26 de mayo,
2012
“Cuídate de no olvidar al Señor tu Dios dejando de guardar sus
mandamientos, sus ordenanzas y Sus estatutos que yo te ordeno hoy; no sea que
cuando hayas comido y te hayas saciado, y hayas construido buenas casas y
habitado en ellas, y cuando tus vacas y tus ovejas se multipliquen, y tu plata
y oro se multipliquen, y todo lo que tengas se multiplique, entonces tu corazón
se enorgullezca, y te olvides del Señor tu Dios que te sacó de la tierra de
Egipto de la casa de esclavos”.
Deuteronomio 8.11-14
El Deuteronomio
practicó una lucha sistemática contra el olvido, porque desde su época se sabía
que aquello que no es significativo se arrumba en el desván de la desmemoria,
de la indiferencia. En estos tiempos, cuando la memoria tiene tantas ayudas
tecnológicas (pensemos, por ejemplo, en las fotos que en un instante le dan la
vuelta al planeta), parecería que el ejercicio de la anamnesis, lo contrario de
la amnesia, el olvido instalado en la vida, a veces sin remedio, es preciso recuperar
la orientación de esta tradición bíblica, pues su esfuerzo por devolver a las
familias el legado antiguo y actualizar los motivos de fe que le dieron razón
de ser en el mundo, es una garantía de preservar y alimentar la relación con el
Dios vivo y verdadero. Las acciones liberadoras del Dios que brotó
explosivamente en los episodios sobrecogedores del Éxodo debían impulsar a las
nuevas generaciones de Israel para que sus creencias y la comunión con Dios no
fuera solamente una cosa del pasado. Porque si hay algo cierto en cuestiones de
espiritualidad es que la práctica de otros, y más de quienes están tan lejanos
en el tiempo, no se pueden aplicar, sin más, a la experiencia actual.
Luego de una complicada exhortación sobre la necesidad de exterminar
a los vecinos cananeos, de preservar la peculiaridad del pueblo y subrayar el
apoyo divino, lo que obligaba a eliminar cualquier forma de idolatría en el
cap. 7 (la santidad como una “contracultura”, señala Edesio Sánchez C.), Dt 8
insiste varias veces en recordar lo sucedido durante los años pasados en el
desierto (v. 2), donde Yahvé probó el corazón de las comunidad para saber si
habría de guardar o no los mandamientos. Se afirma también que hubo sufrimiento,
hambre y sostén y que el cuidado de lo alto no se detuvo nunca (v. 4). La
entrada a la tierra es vista, además, como una gran bendición (vv. 7-10). Con
todo ello, el llamado a derrotar al olvido reaparece con una gran fuerza para
advertir que, en efecto, la saciedad, comodidad y prosperidad tan añoradas podían
producir amnesia y orgullo (vv. 11-17). En nuestro caso se vale decir, a diferencia de aquella actitud contra la que previene el pasaje: "Todo lo puedo, sí, aunque no soy un súper hombre o una súper mujer..., pero en Cristo que me fortalece" (Fil 4.13). Porque nunca las fuerzas profundas que nos sostienen son
nuestras.
La dinámica recuerdo-olvido domina toda la exhortación y
evidencia la forma en que la tradición deuteronomista procesó lo sucedido
cuando Israel estaba a un paso de desaparecer como país, lo cual fue interpretado
como fruto de la desobediencia. “De acuerdo con los versículos 19-20, la
desobediencia e infidelidad traerá como resultado la pérdida de los privilegios
de la alianza, la expulsión de ella y, finalmente, la misma situación de
destrucción que correspondió a las naciones paganas”.[1] Semejante panorama que se veía venir no
ponía en entredicho las bases de la alianza, pues la fidelidad de Dios no era
lo que estaba en juego sino más bien obligó a repensar, igual que hoy, los
alcances de la responsabilidad de las familias en este proceso.
Cuando se combina adecuadamente la solidez de las creencias y
valores con la forma en que la fe puede configurar la vida de una comunidad
familiar, y cuando ésta encuentra nuevos y efectivos cauces de renovación, la
acción del Espíritu de facilita más, por decirlo así, porque la madurez
alcanzada es capaz de revisar continuamente los fundamentos de sus criterios de
vida. El texto subraya la necesidad de establecer una escala de valores y prioridades
que no invierta o ponga de cabeza los elementos principales, ni dilapide los
recursos espirituales que Dios ha puesto a su disposición, pues como agrega
Sánchez Cetina:
Aunque Yavé sostiene providencialmente la vida de su pueblo, de éste
último depende el curso de su historia. El capítulo 28 discurre sobre este
asunto. En su proceder ético, el pueblo berítico escribe su historia. La
historia de Israel, de acuerdo.
[…]
La puerta a la idolatría se abre por el olvido y
abandono de Yavé y la autoconfianza del pueblo (vv. 14,17, 19). Previo a la
búsqueda de otros «señores» se encuentra el olvido, la amnesia histórica: el
pueblo se ha olvidado de que Yavé fue el Dios que lo sacó de Egipto. La
secuencia es clara: el olvido lleva a la pérdida de confianza, luego al
desalojo de Yavé como único ocupante del corazón del pueblo, de allí a la autoconfianza
y, finalmente, a la entrega a los dioses ajenos.[2]
De modo que hoy,
igual que ayer, la mediación familiar para que el testimonio cristiano se
afiance es una obligación irrenunciable cuando se dice que se tiene fe. Por el
contrario, si los criterios dominantes de la vida familiar son otros, no se puede
esperar la bendición divina como resultado de una auténtica sintonía con los
mandamientos u ordenanzas. Las formas éticas o morales que no se presentan a sí
mismas como religiosas tiene un grado de autonomía y eficacia, pero siempre
habrá que sospechar de ellas por sus sesgos, intereses y propósitos. Al confiar
en los mandatos divinos se tiene la certeza de que ellos contribuirán
verdaderamente a edificar vidas que testifiquen de la obra redentora de
Jesucristo en medio de situaciones que siempre ponen a prueba la calidad de la
fe y de los valores emanados de ella.
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