11 de octubre, 2015
Ahora quiero sellar una alianza con el Señor, Dios de Israel, para
que aparte de nosotros su cólera. Por tanto, hijos míos, no se descuiden,
porque el Señor los ha elegido para estar con él, para servirlo como ministros
y para ofrecerle incienso.
II Crónicas 29.10-11, La
Palabra (Hispanoamérica)
Las reformas o transformaciones profundas de las instituciones humanas
no pasa de ser para, para muchos, más que un infructuoso intento por corregir la plana a Dios, especialmente cuando se trata de la existencia histórica de su
pueblo en el mundo. Las iglesias enfrentan cotidianamente el dilema de ser
fieles a su propósito esencial o de servir a intereses particulares que se
instalan en medio de ella según el momento, las modas o la orientación
predilecta que elijan. De ahí que en numerosas ocasiones se parezcan tanto a
otras organizaciones que se niegan a avanzar o a cambiar para adaptarse y así
renovar su presencia en la persecución de sus objetivos. La historia del pueblo
de Dios en las Escrituras contiene numerosos ejemplos de esta disyuntiva tan
grande que se vive no sin sufrimiento por parte de quien es experimentan con
tristeza y dolor que se colocan otras orientaciones por encima de la obediencia
a la voluntad transformadora de Dios. En reiterados momentos, el antiguo Israel
tuvo que afrontar las consecuencias de alejarse de las intenciones divinas y de
servir a gustos, preferencias o imposiciones que, sobre todo desde el poder
monárquico, suplantaron los ideales de igualdad, justicia y servicio a su Dios.
Lo que aquí denominamos “visión realista de las reformas religiosas”
tiene como trasfondo y premisa una enseñanza bíblica amplia que no debe
olvidarse nunca: solamente si el Espíritu de Dios es quien preside los
esfuerzos de renovación o reforma será posible encaminar la esperanza para
lograr dichos cambios y observar sus resultados efectivos. De otra manera,
aunque parezca que los seres humanos tenemos buenas intenciones, si no existe
suficiente conexión con la iniciativa divina para adecuar la naturaleza, la
marcha y los propósitos de la comunidad, cualquier empeño en este sentido será
únicamente un conjunto vano y hueco de prácticas autocomplacientes y
disfrazadas encaminadas a reproducir aquello que suponemos que está funcionando
adecuadamente. Esto quiere decir que se estará practicamos el auto-engaño para
que las cosas sigan igual.
Si miramos con atención a los profetas que acompañaron los procesos de
reforma en la época de monarcas como Ezequías y Josías, encontraremos que ellos
eran bastante realistas en su percepción de los momentos y que no se hacían
demasiadas ilusiones con las medidas que, vistas con suficiente atención, no
fueron más que paliativos para situaciones de crisis de las cuales el pueblo no
saldría bien librado. Escuchar que los gobernantes, como Ezequías, pusieron
manos a la obra para sanear y mejorar la existencia social, política y
espiritual de sus gobernados, implicaría que, efectivamente, se dejarían
conducir por el movimiento divino que intentaba cambiar las historias de
injusticia por otras de auténtica renovación espiritual y religiosa, único
sustento válido para caminar en la ruta que deseaba Yahvé, único gobernante
absoluto de Israel. El contraste con la versión deuteronomista de los hechos es
claro:
En el Segundo Libro de los Reyes hay una pequeña
noticia sobre la reforma religiosa en el tiempo de Exequias (2 R 18.4). En la
obra del Cronista, se desenvuelve en tres capítulos (29-31), comprendiendo la
purificación del templo y de las personas, la celebración solemne de la Pascua
y la organización del servicio. Algunos detalles reflejan el contexto
socio-religioso del post-exilio, como la unión de cantores y levitas (2 Cr 29.12-15),
la consolidación de la ley del puro y del impuro (30.15-20) y el hecho de que
los levitas asumieran funciones exclusivas de los sacerdotes, fortaleciendo su
posición en el culto (29.29-36; 30.21-27). Y todavía más. El reinado de Ezequías
destaca la importancia de la ley, del culto y del templo. […]
La historia
cronista no apunta hacia una esperanza mesiánica ni apocalíptica. Su obra es
una meditación sobre el pasado para ofrecer una orientación para el momento
presente.[1]
El texto de II Crónicas 29 es sumamente ilustrativo: a) el nuevo y joven rey, de apenas 25
años de edad, reinaría en Judá durante 27 largos años (v. 1); b) su perspectiva de gobierno era la
correcta para los cronistas, pues actuó adecuadamente como David, su predecesor
(v. 2); c) primeramente reparó el
santuario principal (v. 3); d) y
luego convocó a los funcionarios religiosos (v. 4) para advertirles que el
proceso de reforma iba en serio con un lenguaje piadoso muy notorio
(“purifíquense y purifiquen el Templo …y saquen de allí la impureza”, v. 5); e) e inmediatamente después practicar
una fuerte crítica histórica sobre los antepasados desobedientes a Dios (vv.
6-9).
Hasta ahí las cosas parece que iban muy bien. Los problemas inician
cuando se anuncia el decreto oficial de reforma: “Ahora quiero sellar una alianza con el Señor, Dios de Israel, para que aparte
de nosotros su cólera. Por tanto, hijos míos, no se descuiden, porque el Señor
los ha elegido para estar con él, para servirlo como ministros y para ofrecerle
incienso (vv. 10-11). El lenguaje unipersonal del rey se impone abiertamente
por encima de los proyectos divinos y la reforma se convierte en un programa
gubernamental más como los que se escuchan a veces en nuestros tiempos contra
la corrupción y que terminan en los escritorios u oficinas, eso sí, con fuertes
gastos para llevarlos a cabo de manera casi siempre incompleta. En la historia
que nos ocupa, queda la impresión que los levitas y demás religioso entendieron
que la reforma se lograría únicamente limpiando el Templo “como había ordenado
el rey a instancias del Señor” (vv. 15-16). Pero los cronistas son muy agudos,
pues Ezequías estaba más preocupado por la ley, del culto y el templo. Y es
allí donde nos topamos con los 16 días que duró la purificación del templo, es
decir, las medidas externas de reforma (v. 17).
El relato incluye con una nota de satisfacción, casi un informe
burocrático y administrativo: “Ya hemos limpiado todo el Templo del Señor: el
altar del holocausto con todos sus utensilios y la mesa de los panes de la
ofrenda con los suyos. También hemos reparado y purificado todos los objetos
que profanó el rey Ajaz con sus infidelidades durante su reinado, y los hemos
dejado ante el altar del Señor” (vv.18-19). ¿Y los cambios de fondo, podríamos
preguntar? La respuesta está en la teología del libro: “El Cronista sitúa al
templo en continuidad con la ‘carpa del encuentro’, el antiguo santuario
instituido por Dios en el Sinaí (Ex 25; 1Cr 16,37-42). Esta ligazón, tiene la
función de legitimar el templo y la ciudad de Jerusalén como el único local de
culto. De igual forma, el Cronista da una resonancia central a David, como
fundador del templo y del culto en Jerusalén”.[2]
Entonces, más bien, se trató de legitimar, varios años después, una dinastía y
de perpetuar su memoria entre el pueblo que ya no vivió nada de aquel
esplendor.
La versión de II Reyes 18-20 difiere un poco y habla de la
enfermedad que sufrió y de las circunstancias en que terminó el reinado de
Ezequías: “Sabiendo de su dolencia, el hijo del rey de Babilonia mandó
emisarios con una carta y presentes para Ezequías, quien les mostró todos los
tesoros del palacio. Ese comportamiento del rey mereció seria advertencia del
profeta Isaías, quien predijo el saqueo de Jerusalén y la deportación de la
nobleza, después de la muerte de Ezequías. La buena acogida a la
embajada de Babilonia muestra que Ezequías no confiaba solamente en Yahvé, sino
también en las alianzas políticas y eso le acarreó la amenaza hecha por Isaías,
de la ruina que ocurriría en el futuro, pero que ya había sido anunciada en su
reinado (20,12-19)”.[3]
Dolorosamente, no bastaron las reformas para evitar la caída de Jerusalén.
Acaso eran bastante tardías, no se asumieron como debían o no se contó con el
realismo con que debían afrontarse. Es una gran lección para nuestros tiempos.
[1] Shigeyuki
Nakanose, “Re-escribiendo la historia. Una lectura de los libros de las Crónicas”, en RIBLA, núm. 52, www.claiweb.org/ribla/ribla52/rescribiendo.html.
[2] Idem.
[3] Lilia Ladeiras Veras, “Reformas y contra-reforma. Un
estudio de 2 Reyes 18-25”, en RIBLA, núm.
60, www.claiweb.org/ribla/ribla60/lilia.html.
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