DE
LA DUDA A LA FE (Juan 20.19-31)
José
Antonio Pagola
El hombre moderno ha aprendido a dudar. Es propio del espíritu de
nuestros tiempos cuestionarlo todo para progresar en conocimiento científico.
En este clima la fe queda con frecuencia desacreditada. El ser humano va
caminando por la vida lleno de incertidumbres y dudas.
Por eso, todos sintonizamos sin dificultad con la
reacción de Tomás, cuando los otros discípulos le comunican que, estando él
ausente, han tenido una experiencia sorprendente: "Hemos visto al
Señor". Tomás podría ser un hombre de nuestros días. Su respuesta es
clara: "Si no lo veo...no lo creo".
Su actitud es comprensible. Tomás no dice que sus
compañeros están mintiendo o que están engañados. Solo afirma que su testimonio
no le basta para adherirse a su fe. Él necesita vivir su propia experiencia. Y
Jesús no se lo reprochará en ningún momento.
Tomás ha podido expresar sus dudas dentro de grupo de
discípulos. Al parecer, no se han escandalizado. No lo han echado fuera del
grupo. Tampoco ellos han creído a las mujeres cuando les han anunciado que han
visto a Jesús resucitado. El episodio de Tomás deja entrever el largo camino
que tuvieron que recorrer en el pequeño grupo de discípulos hasta llegar a la
fe en Cristo resucitado.
Las comunidades cristianas deberían ser en nuestros
días un espacio de diálogo donde pudiéramos compartir honestamente las dudas,
los interrogantes y búsquedas de los creyentes de hoy. No todos vivimos en
nuestro interior la misma experiencia. Para crecer en la fe necesitamos el
estímulo y el diálogo con otros que comparten nuestra misma inquietud.
Pero nada puede remplazar a la experiencia de un
contacto personal con Cristo en lo hondo de la propia
conciencia. Según
el relato evangélico,
a los ocho días se presenta de
nuevo Jesús. No critica a Tomás sus dudas. Su resistencia a creer revela su
honestidad. Jesús le muestra sus heridas.
No son "pruebas" de la resurrección, sino
"signos" de su amor y entrega hasta la muerte. Por eso, le invita a
profundizar en sus dudas con confianza: "No seas incrédulo, sino
creyente". Tomas renuncia a verificar nada. Ya no siente necesidad de
pruebas. Solo sabe que Jesús lo ama y le invita a confiar: "Señor mío y
Dios mío".
Un día los cristianos descubriremos que muchas de
nuestras dudas, vividas de manera sana, sin perder el contacto con Jesús y la
comunidad, nos pueden rescatar de una fe superficial que se contenta con repetir
fórmulas, para estimularnos a crecer en amor y en confianza en Jesús, ese
Misterio de Dios encarnado que constituye el núcleo de nuestra fe.
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SADOCRISTIANISMO
Carlos
Osma
Lupa Protestante, 21 de marzo de 2013
Cuando llega la Semana Santa el
sadomasoquismo cristiano se quita la careta y campa a sus anchas en medios de
comunicación, calles e iglesias. Los maestros
sacan el látigo, se enfundan unas botas altas de cordones, y se ponen ajustados
trajes negros de cuero que cosen con las fundas de sus Biblias. Es el momento
más esperado del año, y no es necesario justificarse, el contexto es permisivo
para que el placer y el sufrimiento se fundan en una orgia sacralizada.
¡Crucifícale! Gritaron los sacerdotes cuando Pilato les dio la
posibilidad de liberar a Jesús. ¡Crucifícale! Siguen gritando los sacerdotes y
sacerdotisas que necesitan sacrificios dolorosos y sangrientos. El dolor es el
lugar privilegiado de la revelación, los insultos y las humillaciones el
lenguaje sagrado, sus escupitajos traen nueva vida, y la cruz es una cama de
tortura.
El sadocristiano busca esclavos y esclavas para repetir sus excesos de la carne. Personas a las que
no les importe subir a la cruz para ser insultadas, golpeadas y azotadas.
Sumisos que quieran ser marcados con una cruz ardiente, y que estén dispuestos
a padecer y gozar con un cinturón de castidad hecho a su medida. Se necesitan,
se buscan, seres humanos que se deleiten con maestros a los que verles sufrir les produzca una satisfacción
inconfesable. Humildes creyentes, dispuestos a dejarse tiranizar, y a los que
convertirse en objeto del deseo de sus dominatrix,
les lleve al éxtasis.
La teología del sacrificio y la satisfacción tiene categoría de verdad
incuestionable para quienes participan en ese ritual de dominación, dolor y
placer. El Dios amo encontró el más
inconfesable deleite en un sumiso Jesús, al que le faltó tiempo para subirse al
potro de tortura del Gólgota. Un Dios opresor que no quiso ensuciarse y
prefirió ejercer de voiyer mientras
el cuerpo de su tiranizado era atado,
azotado y atravesado por pinchos. Los colaboradores del Sadodios sabían que Éste no intervendría; no hay salvación en Él,
sólo un inconfesable deseo orgiástico de sufrimiento. El culmen del éxtasis
divino, los gritos desesperados del agonizante encomendándose en sus manos.
Más allá de esta mirada canonizada a la cruz, hay otras que no buscan la
autosatisfacción en el crucificado, sino que se dejan interpelar por aquel
cuerpo herido, y humillado, no por Dios, sino por quienes juegan a serlo. No
valen las mentiras, ni las interpretaciones idealizadas, Jesús no quiso ser
crucificado, no fue enviado a sufrir y ser torturado, su cuerpo no es el
símbolo de un Dios sádico, sino el de los silenciados, oprimidos, y marcados en
propia carne por quienes se erigen en poseedores de la verdad y se creen
autorizados para imponerla al resto.
La cruz no tiene valor salvífico para quienes han decidido subirse a
ella buscando el placer de ser insultados y dominados, o para los crucificados
a los que les ha faltado el coraje necesario para rebelarse, para gritar al
Dios en el que confiaban: ¿Por qué me has abandonado? La tortura, sea esta
física o psicológica, por sí misma, no tiene sentido teológico, y ningún Dios
del cielo está tras ella. Los únicos que la exigen, que llaman a aceptarla con
resignación, son quienes se prostituyen unos con otros en los templos de Dios.
Son, los que han convertido la casa de Dios en una cueva de ladrones.
El cuerpo del crucificado es un aparente no de Dios al mensaje de
libertad, amor y comunidad de iguales de Jesús. Es el fracaso evidente de la
voz de los pobres y oprimidos, la esperanza derrotada de los marginados
sociales, la muerte de quienes luchan por la vida, la victoria del
conservadurismo, la alegría de quienes se sintieron amenazados por el
diferente, la advertencia de los buenos religiosos.
Es, en resumidas cuentas, el día a día del mundo en el que vivimos. Un
mundo donde esperar la intervención de Dios, parece un sueño infantil y
ridículo.
Para los discípulos la cruz fue un conflicto, una dura prueba que ponía
en entredicho el mensaje de su maestro, y que sólo la vida y la resurrección de
Jesús les ayudo a entender. Hoy sin embargo aquel terrible y amargo no de Dios
es el lugar donde se mueve con más comodidad la Iglesia. Nadie parece huir ni
sentirse interpelado por las cruces que se levantan dentro de ella, los
privilegios de género, orientación sexual, posición económica, nacionalidad,
edad, cultura o ideología política, dan más placer que el mensaje liberador de
Jesús. Todos los domingos nos sentamos al lado de prójimos crucificados que permanecen
en silencio, y que cuando levantan su voz, les animamos a la resignación y el
sometimiento, mientras seguimos llamándoles hermanos.
Si queremos romper el círculo sensual y sadomasoquista al que nos aboca
la reducción de Jesús a una víctima necesaria para la satisfacción divina,
tenemos que bajarle de la cruz, introducirlo en la cueva donde hemos encerrado
a nuestros muertos, y ver cómo la intervención de Dios trae nueva vida. De las
profundidades de un sepulcro custodiado por los representantes del poder, salió
Jesús con la ayuda de Dios. El cuerpo que de allí salió no era el cuerpo
sangriento de una víctima, porque aunque llevaba las marcas del sufrimiento que
le habían infligido otros seres humanos,
había sido transformado y convertido en la esperanza de todas aquellas personas
que se resisten a ser humilladas, silenciadas, e insultadas.
El cuerpo de Jesús fue trasvestido por Dios, el traje
de sumisión y dolor que le obligaron a llevar, fue sustituido por aquel que
reflejaba en realidad quien era: la vida y la esperanza de Dios. Y es desde esa
experiencia que nos llama a nosotros a trasvestir la fe, y a hacer de ella un
motor que trasvista el mundo. Una fe que recuerde y haga presente a un Dios que
vive muy lejos de los discursos y las acciones que producen víctimas, se hagan
estos en su nombre o no. Una fe que no es sadomasoquista, y a la que no le
gustan las personas que se sienten mejores o que disfrutan humillando a otras,
por mucho que digan hacerlo en nombre de Dios.
Vida y esperanza, no sometimiento y sufrimiento, ese
es el mensaje de Jesús, que muchos han olvidado cuando miran a la cruz.
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