28 de febrero, 2016
El Señor es el baluarte de su pueblo,
la fortaleza que salva a su ungido.
Salva a tu pueblo, bendice a tu heredad,
sé su pastor y guíalos por siempre.
Salmo 28.8-9, La Palabra (Hispanoamérica)
El Señor es el baluarte de su pueblo,
la fortaleza que salva a su ungido.
Salva a tu pueblo, bendice a tu heredad,
sé su pastor y guíalos por siempre.
Salmo 28.8-9, La Palabra (Hispanoamérica)
En la
historia del antiguo Israel siempre surgieron circunstancias en medio de las
cuales el pueblo requirió experimentar la fortaleza que solamente le
proporcionaba su fe en Yahvé. Muchas de esas experiencias están reflejadas en
los salmos, en este caso el 28, es una súplica en la que la voz individual y
colectiva se funden ante el acecho de los adversarios. El lenguaje reitera la confianza
de ser escuchados por el señor, quien inevitablemente se mostrará como una
ayuda continua para las necesidades de su pueblo. Ciertamente es difícil
identificar una situación concreta en la experiencia descrita, pero eso no le
resta impulso a la expresión con que el salmo describe la manera en que la
comunidad recibe el apoyo irrestricto de su Dios. “En esta literatura la
comunidad de fe ha oído, y continúa oyendo, el lenguaje soberano de Dios que se
encuentra con la comunidad en sus profundidades de necesidad y en sus alturas
de celebración. Los Salmos ponen toda nuestra vida bajo el gobierno de Dios,
donde todo puede ser sometido al Dios del evangelio”.[1]
La primera parte es un
clamor que insiste en ser escuchado, en no ser ignorado por su Creador, a quien
le debe la vida y cuyo silencio sería como una afirmación de la muerte: “Señor,
a ti te llamo;/ no me ignores, fortaleza mía,/ que si tú no me hablas/ seré
como los muertos” (v. 1). El creyente alza la voz, literalmente, para invocar
incluso en el santuario adonde se encuentra buscando la presencia de su Dios “Escucha
mi grito de súplica/ cuando te invoco,/ cuando alzo mis manos/ hacia tu
santuario” (v. 2). “El hombre puede despreocuparse; pero también puede sentir
opresivamente el silencio de Dios. Sentirlo como carencia, como vacío, es ya relacionarse
con Dios, o sea, tenerlo dentro; psicológicamente, escuchar el silencio puede ser
una experiencia profunda. Así sucede que la ‘llamada y grito’ del orante rompen
y atraviesan ese silencio insoportable”.[2] Toparse
con el silencio divino es una de las grandes puertas posibles para acceder a su
contacto, a la posibilidad de escuchar su voz intempestivamente. Aquí, la
supuesta inactividad de Dios conduciría al ser humano inevitablemente a la
muerte: “La intervención de Dios es en este momento cuestión de vida o muerte:
si se desentiende o ~e retrae, deja campo libre a las fuerzas de la destrucción,
a esa fatal fuerza de gravedad que hace ‘bajar’ al hombre a la ‘fosa’”.[3]
Inmediatamente después
el salmo deriva hacia la realidad del mal, de los enemigos que, si el Señor no
responde, aprovecharán la oportunidad para “hacerse cargo de la situación”. Son
personas violentas, de doble cara, por lo que convivir con ellas es un riesgo
permanente: “No me arrojes con los malvados/ ni con los que hacen el mal:/ hablan
de paz con sus amigos,/ pero en su corazón hay violencia” (v. 3). Ellos
encarnan el mal y su actitud contrasta con la de quien habla: “Mientras toda la
actividad del orante consiste en gritar y alzar los brazos, los malvados despliegan
toda su actividad prescindiendo de Dios. Mentalmente ellos reducen al Señor al
silencio o a la inacción”.[4] Los
que hacen el mal no descansan y, en su opinión, sus acciones son muestra de que
Dios no reacciona ni observa lo que sucede. Pero el salmista piensa lo
contrario y contrataca para suplicar que la intervención divina revierta los sucesos:
“…trátalos según sus acciones/ y la maldad de sus actos;/ trátalos de acuerdo con
sus obras,/ ¡dales tú su merecido!”. No reconocer las acciones justas y benéficas
del Señor es razón suficiente para que Él los derribe y no se puedan levantar
(v. 5), pues haciendo eso manifestará que hace suya la causa de quien ora y
clama.
Por ello la parte final
del salmo es una exclamación de reconocimiento por las formas en que Dios
responde (v. 6). Del corazón brota la expresión máxima de gratitud y la
celebración de quién es Dios para el creyente que antes estuvo tan afligido: “El
Señor es mi fortaleza y mi escudo,/ en él mi corazón confía” (7a). El Señor le
ha de vuelto la alegría con lo que ha hecho a su favor: “Me ha socorrido y
estoy alegre,/ con mis cantos le doy gracias” 7b). El nivel comunitario
reaparece y funciona como una comprobación de la manera en que Dios actúa para
beneficiar a su pueblo: “El Señor es el baluarte de su pueblo,/ la fortaleza
que salva a su ungido” (8). La fortaleza viene del Dios que continuamente dará
la cara por la comunidad, incluso en medio de los peores ambientes. La historia
del pueblo es una demostración permanente de eso y varios salmos más lo corroboran.
Siendo su posesión o territorio propio, el pueblo puede esperar siempre la
ayuda de su pastor divino, pues no permitirá que sea ofendido o maltratado por
nadie. El Señor garantiza la salvación de su pueblo y la conducción de sus
caminos: “Salva a tu pueblo, bendice a tu heredad,/ sé su pastor y guíalos por
siempre” (9).
De ahí que las palabras de Brueggemann resuenen proféticamente al
evaluar el sentido de la repetición de los salmos y su importancia para la
espiritualidad cristiana, individual y colectiva:
Los salmos insisten regularmente en la equidad, fuerza
y libertad suficientes para vivir humanamente la propia vida. Los salmos no pueden sacarse de ese contexto
de preocupaciones comunitarias.
Cuando repetimos estos
salmos, en comunidad o en privado, estamos rodeados de una nube de testigos que
cuentan con nuestras oraciones. Esos testigos incluyen ante todo a los judíos
que gritaron contra el faraón y otros opresores. Pero la nube de testigos
incluye a todos los que esperan la justicia y la liberación. Esto no nos aparta
de la convicción de que Dios es un Espíritu poderoso. Eso no reduce los salmos
a documentos políticos. Insiste más bien en que nuestra espiritualidad debe
responder al Dios presente donde las cuestiones de justicia y orden,
transformación y equilibrio son de suma importancia. No nos atrevemos a ser
positivistas sobre nuestra espiritualidad como si viviéramos en un mundo en el
que todos los temas están estructurados. La espiritualidad de los salmos supone
que el mundo es cuestionado en esta conversación con Dios. Eso permite y
requiere que nuestra conversación con Dios sea vigorosa, cándida y atrevida.
Dios asume papeles diferentes en estas conversaciones. A veces Dios es el
garante del equilibrio antiguo. Otras veces Dios es un precursor de la nueva
justicia que debe establecerse. A veces también Dios está en desorientación,
siendo soberano en modos que no nos llaman la atención como adecuados.
Podríamos suspirar por un Dios lejos de tal dinámica, por una espiritualidad no
tan inclinada al conflicto.[5]
[1] Walter Brueggemann, El mensaje del libro de los Salmos. Un
comentario teológico México, Universidad Iberoamericana, 1998, p. 17.
[2] Luis Alonso Schökel y Cecilia
Carniti, trad.,
introducciones y comentario. Los salmos. I.
Salmos 1-72. Estella, Verbo Divino, 1992, p. 443. Cf. el poema “Hombre en la sinagoga”,
de Santiago Kovadloff, judío argentino: “Un día estalló el último espejo/
y mi vida fue un peso sin forma/ y aquí volví en busca de Dios./ Dios
calló como siempre/ y entonces descubrí la sinagoga:/ sus sólidas
paredes,/ el gratísimo silencio./ la fresca paz de este recinto
en el verano./ y ya no me fui más./ Afuera la inclemencia empuja
a la fe/ y la fe al vacío.// Aquí dentro la ausencia de Dios
importa poco” (La sombra oscilante. México,
UNAM, 1988, Material de lectura, Poesía moderna, 138, p. 22).
[3] Ídem.
[4] Ibíd.,
p.
444.
[5] W. Brueggemann, op.
cit., p. 265. Énfasis agregado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario