ¿Fue el castigo de un criminal, que no se atuvo a las leyes
religiosas y civiles en vigor? ¿Fue el final de un agitador político que
suscitaba el levantamiento contra la soberanía romana? ¿O tal vez la muerte
libremente aceptada, suicida, de un desesperado que se entregó a sí mismo en
manos de sus adversarios? ¿O es la muerte de Jesús el asesinato de un incómodo
maestro de la verdad, la prueba de credibilidad de un ideal, por el que un
idealista luchó durante toda su vida, el sacrificio voluntario de un mártir,
que permaneció fiel a sus ideales hasta llegar a un amargo fin? ¿O tiene razón
Pablo cuando habla de ofrecerse por amor llegando hasta la entrega de la propia
vida?
La
predicación cristiana tradicional interpreta la muerte de Jesús casi siempre
como sacrificio expiatorio vicario por nuestros pecados. Pero, ¿qué
puede hacer un hombre del s. XX con conceptos cúlticos como sangre, víctima, expiación?
E. Bloch recoge la crítica de muchos contemporáneos cuando escribe a este
propósito: “...nada hubo jamás en el mundo más inútil y al mismo tiempo (en
cuanto analogía pagana con el dios anual que muere y resucita) más apologético
para lo que es corriente en este tipo de gobierno del mundo, que la satisfacción
vicaria mediante la magia de la cruz y de la muerte sacrificial” (Religion im Erbe, 1967, 92). Pero, sobre
todo, ¿es acaso en absoluto pensable y realizable una sustitución vicaria por
nuestros pecados a la vista del modo moderno de entender la persona? Ya Kant
decía en contra que esa culpa original “no podía ser saldada por otro, ya que
no es una vinculación transmisible..., como es una deuda monetaria..., sino la
más personal de todas, a saber: la deuda del pecado, que sólo puede llevar el
culpable, no el inocente” (Die Religion
innerhalb, ed. Vorlander, 19616, 77).
La
tradición cristiana habla también de reconciliación del mundo mediante
la muerte de Cristo. Sin embargo, tal entusiasmo no ha podido dejar fuera de
juego el problema central de la teodicea (si Deus, unde maluml: si Dios
existe, ¿de dónde procede el mal?). Dostoievski hace que Ivan Karamazov se
queje así: “¿Qué clase de armonía es ésta, en la que existe semejante infierno?
(tormentos y sufrimientos de los niños inocentes)”. Además, se predica la
muerte de Jesús como propia de Dios. ¿No significa esto que desde el primer
viernes santo Dios mismo está muerto, de tal manera que hemos de desarrollar una
“teología de la muerte de Dios”? (D. Sölle). Una predicación de la cruz que se
haga con sentido de responsabilidad no puede sustraerse a estas preguntas de
nuestro tiempo, si no quiere correr el peligro de caer en una estafa y en “argumentos
especiosos” (Ef 5.6).
II. La muerte de Jesús colocó ya a sus
contemporáneos ante cuestiones torturantes, acerca de cuya solución se luchó
enconadamente en la época del NT. Los judíos veían la ejecución de Jesús como
el castigo legítimo y la maldición divina contra un blasfemo (Dt 21.23; Gál 3.13);
los romanos, con la crucifixión, habían quitado de en medio a un presunto
agitador, peligroso para el estado. Pero para los discípulos de Jesús su ignominiosa
muerte de criminal significaba el fin catastrófico de sus esperanzas
mesiánicas; shock que tuvo como consecuencia su huida inmediata a Galilea.
La vida de Jesús terminó “fuera de las murallas” (Heb 13.12 s) entre los
criminales (Lc 22.37) y dejando la cuestión abierta de si con su palabra y obra
había despuntado o no el reinado escatológico de Dios.
La
respuesta a aquellas preguntas planteadas no la dio nadie, según los
testimonios del NT, sino Dios mismo, y lo hizo dando la razón, mediante la resurrección
de Jesús de entre los muertos, al crucificado y su obra. La continuidad
entre viernes santo y pascua no está fundada ni en la fe de los discípulos ni
en el poder de Jesús, sino sólo en el acto creador de Dios, que se mostró a sí
mismo como aquel que “da vida a los muertos y llama a la existencia lo que no
existe” (Ro 4.17). Sólo a la luz de la mañana de pascua se abrió la comunidad fundacional
lentamente al sentido de la desconcertante muerte de Jesús y de su vida llena
de interrogantes. Es decir: el sentido salvífico de la cruz de Cristo no se
puede entender y predicar bien partiendo sólo del horizonte de su vida, sino únicamente
a partir de la pascua. “La muerte de Jesús es anunciada, porque el crucificado vive”
(principio directriz de la Declaración de principios EKU). Ciertamente hay que distinguir
entre la cruz y la resurrección de Jesús, pero no hay que separarlas. Una predicación
de viernes santo que no incluyera el acontecimiento de pascua, predicaría quizás
un legalismo piadoso, pero no sería el anuncio evangélico de Cristo.
La
resurrección del crucificado dio la razón al camino del Jesús terrenal, que prometió
el perdón y la proximidad de Dios a los publícanos y pecadores, sentándose con ellos
a una mesa (Mc 2,1ss, 13ss). Ella confirma el derecho de Jesús a ocupar el
lugar de los impíos y a poner en juego su vida como rescate en favor de los
hombres (Mc 10.45, 14.24b) Con la ayuda del AT interpretó la comunidad
judeocristiana la muerte de Jesús como la muerte vicaria del siervo de Dios (Is
53) y, dentro de la teología judía del pecado y la expiación, la interpreto con
categorías culticas como cordero pascual (I Co 5.7), víctima expiatoria (Ro 3.25),
etcétera. De este modo se expresa el juicio divino sobre la culpa humana, así
como la actuación vicaria de Cristo por nuestra salvación, que ningún hombre
hubiera podido conseguir La muerte acaecida en la lejanía de Dios, en la cual el
juez tomó sobre sí el juicio en favor de los juzgados (Barth), para
posibilitarle así la cercanía de Dios, se entiende aquí como realización de la
nueva alianza divina Si Pablo y la carta a los Hebreos se han aferrado al
pensamiento de la representación vicaria exclusiva, no podrá hoy
renunciar a ella la predicación evangélica de la cruz, si no quiere correr el
peligro de caer en una ética legalista de la cruz Precisamente en una época en
la que el modo autónomo de entender a la persona ha conducido a muchos hombres
a una afirmación rígida de sí mismo y a un ansia atormentadora de
autorrealización de la propia existencia, es de una importancia decisiva hacer
prevalecer el “tú puedes” del evangelio frente al “tú debes” de la ley
Pero aquí
se plantea el problema más decisivo de la teología actual de la cruz, cómo se
puede hacer inteligible y explicable el prae y extra nos (antes y
fuera de nosotros) de Cristo Pues la teología judia del sacrificio y de la
expiación, así como las teorías dogmáticas sobre las penas vindicativas y la
satisfacción de Cristo, siguen siendo hoy día ininteligibles e inaceptables
Quizás pueda ayudar el intento, ya apuntado, de hacer una nueva interpretación
el significado salvífico de la muerte de Jesús está en que “el hombre para los
demás” (Bonhoeffer) entró en aquel lugar, en el que nuestra existencia
fracasada amenaza con hundirse en la desesperación y en el abismo de la nada La
cruz de Jesús, que no podemos ni necesitamos llevar, nos ha abierto así una
nueva vida en un humanismo liberado y liberador También Lutero piensa en este
centro de la predicación evangélica de la cruz cuando escribe en De la libertad de un cristiano: “Es así
como Cristo posee todos los bienes y toda la felicidad todas estas cosas son
propias del alma, y el alma tiene sobre si todo vicio y todo pecado éstos se
convierten en propiedad de Cristo De ahí resulta ahora el feliz contraste y el intercambio
feliz” (ed Ciernen II, 15)
Vivir bajo
la soberanía del crucificado significa para sus seguidores salir del
campamento y llevar sobre sí también el oprobio de Cristo (Heb 13.13) Los
cristianos helenísticos perseguidos experimentaron muy pronto que la cruz no es
en modo alguno un acontecimiento histórico pasado, al contrario, aprendieron a
entender la vida y el sufrimiento del Jesús terrenal como el camino prescrito
también para ellos (Mc 8.31 34) Expresaron esto con el pensamiento del bautismo
en la muerte de Cristo (Ro 6.3 ss) La cruz de los cristianos consiste
primeramente en crucificar el propio Adán, que se busca a sí mismo, a fin de
poder actuar en favor de los demás como hombre nuevo (Ro 6.6) De este modo se
ven liberados de la necesidad de justificarse y afirmarse a sí mismos y reciben
la libertad de “confesar las culpas propias y colectivas, en lugar de ocultarlas
o de equilibrar las culpas propias con las ajenas” (Declaración de principios
EKU, 21). El nacimiento del hombre auténtico tiene lugar entre dolores, como no
podía ser menos.
Según el
testimonio paulino, la existencia misionera del enviado de Cristo le lleva a la
solidaridad con sus sufrimientos (Fil 3.10). Para una iglesia obediente esto
significa no vivir para sí misma, sino iniciar un éxodo decidido fuera de las
propias murallas, a fin de experimentar el escándalo y la fuerza de su mensaje
en medio del mundo con la provocación de la cruz (I Co 1.18 ss). “Si ella
predica la palabra de la cruz y está preparada a tomar la cruz sobre sí, no
necesita preocuparse por su eficacia” (Declaración de principios EKU, 23).
El Jesús
terrenal se hizo intercesor de los pobres, los marginados y los despreciados de
su pueblo, y se atrajo odio, persecución y enemistad de las esferas sociales
judías dirigentes. Del mismo modo, es propio de la “praxis” de sus seguidores,
comprometerse en favor del derecho de los que han sido privados de él, y de la
liberación de los oprimidos; proporcionar ayuda a los que no la tienen,
comprensión a los despreciados y misericordia a los culpables, aun cuando por
ello haya que soportar la incomprensión y la enemistad de la sociedad.
La
virtualidad universal del acontecimiento de la cruz coloca bajo el juicio y la —•
promesa de Dios, no solamente al individuo, sino también a grupos, sociedades,
pueblos, y finalmente, a toda la humanidad. En este sentido, la cruz de Cristo
incluye no solamente un aspecto personal, sino también político. Dado que la
muerte de Cristo promete superación de las enemistades, reconciliación y paz
entre Dios y toda la humanidad, sus seguidores tienen la tarea de actuar entre
pueblos enemigos o incluso enfrentados en guerra, como vanguardia de la
reconciliación y la paz.
También la
experiencia actual de la ausencia e ineficacia de Dios en un mundo no reconciliado
e irreconciliable, se halla bajo el signo de la cruz. El tormento del abandono divino,
que tampoco faltó a Jesús (Me 15, 34), hace surgir a la luz del día la
verdadera miseria de los hombres y la profunda nostalgia de Dios que
experimenta el mundo. Ahora bien; con la resurrección del crucificado cae
también ese mundo bajo la luz de la mañana de pascua y bajo la promesa de la
nueva creación (Ro 8.18 ss). Con todo, el resucitado sigue siendo el
crucificado, y el futuro reino de Dios se actualiza provisionalmente sólo en la
figura de la cruz como esperanza. Precisamente la tensión entre la negación,
que supone la cruz, y la afirmación propia de la resurrección, manifiesta claramente
la diferencia que hay entre el caos actual y el nuevo mundo de Dios, entre la miseria
de este tiempo y la salud prometida en el futuro, entre la ausencia de Dios,
aquí experimentada, y su presencia, que ha sido prometida. A la vista de ese
reino prometido y esperado, la cruz, experimentada en el presente, suscita
sufrimiento, crítica y resistencia frente a hombres o situaciones, que no
corresponden al futuro del reino, transformándose así la cruz de Cristo en
señal de protesta contra este mundo, que no “está teñido de Dios”.
L. Coenen et al., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. Vol. I. Salamanca, Sígueme, 2004.
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