De esta manera quedó restablecido el culto del Templo del Señor. Ezequías
y toda la gente se alegraron de que Dios hubiera animado al pueblo, pues todo
se había hecho con rapidez.
II Crónicas 29.35-36, La
Palabra (Hispanoamérica)
La segunda etapa de las reformas de Ezequías en el antiguo Judá es una
muestra de la forma en que podía profundizarse un auténtico proceso de cambio
en una sociedad teocrática como aquella, en la que resulta difícil comprender
hoy cómo es que el gobernante es quien ordena llevar a cabo las modificaciones
de orden religioso. La profundidad y alcance de dichas reformas sólo podían ser
evaluadas con el paso del tiempo y la manera en que las Crónicas presentan lo
sucedido es una evidencia de que, aunque se intentó hacer las cosas bien, los
intereses creados y las tendencias del momento llevarían a abortar o, cuando
menos, a limitar la durabilidad y efectividad de las transformaciones: su hijo
Manasés (considerado el peor de los reyes de Judá) “deliberadamente deshizo lo
que quedara de la reforma de su padre: volvió a construir los santuarios
rurales que Ezequías había destruido, alzó altares para los cultos cananeos, e
inauguró nuevos cultos y prácticas paganos” [II Crónicas 33.2-9].[1]
A la limpieza física del templo y la purificación del mismo y de los
sacerdotes le siguió el restablecimiento del culto: acompañado de las
autoridades de la ciudad (v. 20), el monarca se dirigió al templo y ordenó la
celebración del holocausto (vv. 21-22) con el fin de “expiar los pecados de la
monarquía, del santuario y de Judá” y, además por todo Israel (v. 24). Inmediatamente,
fueron instalados los levitas (v. 25a) a partir de lo establecido por David,
Gad y Natán, pues el texto subraya la atención expresa a las órdenes divinas
transmitidas por los profetas (25b),
todo acompañado por trompetas y música, con la mención inevitable de David,
como músico (26-27). El acto de adoración que continuó fue solemne e
impresionante (29-30), así como las palabras del rey: “Ahora que han quedado
consagrados al Señor, acérquense a traer al Templo sacrificios y ofrendas de
acción de gracias” (31). El holocausto mismo fue fastuoso y derrochador (32-35a:
seiscientos toros y tres mil corderos).
Las palabras con que concluye esta sección del relato son importantes (“De
esta manera quedó restablecido el culto del Templo del Señor”, 35b) por lo que
representaron en esta etapa del proceso: se trataba de destacar el “gran calado”
de las reformas (como tanto se repite en nuestros días) oficiales, con el
pueblo como testigo impávido y tremendamente pasivo. Las imposiciones
gubernamentales apuntaban a que, mediante la vía del decreto real, las
prácticas religiosas fueran modificadas visiblemente en los elementos del
culto, del sacrificio y de la conducción sacerdotal (con la observación de que “los
levitas se mostraron más predispuestos a purificarse que los sacerdotes”, 34b),
pero lo que quedaba pendiente era la reforma de las mentalidades, de las
conciencias, que llevaban décadas de recibir el bombardeo de ideologías y
acciones de injusticia e idolatría, lo uno por lo otro. Ciertamente, “Ezequías
y toda la gente se alegraron de que Dios hubiera animado al pueblo, pues todo
se había hecho con rapidez” (36), pero acaso esta rapidez con que se hicieron
las transformaciones sería el signo de qué tan hondamente habían llegado, pues
anclar semejante proyecto en la memoria histórica de una nación no era algo que
pudiera hacerse de la noche a la mañana.
Porque el proceso continuó, como lo atestiguan los capítulos siguientes:
el 30 narra el restablecimiento de la celebración de la Pascua, a la que invitó
al reino del Norte (30.1) con una exhortación digna de recordarse en sus partes
principales: “Israelitas, conviértanse al Señor, Dios de Abraham, Isaac e
Israel, y el Señor se reconciliará con el resto de los que han escapado del
poder de los reyes de Asiria. No imiten a sus padres y hermanos que, por ser
infieles al Señor, Dios de sus antepasados, fueron condenados al horror, como
ustedes mismos han podido comprobar. […] Si se convierten al Señor, sus
hermanos e hijos hallarán compasión en quienes los han deportado y podrán
regresar a este país, pues el Señor es misericordioso y compasivo y no les dará
la espalda, si se convierten a él” (30.6-7, 9). Pero la respuesta fue pésima. En
el cap. 31 se describe cómo se derribaron los elementos idolátricos (31.1),
restableciendo también el orden sacerdotal y cultual, con lo que prácticamente se
dio por terminada la reforma. La conclusión tiene un sabor triunfalista: “Ezequías
actuó así en todo Judá, obrando con bondad, rectitud y fidelidad ante el Señor
su Dios. Y todo cuanto emprendió al servicio del Templo, o referente a la ley y
los mandamientos, lo hizo recurriendo a su Dios sinceramente. Y por eso tuvo
éxito” (31.20-21). El capítulo siguiente es un resumen de los avatares
militares que tuvo que enfrentar en el conflicto con Asiria.
Para decirlo en un lenguaje más consecuente (y teológico): la reforma de
las almas es algo que únicamente compete al Espíritu divino y que, a través de
las instancias que él elija, se lleva a cabo en los niveles más intangibles de
la vida y, al mismo tiempo, en zonas visibles que la evidencien. Así, cada vez
que es voz interior empuja y promueve cambios importantes, las resistencias
humanas se activan también y tratan de impedir sui consecución completa, en
medio de una dinámica histórica compleja y siempre exigente. En el antiguo
Israel, a los esfuerzos de Josafat, Ezequías y posteriormente Josías, había que
contraponer los impulsos y acciones contrarreformistas de otros reyes, que
nunca faltaron. Lo mismo sucedió en la época de la Reforma Protestante y tampoco
están ausentes en nuestra época. El Espíritu siempre es una fuerza renovadora
en la historia y las reacciones ante él son múltiples. A los cambios iniciales
de las reformas del siglo XVI, encaminados a eliminar los lastres y prácticas
malsanas (como desnudar los templos de imágenes, por ejemplo), tuvieron que seguir
las acciones más creativas que consolidaran el cambio en la conciencia y la
mentalidad de las diversas sociedades, algo que requiere tiempo, seriedad y
compromiso inquebrantable. Reformar todas las áreas de la vida en nombre de
Dios es un proyecto interminable pero siempre necesario y hasta urgente.
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