Porque él es nuestra paz, que de ambos
pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su
carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para
crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz, y
mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las
enemistades.
Efesios 2.14-16
Sin temor a
equivocarnos, podríamos decir que San Pablo es el iniciador de una práctica y
un pensamiento cristianos ligados estrechamente a una comprensión del esfuerzo
redentor llevado a cabo en la cruz de Jesucristo. Al colocarla como forma de
vida y razón de ser de la cosmovisión cristiana, podría decirse que fundó una
auténtica “espiritualidad de la cruz”, a contracorriente de la llamada
“espiritualidad de la gloria”. En diversos lugares de sus escrotos apostólicos
propone una forma de seguimiento de la cruz que va más de cualquier forma de
legalismo tradicionalista, de “positivismo existencial” o, incluso, de la
obediencia inconsciente de los nuevos mandatos cristianos, pues entre éstas y
otras variantes que se han erigido como modelos para la vida cristiana se
mueven todavía hoy muchas tendencias espirituales dentro de las iglesias.
Acaso algunos de los mejores indicios de la espiritualidad
que proponía Pablo y que él extrajo como consecuencia de la acción salvadora de
Dios en Jesús sean, por un lado, la afirmación de la cercanía de la salvación y,
por otro, la superación del dualismo predominante en el pensamiento griego y
que reaparece continuamente en la mentalidad cristiana. Lo primero lo expresa con
una simplicidad asombrosa en Ro 10.6b-9: “No digas en tu corazón: ¿quién subirá
al cielo? […]; o, ¿quién descenderá al abismo? […] Mas ¿qué dice? Cerca de ti
está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que
predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en
tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. Lo segundo es
expuesto en esa magnífica frase de I Co 6.19-20: “¿O ignoráis que vuestro
cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis
de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio;
glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales
son de Dios”.
En su carta a los efesios (2.11-22), utiliza el lenguaje de
la cruz para referirse a la reconciliación humana que es base de cualquier
forma de espiritualidad útil, práctica, en el mundo. El alejamiento antiguo
respecto de la voluntad de Dios (v. 11-12) es sustituido por una nueva manera
de situarse en el mundo, de percibir a Dios y de relacionarse con los demás,
justamente todos los elementos de la nueva espiritualidad. Los antiguos
preceptos, ejemplificados por la incircuncisión han sido superados por la
mediación de Jesucristo (v. 13), cuya cruz es el punto de partida, el ancla y
el motivo para la nueva espiritualidad humana fundada en la salvación y la consumación
de los propósitos divinos en el cosmos entero.
La paz instalada por Jesucristo, la manera en que derribó las
barreras de separación entre los seres humanos (v. 14) es el requisito básico
para que la espiritualidad procedente de la cruz sea una realidad que
verdaderamente trascienda los comportamientos religiosos instituidos y
entendidos como trabas, limitaciones y condicionamientos para la vida de las
personas. Su carne es el espacio de salvación que ha conseguido semejante
logro, es decir, en medio de la historia y del sometimiento a la ley (v. 15).
Esta contraposición tan impensable entre la carne y la ley parece una auténtica
provocación para griegos y judíos por igual, porque manifiesta radicalmente los
extremos ideológicos y culturales a los que podía llegar cada religión o visión
del mundo por su lado. Pablo sugiere que una auténtica espiritualidad cristiana
es capaz de ir más allá de ambas perspectivas y de ofrecer normas de vida y de
fe suficientes y efectivas para situarse en el mundo ante todas las cosas.
La cruz ha conseguido reconciliar estos extremos y ha “matado
las enemistades” (v. 16b) raciales, culturales y de todo tipo para fundar una
nueva manera de vivir en el mundo. Así, será más espiritual quien sea más
humano, más solidario y congruente con las convicciones que diga tener. “Las
buenas nuevas de paz” traídas por Jesús llegan por ir a los cercanos y a los
lejanos para que todos tengamos “entrada al Padre” (v. 18) mediante el mismo
Espíritu. Pues el objetivo final será ser edificados mutuamente a través del
edificio humano y espiritual que construye el Espíritu Santo (vv. 19-22).
A la luz del plan eterno de Dios, de la
obra de Jesús en la cruz para hacer la paz, y del poder del Espíritu que obra
extraordinariamente en la vida de los cristianos, éstos son llamados a vivir a
la altura de su vocación: como primicias de la nueva creación, del shalom de
Dios. Ello implica manifestar virtudes que caracterizaron a Jesús, el Mesías,
es demostrar el fruto del Espíritu, y usar los dones que el mismo Espíritu da,
para mantener la unidad y la reconciliación creadas por Dios en Cristo.[1]
Ésta es la espiritualidad de la cruz, de servicio y humildad
autocrítica, a diferencia de la “espiritualidad de la gloria”, basada en el
triunfalismo y en el supuesto éxito absoluto en todo lo que se hace. La
orientación paulina es bastante clara al respecto.
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