22 de febrero,
2015
El
reino de Dios no consiste en lo que se come o en lo que se bebe; consiste en
una vida recta (dikaisúne), alegre (xarà) y pacífica (eirene) que procede del Espíritu Santo. Quien sirve así a Cristo,
agrada a Dios y se granjea la estima humana.
Romanos 14.17-18, La Palabra (Hispanoamérica)
En 1984 apareció un libro titulado Conversión
de la iglesia al Reino de Dios, del profesor vasco-salvadoreño Ignacio
Ellacuría. El subtítulo, Para anunciarlo y
realizarlo en la historia, era todo un manifiesto para la vida y misión de
la cristiandad en todas partes. Allí, se plantea la urgente necesidad de que
las comunidades cristianas opten efectivamente por un servicio ineludible e
inexcusable a favor del crecimiento de la presencia del Reino de Dios en el
mundo. Lejos quedaba la idea añeja consistente en identificar ambas realidades
, como si fueran sinónimas: la iglesia, en realidad, es apenas un signo más de la amplia acción de
Dios para establecer su Reino en medio de los conflictos y contradicciones humanos.
Cinco años después, Ellacuría caería abatido por las balas de los sicarios que
acabaron con las vidas de varias personas en la Universidad Centroamericana de
San Salvador, de la que Ellacuría era nada menos que el rector.[1]
Lamentablemente, compartió el mismo destino martirial del arzobispo Óscar
Arnulfo Romero. A 25 años de su muerte, refulge con enorme claridad la manera
en que abordó esta temática desde las primeras páginas:
Una y otra vez hay que volver a recuperar la Iglesia
de sus lacras históricas para que realmente se ponga al servicio del Reino de
Dios que predicó Jesús. […] Porque si el Reino de Dios no puede
concebirse adecuadamente al margen de la iglesia que ayuda a realizarlo, mucho
menos puede concebirse la Iglesia cristiana al margen del Reino de Dios. Podrá
ser difícil encontrar el equilibrio adecuado entre las cosas del Reino y las
cosas de la Iglesia, pero ese equilibrio no podrá encontrarse si, ante todo, no
se da prioridad al Reino sobre la Iglesia…[2]
Y agrega. “La Iglesia debe tener un centro fuera de sí misma, un
horizonte más allá de sus fronteras institucionales, para orientar su misión y
aun para dirigir su configuración estructural. Y este centro y horizonte no pueden ser otros que los que tuvo la
evangelización de Jesús: el Reino de Dios”.[3]
En efecto, la Iglesia solamente puede tener un eje gravitacional que esté fuera
de ellña misma, es decir, el mensaje central de Jesús de Nazaret: la venida
inevitable del Reino de Dios para hacerse una realidad plena en todos los
espacios de lo humano y de la creación. Ante un panorama así, es necesario
preguntarse qué tipo de vinculación y de articulación entre la iglesia y el Reino
de Dios estableció el Nuevo Testamento luego de los énfasis nacionalistas que
se perciben en los evangelios y que debieron ser superados en la experiencia de
las comunidades seguidoras de Jesús de Nazaret (quien le otorgó mayor
universalidad a la comprensión de los alcances del Reino de Dios) y el resto de
los documentos neo-testamentarios. Una posible respuesta la aporta San Pablo al
dirigirse a la comunidad de Roma: es preciso superar también la identidad del
Reino con las prácticas, prohibiciones o rituales domésticos que se presentan
como vías de acceso a su enorme complejidad y exigencia de compromiso.
Pocas veces se refiere este apóstol al Reino de Dios (apenas unas 10),
pero cuando lo hace muestra que ha podido ir más allá del esquema nacionalista
judío y, aun cuando su horizonte escatológico no deja de aparecer, percibe
consistentemente al Reino de Dios como la gran realidad que Dios ha querido
instaurar en la historia, a contracorriente de la dinámica humana, material y
política prevaleciente. Como explica Ellacuría, en San Pablo aparece una
comprensión de que el Reino “no es un concepto espacial ni un concepto estático,
sino una realidad dinámica: no es un reino, sino un reinado, una acción permanente sobre la realidad histórica”.[4] Precisamente en esa línea se mueve el
apóstol, cuando subraya lo que no es el
Reino, en Romanos 14.17 y en I Corintios 4.20, cuando ataca la creencia,
primero, de que el Reino puede ser definido en términos de prácticas rituales o
prohibiciones, o en segundo lugar, al momento de negar que consista únicamente
en palabras sino en poder o eficacia, es decir, una actitud meramente teórica o
discursiva que sólo pretenda expresar creencias o ideas sin apuntalarse
efectivamente en las acciones: “El contexto de este pasaje está en la disputa
de Pablo frente a los que perturban la fe de la comunidad de Corinto. Pablo les
señala a estos supuestos privilegiados que el Reino es eficaz no por la belleza
de las palabras, que serían el arma de este grupo, sino por el poder divino
manifestado en Cristo Jesús a través de la Cruz. Por eso, San Pablo les señala
los sufrimientos por los que debe pasar el verdadero apóstol de Cristo”.[5]
La parte positiva de las afirmaciones paulinas sobre el Reino de Dios
apuntan más bien hacia lo que Dios espera de los integrantes de su iglesia y de
ésta como un conjunto visible y actuante en el mundo: en Ro 14.17-18 se
destacan algunos aspectos fundamentales para evidenciar la presencia del Reino
de Dios en la actuación y conciencia de la iglesia: la rectitud (justicia), la
alegría y el pacifismo producido por el Espíritu Santo, un auténtico programa
de acción para regir y conducir el comportamiento, la organización y la
proyección de la iglesia en el mundo, esto es, zonas de la praxis que con demasiada
frecuencia son dejadas de lado por las vertientes institucionales del
cristianismo en su afán por cumplir planes y programas que, sin separarse
totalmente de los postulados esenciales de la existencia de la iglesia, tienen
a veces a reproducir modelos de misión similares a los de otras instituciones o
ideologías.
Si la iglesia quiere servir adecuadamente a Dios en el horizonte de su
Reino, deberá adaptar siempre su mensaje, pensamiento y acción a esos
planteamientos paulinos que resumen la manera en que una sana comprensión y
vivencia del Reino orientan todo lo que la iglesia quiera hacer en el mundo
para no alejarse de la naturaleza, alcances y límites que Dios quiere para
ella. En términos de la rectitud e integridad, nada de lo que haga o piense
deberá realizarse sin apego a la justicia como factor definitorio de la salvación;
de la alegría, como una actitud predominante para vivir y actuar; ni de la paz,
como muestra indiscutible de la búsqueda del bienestar total para la humanidad.
[1] Juan José Tamayo-Acosta, “Ellacuría
vive”, en Babelia, supl. de El País, 14 noviembre de 2014, http://cultura.elpais.com/cultura/2014/11/12/babelia/1415808080_942077.html
[2] I. Ellacuría, Conversión de la iglesia al Reino de Dios. Para anunciarlo y realizarlo
en la historia. Santander, Sal Terrae, 1984 (Presencia teológica, 18), p.
7.
[3] Ibid.,
pp.
13-14. Énfasis agregado.
[4] Ibid.,
p.
16. Énfasis agregado.
[5] Carlos Rosell de Almeida, “Reino de
Dios en San Pablo”, en http://ec.aciprensa.com/wiki/Reino_de_Dios_en_San_Pablo#El_Reino_de_Dios_en_la_predicaci.C3.B3n_de_Pablo.
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