“Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es. Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Estas
palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón. Las enseñarás
diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y
cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes”.
Deuteronomio 6.4-7
Una constante en la
vida familiar y comunitaria es la renovación de los hábitos, tradiciones y
creencias que impulsan y representan las nuevas generaciones. No es posible suponer
que ellas actúan de manera pasiva ante la necesidad de afrontar circunstancias
distintas en la existencia y que lo harán recurriendo únicamente a lo aprendido
y vivido por las generaciones pasadas. En el antiguo Israel esto fue muy bien
entendido y por ello se practicó varias veces la renovación de la alianza, es
decir, una nueva manera de relación entre el Dios que había sacado a los ancestros
de la esclavitud en Egipto y las nuevas generaciones que ya no conocieron ese
episodio más que a través de los recuerdos de sus familias. El Deuteronomio es,
en ese sentido, un documento que plantea la posibilidad de renovación para mantener
los lazos espirituales, religiosos y culturales con ese pasado, pero desde una
perspectiva diferente, marcada por los nuevos sucesos y experiencias del pueblo:
“el Deuteronomio (y también la obra del deuteronomista) ya supone la pérdida de
la tierra y el exilio babilónico (Dt 4.27-31 y 30.1-5), y desde ese lugar trata
de explicar las causas del desastre y esbozar un nuevo horizonte; todo esto,
claro está, proyectado sobre un pasado normativo que servirá de modelo para las
nuevas búsquedas y propuestas”.[1] Es, ante todo, una lucha contra el
olvido: “El Deuteronomio orienta su ideología sobre una cultura de la memoria,
en contra de todo tipo de olvido, el olvido del pasado, de los propios orígenes
y del Dios de los padres; y esto sin duda aportó uno de los principales
impulsos al desarrollo del judaísmo confesional a partir de la época del exilio”
(Idem).
En medio de procesos históricos como éste las cosas no
siempre son fáciles y la lucha ideológica contra el riesgo de sustituir a Yavé
en la fe colectiva fue un elemento persistente en la reconstrucción y actualización
de la fe del pueblo en sus diversas etapas. En Dt 6.4-9 estamos, como dice
Edesio Sánchez, ante “el corazón de la fe bíblica”. Se trata, pues, de
participar de una auténtica “escuela de la fe”, de volver a “estudiar el
catecismo”,[2] de volver otra vez al abecedario de las
creencias fundamentales, aunque ahora con un espíritu maduro y consciente de
que éstas no son únicamente un conjunto de “verdades memorizables” sino más
bien de repensar lo perdido, rescatar lo posible y enfrentar el futuro con
esperanza y confianza en que la obediencia a los mandatos divinos siempre
traerá bien a los seres humanos y sus familias. La insistencia del Shemá en el “corazón” (“órgano de la
razón y de las decisiones éticas del ser humano”[3]) y en abarcar todas las áreas de la persona
para “amar a Dios”: “Estos versículos, de entrada, excluyen toda posibilidad de
lealtades divididas y espacios ‘vacíos’ en una vida que le pertenece totalmente
a Yavé. He aquí el punto de referencia desde donde deben verse toda llamada a
la fidelidad absoluta y todo castigo por la falta de ella”.[4]
El contexto comunitario, religioso y social del Shemá es digno de destacarse:
La expresión completa, “Escucha Israel: el
Señor nuestro Dios es el único Señor”, convierte al pueblo en convocador y
convocado al mismo tiempo. El pueblo, en el acto de invitarse, se compromete a
someterse a la voluntad exclusiva de Yavé. Esta declaración coloca la
responsabilidad del compromiso en cada individuo que la recite. Nadie que la
diga puede decir que le fue impuesta desde afuera.
Con la frase “el
Señor nuestro Dios es el único Señor”, el autor expresa en forma positiva el
primer mandamiento del Decálogo. Israel de nuevo es confrontado con el hecho de
la unicidad del Señor. Esta declaración se entiende únicamente cuando la
colocamos en el contexto histórico, político y religioso donde se dio la
tradición deuteronómica. Cada vez que se recuenta la historia del pasado se
deja en claro que Israel vive sólo porque Yavé dirige su vida. Él gobierna a
Israel. La vida de Israel depende de su reconocimiento de Yavé como su
soberano. Por ello, al autor le preocupan sobremanera las tentaciones que
enfrentan al pueblo en Canaán: ¡tanto dios para adorar, tanto lugar alto para
asistir, tanta práctica excitante en que participar![5]
Amar a Dios de una
manera total no es una exigencia que surja espontáneamente, pues procede de una
concientización profunda acerca de las obras de Dios en la historia, en nuestra
historia, individual y colectiva. Si se traza un mapa mental de la manera en
que Dios ha tratado con cada uno, en realidad le queda uno “debiendo” mucho a
Él. Hoy, como ayer: “El amor a Dios en el Antiguo Testamento pertenece
al contexto de la alianza. Sin embargo, no está atado a una enseñanza
legalista. El amor que se demanda a Israel es una respuesta ‘con la misma
moneda’. Es una respuesta apropiada a la fidelidad de Dios, quien siempre
mantiene y cumple sus promesas (4:37; 10:15; 7:7, 8). Israel es invitado a amar
porque Dios lo amó primero (cf. I Jn 4:19). Esta primicia del amor divino en
Deuteronomio es la raíz de toda obediencia”.[6]
¿Qué escuela de fe tuvimos o hemos tenido nosotros? ¿Cuáles
son nuestras referencias al remitirnos a los orígenes de nuestra formación
cristiana? Ciertamente los saldos pueden no ser tan buenos, pero el
Deuteronomio propone recuperar el tiempo perdido porque cada momento de la vida
es una oportunidad de renovación. Asimismo, el pasaje manifiesta que el
compromiso por transmitir esta confesión de fe de generación en generación se
realizará en el espacio formativo por excelencia, espacio de la confianza
máxima entre padres/madres e hijos y al cual es imposible renunciar como hoy tan
lamentablemente sucede, pues la pretendida lucha por la “libertad religiosa” por
parte de sectores conservadores en México, con la bandera de que las familias son
las responsables de su educación en estos temas, en realidad lo que busca es devolver
privilegios y control a la iglesia mayoritaria ante la pérdida acelerada de valores
pretendidamente cristianos en la sociedad. Sánchez Cetina lo comenta muy bien:
Ya no podemos trazar una marcada línea que
distinga los estilos de vida, educación, prácticas y prioridades de las
familias cristianas de las no cristianas. Aquella romántica creencia que los
cristianos vivimos lejos del “mundanal ruido” hoy se ha hecho trizas. ¡En
realidad eso nunca ha sido así!
Para comprobarlo,
hágase un sencillo inventario de las experiencias formativas en la vida de una
familia. Se verá que los responsables de esa formación, en su mayor parte,
están fuera de nuestro control, con propósitos y objetivos alejados de la fe bíblica
(y las más de las veces en contra de la misma). Se notará también que la
proporción cualitativa y cuantitativa de tal formación es escandalosamente “favorable”
a la influencia de tales sujetos de formación. Al comparar esa influencia con
la calidad y tiempo dedicados a la enseñanza de la vida cristiana, no cabe
esperar más que un impacto paupérrimo de esta última en la vida de individuos y
comunidades.
La cultura
uniformadora de los medios de comunicación masiva ha roto con los límites de
clases sociales, distancias geográficas y niveles de formación académica.
Vivimos en medio de un sistema con poder “omnipresente”, cuya filosofía de vida
alcanza materialmente a todos.[7]
Las nuevas generaciones demandan una renovación profunda que
vaya más allá del mero hecho de exponer las creencias, pues se trata también, y
sobre todo, de que éstas demuestren su capacidad para consolidar un criterio espiritual
aplicable a todas las áreas de la vida.
[1] Samuel Almada, “Aprendizaje y memoria para vivir la comunidad. Enfoques en Deuteronomio”, en RIBLA,
núm.
59, http://claiweb.org/ribla/ribla59/samuel.html.
[2] Cf. el Nuevo catecismo para indios
remisos, de Carlos Monsiváis (México, Siglo XXI, 1982), irónico
acercamiento a la enseñanza religiosa colonial en Nueva España.
[3] E. Sánchez, Deuteronomio.
Buenos Aires, Kairós, 2002, p. 188.
[4] Ibid., p. 189.
[5] Ibid., p. 191.
[6] Idem.
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