5 de abril,
2012
Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor
Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo
partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido;
haced esto en memoria de mí.
I
Corintios 11.23-24
I Corintios 11
comienza con una afirmación sorprendente del apóstol Pablo: “Imítenme a mí,
como yo imito a Cristo” como enlace de una serie de instrucciones para el
comportamiento de los creyentes en una ciudad muy conflictiva. Las urgencias
pastorales en Corinto, producto de las características culturales de la ciudad,
obligaron al apóstol, que conocía muy bien el ambiente (estuvo allí cuando menos
en tres ocasiones), a responder con orientaciones muy específicas en las que él
aprueba, objeta o modifica determinadas posturas de la comunidad. Explica
Rolando López: “Ciudad muy rica, gracias a su posición estratégica entre dos
mares con un puerto hacia el Egeo (Cencreas) y otro hacia el Adriático
(Lequeo), Corinto fue una ciudad eminentemente comercial y punto de encuentro
entre oriente y occidente. Resalta su carácter cosmopolita; en la época de
Pablo habitaban en ella entre quinientos y seiscientos mil habitantes de
diversa procedencia. Desde el punto de vista social, existía un gran
desequilibrio entre ricos y pobres. Entre estos últimos se dieron las primeras
conversiones (I Co 1.26ss)”.[1]
Al escribir sobre el orden y la fraternidad que debía haber
en las asambleas litúrgicas y criticar las tendencias al divisionismo (I Co
11.17-19), el apóstol se concentra en los momentos sacramentales, ligados a la
cotidianidad de las casas, algo que no se alteraba y que se insertaba en las
prácticas comunitarias. Irene Foulkes resume la conflictividad que afloraba en
los actos eucarísticos:
Las causas de los conflictos dentro de
iglesia naciente no se limitaban a las condiciones internas de cada comunidad
sino que en gran medida se encontraban ligadas a otros conflictos en su entorno
socio-político y económico. […] …el conflicto surgía por el acceso desigual a
los bienes no materiales valorados por el grupo. En la iglesia primitiva estos
bienes incluyen el derecho al ingreso y la participación en el liderazgo. […]
Una vez adentro,
¿quiénes tenían acceso a una participación que iba más allá de una presencia
pasiva como catecúmenos o comulgantes? ¿A quiénes se les reconocía el derecho a
la palabra y al liderazgo dentro de la iglesia? ¿Cuál era la interacción de
factores religiosos, socio-económicos y de género en el debate sobre estas
cuestiones?[2]
Pablo
introduce la sección al referirse a la tradición que había recibido (v. 23; cf.
15.3) y procede a aplicar un criterio a la situación de Corinto. Allí, algunas
personas se hartaban y se emborrachaban mientras sus hermanos pobres pasaban
hambre y vergüenza. Porque el contexto de toda la carta era la división entre
“fuertes” y “débiles”: “Los fuertes lo son seguramente en ciencia, pero a la
vez también en bienestar económico. Mientras los débiles lo son a la vez en
ciencia (o cultura) y en nivel social. Son estos los que tal vez se quejan a
Pablo de que los demás ‘comen carne’. Los pobres, como siempre, no podían, y al
menos querían aprovechar las fiestas paganas para comer gratis”.[3] Corrían los años 50-55 y el escenario puede reconstruirse: reunidos una
vez por semana, el grupo tenía una cena comunitaria, seguramente en la casa de
algún creyente de recursos, los demás participantes comían su propia cena y no
esperaban a quienes llegarán tarde porque terminaba tarde su jornada laboral.
Algunos de los otros comienzan a emborracharse, lo que ocasionaba una situación
de evidente falta de fraternidad (v. 21: “Porque al comer, cada uno se adelanta
a tomar su propia cena; y uno tiene hambre, y otro se embriaga”). Luego pasaban
a celebrar la eucaristía. “Pablo va a demostrar que una reunión de estas
características es exactamente lo contrario de lo que Cristo pensó cuando nos
encargó que celebráramos la eucaristía. Es
un pecado social: no contra Cristo directamente, o contra la eucaristía mal
celebrada en sí misma. El pecado está en la cena previa y es un pecado contra
los hermanos: “despreciáis a la comunidad de Dios… avergonzáis a los que no
tienen’”.[4]
Sin
fraternidad auténtica, no puede existir comunión ni compromiso con Jesucristo.
La verdadera solidaridad es el fruto de la genuina comunión con
Jesucristo, de ahí que nadie pueda
presumir de estar en muy buenas relaciones con él si su trato con los
semejantes es pésimo. El apóstol no puede alabar estas reuniones (vv. 17, 22)
porque hay divisiones y cismas, sectores dentro de la comunidad, unos que
pueden comer su propia comida y otros que no tienen. “Eso no es comer la cena
del Señor”, dice el apóstol (v. 20), porque ésta produce comunión efectiva con
Cristo y nuevas relaciones entre seres humanos. La argumentación paulina es
intensa: lo que hacen los corintios en la Cena no es la intención original del
sacramento instituido por Jesús de Nazaret. El pecado es contra la comunidad
(v. 22): desprecian al grupo y avergüenzan a quienes no tienen, se trata de
ostentación y falta de solidaridad.[5] Entonces viene al caso, en esta línea de ideas, la mención del origen
del sacramento. Una celebración viciada de este modo no puede ser un memorial de
la muerte de Cristo capaz de proclamarla adecuadamente (v. 26).
Participar
en la celebración, incluso sin recordar con insistencia las palabras de Jesús,
ya es un acto proclamador, una “condensación de todo el misterio de la pascua
que se entiende siempre presente y operante en medio de la comunidad”
(Aldazábal), porque la Cena ocupa el tiempo intermedio hasta la manifestación
plena del Reino de Dios (v. 26b). Mientras tanto, la comunidad es desafiada a
vivir en comunión, compromiso y fraternidad. Como concluye Aldazábal:
Que Pablo dé tanta importancia a la fraternidad, en el contexto de la
eucaristía, es una idea que concuerda con el espíritu de Mt 5.23 (reconciliarse
con el hermano antes de ofrecer en el altar) y con el lavatorio de los pies de
Jn 13. La eucaristía como constructora de la comunidad es también
una idea que ya se encuentra implícita en la noción misma de la alianza, en la
entrega de Cristo el Siervo por los muchos, y en el espíritu de toda cena
pascual para los judíos. […]
Por parte de la comunidad, además de la
celebración ritual, hace falta una actitud interior de fraternidad. Recibir
‘dignamente’ el cuerpo y sangre del Señor […] significa la actitud de la
caridad fraterna, ‘reconociendo’ en la comunidad al cuerpo de Cristo e imitando
la entrega por los demás del mismo Señor”.[6]
Jesús es
alimento y juez al mismo tiempo.
[1] R. López, “La cruz en 1 y 2 Corintios. Cartas desde la
práctica de las comunidades”, en RIBLA, núm.
20, www.claiweb.org/ribla/ribla20/la%20cruz%20en%201y2%20corintios.html.
[2] I. Foulkes, “Conflictos en Corinto. Las
mujeres en una iglesia primitiva”, en RIBLA,
núm. 15, http://claiweb.org/ribla/ribla15/conflitos%20en%20corinto.html.
[3] José Aldazábal, La
eucaristía. Barcelona, Centre de Pastoral Litúrgica, 1999, p. 82.
[4] Ibid., p. 88. Énfasis agregado.
[5] Ibid., p. 89.
[6] Ibid., p. 95. Énfasis agregado.
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