13 de enero, 2013
Algo les digo también: si dos de ustedes se ponen de acuerdo, aquí en la
tierra, para pedir cualquier cosa, mi Padre que está en el cielo se la
concederá. Pues allí donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos.
Mateo 18.19-20
La realidad de
la comunidad como koinonía en los
Evangelios se remonta hasta el propio Jesús de Nazaret. En Mateo 18 se esboza
una clara definición de lo que debía ser la iglesia como comunidad
escatológica, pero también con un enorme realismo y una conciencia de su
novedad en la continuidad y discontinuidad como pueblo de Dios en el mundo. El
proyecto de Mateo, resumido en la posibilidad de que el Reino de Dios produzca
la realidad de una comunidad nueva, proyecta en este capítulo en particular una
visión no idealizada de lo que podía y debía ser la Iglesia de Jesucristo,
quien desde el capítulo 16 anuncia la realización de un nuevo pueblo de Dios
basado en el reconocimiento de sí mismo como Hijo de Dios y Señor (16.13-20). Si
la utopía de una “iglesia nueva” le sigue quitando el sueño a tantas personas,
la manera en que Jesús mismos, los discípulos luego y las comunidades iniciales
en su conjunto asumieron la labor de reconstruir la visión de ese nuevo pueblo de
Dios hoy puede ayudar a revisar las bases que Mateo expone como esenciales para
subrayar la existencia de la comunidad como auténtica koinonía.
No olvidamos que el énfasis dado por esa palabra apunta hacia una
realidad más amplia, pues el apóstol Pablo, quien la utilizó con mayor
frecuencia, vislumbraba una realización ecuménica y universal de la presencia
del pueblo de Dios en medio de los conflictos sociales. Luego del rechazo de
Jesús en la sinagoga de Nazaret (13.54-58), Jesús abre las puertas de la gracia
a los gentiles, con lo que la utopía de un pueblo verdaderamente nuevo comienza
a plantearse. Mt 18.1-35 es el cuarto discurso de este evangelio (luego de
tres: sermón del monte, instrucciones sobre la misión, parábolas) y en él se
ofrece una instrucción sobre la comunidad eclesial, con base en un esquema que
delinea las bases del comportamiento deseado por Dios en los últimos tiempos:
1. Una Iglesia que opta por
los pobres (18.1-14)
1.1 Quien es el mayor en el Reino de los Cielos (1-5)
1.2 No escandalizar a los pequeños (a los pobres) (6-9)
1.3 No despreciar a los pequeños (10)
1.4 Parábola de la oveja descarriada (12-13)
Conclusión: El Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños (14)
1.1 Quien es el mayor en el Reino de los Cielos (1-5)
1.2 No escandalizar a los pequeños (a los pobres) (6-9)
1.3 No despreciar a los pequeños (10)
1.4 Parábola de la oveja descarriada (12-13)
Conclusión: El Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños (14)
2. Una Iglesia del perdón y
de la reconciliación (18.15-35)
2.1 Corrección fraterna
y comunitaria (15-17)
2.2 Autoridad e importancia de la comunidad eclesial local:
2.2 Autoridad e importancia de la comunidad eclesial local:
La comunidad ata y desata (18) cf. 16.19
Acuerdo comunitario para la oración (19)
Jesús en la comunidad (20)
2.3 Parábola del perdón (21-34)
2.3 Parábola del perdón (21-34)
Conclusión: Así hará el
Padre celestial si no se perdonan de corazón unos a otros (35)[1]
Estamos, pues, ante el proyecto eclesial del propio Señor de la Iglesia.
Ése es el mensaje que quiere dar Mateo: no promover las ideas y planes humanos sobre
una comunidad sino afirmar la visión que sobre la única iglesia tiene el propio Dios en Jesús. La comunidad sólo
puede tener sus bases en esa visión cristológica: “Los seguidores de Jesús
deben vivir en comunidad su fe en el Dios de la vida. Mateo es atento a la
riqueza, pero también a las dificultades de esa convivencia; al recordarlo
reflexiona la experiencia eclesial que sustenta su evangelio. Por ello da
normas muy precisas para ese compartir”.[2] Y la ruta crítica para alcanzar los objetivos es muy clara: primero,
acoger a los más pequeños: “El v. 5 […] nos indica ya un primer requisito para
la vida en comunidad: dejar de lado toda búsqueda de privilegios y toda
preferencia por personas de alto rango social (cf. también la carta de
Santiago). El mayor en el Reino es el menor en este mundo, el despreciado.
Aquellos que siguen esta norma de conducta no deben preocuparse más por saber
quién es “el más grande” en la comunidad cristiana, en la Iglesia. Colocando al
niño ante sus discípulos, Jesús le quita el piso a esa inquietud desorientadora”.
(Ídem)
Segundo, el amor al hermano y la corrección mutua y fraterna: "
Siguen
tres perícopas que nos recuerdan que la Iglesia está formada por justos y
pecadores, o más exactamente por personas que son las dos cosas a la vez. El
acento ahora está puesto en la vida dentro de la comunidad.
La primera de ellas nos habla de la corrección
fraterna. El tratamiento es detallado, sólo puede venir de una experiencia
eclesial interna. La vida en comunidad no puede basarse en actitudes fáciles y
componedoras. El amor cristiano rechaza el amiguismo que se traduce en una
especie de coexistencia pacífica. Nada más lejos de una auténtica comunidad,
ésta supone fraternidad pero también exigencia mutua. […](Idem)
Tercero: la Iglesia debe vivir siempre “en presencia de Jesús”:
Plantado
a mitad del capítulo se halla un elemento capital de la vida comunitaria: la
presencia de Jesús en medio de ella. Esa presencia asegura el valor de la oración
en comunidad, ella llegará al Padre. Si nos comportamos como auténticos
hermanos, porque de lo contrario las normas de disciplina recordadas pierden
sentido. La habitación de Dios en la historia que alcanza su punto más alto en
la Encarnación se prolonga en la Iglesia en tanto signo visible del Reino. La
oración es siempre una experiencia de gratuidad, de una cierta ‘inutilidad’ por
decirlo así; ella debe poner su impronta en el amor por Dios y por los demás.
Sin práctica orante no hay vida cristiana. En ella se da la síntesis de la
gratuidad, marco y sentido de este capítulo, y dimensión comunitaria, tarea de
la Iglesia. Estos versículos (19-20) nos recuerdan que Cristo es el corazón de
la asamblea de los creyentes. (Idem)
Y cuarto, la disposición permanente para perdonar:
Perdonar
es liberar. Se libera el perdonado de su falta y de su angustia, así como se
libera el que perdona de su resentimiento o de su rencor.
Perdonar es dar vida, eso debe caracterizar a la
asamblea de los seguidores de Jesús. Negarse a hacerlo, ilimitadamente, es
negarse a creer en el Dios de la vida, que como lo dice la Biblia
repetidamente, perdona y olvida el pecado. La terrible y frecuente frase ‘yo
perdono, pero no olvido’, no puede ser mas anticristiana. El breve diálogo
sobre el perdón nos abre a la parábola del servidor sin entrañas que ya
examinamos. En efecto, el basamento del perdón está en el amor gratuito de Dios
que todos estamos llamados a poner en práctica.
Más allá de idealizaciones irrealizables, la Iglesia es una koinonía de
fe, servicio y fraternidad que intenta vivir según los postulados de quien la
soñó y propuso una nueva manera de existencia en el mundo, Jesús de Nazaret, en
la experiencia de la gratuidad.
Fuera
de ese amor gratuito ésta puede perderse en reglas de conducta puramente
formales, distorsionarse en abusos de poder, vivir según las categorías
mundanas que privilegian a los poderosos; no saber vivir la liberación del
perdón, significa ignorar en la práctica la presencia de Jesús en medio de
ella. En otros términos, es negarse a ser signo del Reino, que es ante todo un
don, acogerlo es cambiar de perspectiva. La ética del Reino es una respuesta
a la iniciativa de amor de Dios. Viendo la historia desde los
pequeños de este mundo, recibiéndolos, acogemos a Jesús y lo colocamos en
el centro de nuestra oración y de nuestro compromiso. Con él caminamos,
como Iglesia peregrina, hacia el Padre, el Dios amor, el Dios de la vida.
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