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POR LA RUTA DE LA RESURRECCIÓN
Protestante Digital, 7 de abril de 2013
Tercera Reunión Nacional de la Comunión Mexicana de Iglesias Reformadas
y Presbiterianas (CMIRP), Ciudad del Carmen, Campeche, 6-7 de abril, 2013
Esto es lo que les pido a quienes los dirigen, yo, que
comparto con ellos la tarea y soy testigo de la pasión de Cristo y partícipe de
la gloria que está a punto de revelarse: apacienten el rebaño de Dios confiado
a cargo de ustedes; cuídenlo, no a la fuerza o por una rastrera ganancia, sino
gustosamente y con generosidad, como Dios quiere; no como dictadores sobre
quienes estén a cargo de ustedes, sino como modelos del rebaño. Y el día en que
se manifieste el Pastor supremo recibirán ustedes el premio imperecedero de la
gloria. I Pedro 5.1-4
…cuando confesamos la santa Iglesia proclamamos su existencia; añadiendo la comunión de
los santos precisamos cómo es la Iglesia que creemos [IRC 1536, II. OS 1, p.
92].
Testificar su naturaleza es tan importante como creer
su existencia [IRC 1539, IV. CO 1, p. 541].
Juan Calvino
1. El Jesús-Resucitado acompañante
Al reencontrarse con el discípulo que lo
había abandonado y negado días atrás, y encargarle formalmente el cuidado
pastoral de la iglesia, el Jesús-Resucitado no solamente fundó un nuevo orden
ministerial, colegiado y subordinado a la acción del Espíritu, sino que también
indicó el horizonte por el cual debía circular la marcha de las comunidades
desde entonces. Porque la dinámica trazada por Juan cap. 21 es muy clara y
consistente: al retroceso de los discípulos que volvieron a sus quehaceres
anteriores (vv. 1-3) le sigue un acercamiento de simpatía por parte de Jesús,
quien les indica, sin recriminar su acción, por dónde deben pescar (vv. 4-6).
Inmediatamente después, cuando obtienen el beneficio y reconocen a su Señor
resucitado (vv. 7-11), pasan a los momentos de fraternidad, koinonía y comunión
(vv. 12-14), en donde el texto subraya: “A
ninguno de los discípulos se le ocurrió preguntar: “¿Quién eres tú?”, porque
sabían muy bien que era el Señor” (v. 12b). Después de esos momentos relajados e
inolvidables en los que el alimento del cuerpo los alegra y bendice, el relato
adquiere una sólida formalidad, pues Jesús pregunta directamente a Pedro si lo
ama, y a cada respuesta le encomienda apacentar sus ovejas y corderos (vv.
15-17), a él, que no había hecho los méritos suficientes para tamaña labor en
consonancia con la obra de su Señor. Su respuesta es bien conocida y el ánimo
que le produjo para responder afirmativamente también. A esta linealidad
(trabajo-comida/comunión-encargo) le seguirían las acciones en las que el
ministerio encargado producirá resultados palpables apenas el Señor desaparezca
de su vista en la ascensión y los ahora apóstoles deban de enfrentar la
oposición y el rechazo. El propio Pedro transformaría su discurso y la
orientación de su pensamiento para exponer la historia salvífica con una
convicción que debió sorprenderlo a él mismo en primer lugar. En el Pentecostés
de los judíos (Hch 2) predicará con un énfasis histórico-profético
sobresaliente y la presencia del Espíritu Santo se tornaría inteligible, a tal
grado, que se integran miles de personas al grupo de seguidores, hombres y
mujeres, de Jesús. Más tarde, Pedro llegaría también a la conclusión de que es
necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5.29) y demostraría que
aprendió la lección cuando al escribir su primera carta define óptimamente la
labor de los pastores/as y ancianos/as (presbíteros): la presbiteralidad de la Iglesia, su colegialidad, pudo alejarlo de
cualquier tentación de poder y por ello advierte que ésta debe quedar fuera del
imaginario de quienes están al frente de una comunidad, no como “dictadores” (kléron) sino como “modelos” (ginómenoi) del rebaño (I P 5.3).
Con
este cuadro de por medio se delinea con fortaleza el rumbo que debe seguir la
Iglesia tras las huellas del resucitado, en medio de un panorama de pluralidad
(deseado por el Espíritu), de convivencia humana (necesaria y hasta urgente),
de crisis socio-cultural (por el sometimiento generalizado al poderío del
Imperio Romano) y de una serie de compromisos de cambio expuestos para
desarrollarse prontamente. A diferencia de una visión triunfalista de lo que no
es, de lo que debe y puede ser la Iglesia, el texto neo-testamentario traza
líneas de seguimiento de dicho horizonte que siguen vigentes hasta hoy, pues
los liderazgos visibles de las comunidades no fueron concebidos como espacios o
núcleos de poder sino de servicio, y lo que hoy se conoce aún como gobierno de
la Iglesia, en realidad consiste en la circulación permanente de los dones
otorgados por el Espíritu. El Jesús-Resucitado que suscita y (re)sucita
continuamente a la comunidad (recuérdese el nombramiento del apóstol número 12)
es quien conduce su destino y quien, periódicamente, le hace ver el tamaño de
los desafíos que debe afrontar para que, aunque se equivoque, caiga e incluso
desaparezca visiblemente, y vuelva a comenzar, el intento continuo sea la
obediencia a sus dictados de amor, esperanza y justicia. Este Jesús, el mismo
que en continuidad con aquel que camino sobre el mar, es el que exhorta
continuamente a lanzar las redes y a encontrar siempre un buen número de peces,
pues parte de un trabajo humano que es respetado y consolidado.
2. La iglesia renace siempre para seguir al Resucitado
Por lo anterior,
cada vez que la Iglesia nace, muere y resucita como parte de la dinámica
existencial que procede de Jesús, da comienzo nuevamente la espiral comunitaria
que, vez tras vez, manifiesta la esperanza que el propio Dios tiene en
aquellos/as que desean seguir en los pasos de su Hijo Resucitado: aunque las
realidades históricas, religiosas y de todo tipo, se opongan a los planes para
instalar su Reino en el mundo, las fuerzas espirituales convocadas por el
Espíritu removerán conciencias, inercias, poderes fácticos y visibles, para que
el magno propósito siga en marcha. Uno de los problemas consiste en la
persistente negativa de los falsos poderes que surgen en las estructuras
eclesiásticas a entrar y participar de esta dinámica en la que la resurrección
es entendida como una marcha triunfal que inició el día que Jesús entró a
Jerusalén, siendo que, mediante un proceso inverso, la toma de esa ciudad
representó un espejismo para quienes supusieron que el Reino de Dios iba a
establecerse mediante la violencia humana. Lo que los textos evangélicos
desarrollan más tarde es lo que Lutero llamó teología de la cruz, es decir, una
manera de percibir los acontecimientos que establecerían los propósitos de Dios
en medio de una conflictividad reacia a dejarse dominar o poseer por los
designios divinos.
La
teología de la gloria, por el contrario, ha sido capaz de patrocinar proyectos
eclesiales que, en nombre de lo sagrado, se sirve de un discurso que potencia
acciones encaminadas a hacer creer que, en efecto, el “crecimiento
eclesiástico” (numérico, económico o de influencia moral) es sinónimo del
avance del Reino de Dios en el mundo. Ante ella, hay que afirmar proféticamente
la necesidad de que las comunidades cristianas se conviertan de nuevo a ese
proyecto amplio de dignificación humana, igualdad y restauración de todas las
realidades al designio del Dios vivido y anunciado por Jesús de Nazaret. La
vida que éste vivió, la muerte que atravesó, y el momento climático de su
resurrección marcan “los tiempos y las sazones”, las coyunturas que las
comunidades deben leer, interpretar y discernir constantemente para encontrar
vías para una mejor fidelidad a la esperanza evangélica.
En
nuestro caso, somos convocados a formas de renacimiento que ponen en juego
replantear por entero la vivencia de la espiritualidad, la práctica del
testimonio, la naturaleza del culto, la misión y la educación, así como los
componentes básicos de la diaconía, la koinonía y el servicio mutuo, en el
marco de nuevas condiciones, las cuales no fueron percibidas en los espacios
tradicionales de los cuales provenimos. A la acusación de que se está
fragmentando una vez más el cuerpo de Cristo, hay que responder con acciones y
discursos ligados a la proyección de la resurrección continua de la Iglesia en
el mundo, y con ésta en un proceso interminable de aprendizaje e identificación
de los signos que Dios coloca en las circunstancias que nos toca vivir. Si la
promoción y reivindicación de los ministerios de las mujeres fue la punta del
iceberg de este movimiento, ahora hay que relanzar integralmente todo el corpus
de la existencia cristiana, revisando a la luz de las Escrituras, de la
tradición reformada y de la ya sólida tradición teológica latinoamericana y así
poder inculturar nuevamente el mensaje
evangélico en nuestra sociedad. Acaso a eso somos llamados/as en esta
situación, pues a la otra crítica superficial de que “es más fácil destruir que
construir”, es necesario responder con una creatividad dependiente de la
movilidad y sorpresa del Espíritu a fin de que los pasos presentes
verdaderamente canalicen un futuro viable, realista, pero también
auténticamente fiel a las exigencias que, en otra época, acaso no se pudieron
advertir, pero que hoy podemos reconocer que siempre estuvieron ahí: fortaleza
en el diálogo ecuménico, interreligioso, de participación social, de formación
completa de personas y de mantenimiento de la vida de la creación, entre otras
cosas. Quizá por ahí va el rumbo de este seguimiento de la resurrección. Ojalá
estemos a la altura de él. Que Dios nos bendiga a todos y todas en el camino,
en la organización y el diálogo. (LCO)
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LA
IGLESIA NO SE ARREGLA SÓLO CAMBIANDO DE ZAPATOS (I)
José María Castillo
En todo el mundo
han sido noticia las nuevas costumbres que el papa Francisco ha introducido en
la imagen pública que el sucesor de Pedro ofrece ante el mundo. Nadie duda ya
que el papa se parece cada día más a un hombre normal, sin los zapatos rojos de
Prada y cada vez con menos indumentarias de ésas, tan llamativas como
trasnochadas. Por supuesto, esto es de elogiar, y expresa que este papa tiene
una personalidad fuerte, original, ejemplar. Un papa es importante, no por su
imagen pública, sino por su ejemplaridad. Es evidente que el papa Francisco
tiene esto muy claro. Por eso lo admiramos, lo aplaudimos, lo sentimos más
cerca. Y esperamos mucho de él.
Por
supuesto, yo no soy quién para decirle al papa lo que tiene que hacer. ¿Quién
soy yo para eso? De todas maneras, y con toda la modestia y humildad que me es
posible, me atrevo a sugerir que solamente con simplificar la vestimenta y
modificar algunas costumbres, se puede pensar que la Iglesia no se arregla.
Será noticia, eso sí. Sobre todo entre personas y grupos más tradicionales. Algunos
ya han puesto el grito en el cielo porque, el pasado jueves santo, el papa
Francisco se atrevió a lavar los pies de dos mujeres. Da pena pensar que haya
gente que, por semejante cosa, se alarmen tanto. ¿No sería más razonable pensar
a fondo dónde está la raíz de los verdaderos problemas que sufre la Iglesia? Y,
sobre todo, los problemas que sufre tanta gente desamparada, marginada y sin
esperanzas de futuro.
Pues
bien, planteada así la cuestión, lo que yo me atrevo a sugerir es que la raíz
de los problemas, que arrastra la Iglesia, no está en la imagen pública que
ofrece el papa. La raíz está en la teología que enseña la Iglesia. Porque la
teología es el conjunto de saberes que nos dicen lo que tenemos que pensar y
creer sobre Dios, sobre Jesucristo, sobre el pecado y la salvación, etcétera,
etcétera.
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