14 de febrero, 2016
Te
quiero, Señor, eres mi fuerza.
El Señor es mi bastión, mi baluarte, el que me salva;
mi Dios es la fortaleza en que me resguardo;
es mi escudo, mi refugio y mi defensa.
El Señor es mi bastión, mi baluarte, el que me salva;
mi Dios es la fortaleza en que me resguardo;
es mi escudo, mi refugio y mi defensa.
Salmo 18.2-3, La
Palabra (Hispanoamérica)
Nunca deberíamos olvidar que los salmos son, simultáneamente, poesía
y oración. Y que lo son en la misma medida, por lo que su capacidad de
evocación de la fe depende profundamente de sus características literarias. Precisamente
la fuerza con que los salmos evocan los sentimientos que provoca el recuerdo de
la acción de Dios en la vida de los seres humanos es una de las razones por las
que han impactado tanto la memoria de los lectores de todas las épocas. Al
momento de buscar fortaleza para sostenerse en medio de las situaciones
difíciles de la vida, los poetas, salmistas y cantores recurrieron a figuras
tan socorridas, que seguimos usamos hasta la fecha. En el caso del salmo 18, la
imagen que preside todo el texto es la ideas de “tener el agua hasta el cuello”,
es decir, que la persona se siente abrumada por lo que le sucede y siente, literalmente,
que se ahoga y es arrastrada por las aguas dominantes y avasalladoras.
Este salmo tiene una indicación muy clara sobre el contexto que lo
produjo y gracias al cual podemos ver de cuerpo entero a su probable autor: “De
David, siervo del Señor, que dirigió al Señor las palabras de este cántico el
día que el Señor lo salvó de todos sus enemigos y de Saúl”. Seguramente
retocado y con agregados que se sumaron con el paso del tiempo, el núcleo del
poema expresa con singular intensidad, fuerte lirismo y rica imaginación la
manera en que el creyente recibe la ayuda de Dios para ser, casi literalmente,
rescatado de las aguas que lo tenían sometido a una condición de tragedia
personal e individual en la que nadie más que Él podría rescatarlo. El texto
reproduce, casi íntegramente, el cántico de II Samuel 22, muy cerca del final del reinado de David. Si este
ungido para ser rey requirió la ayuda divina, su mensaje es que cualquier fiel
la recibirá también en condiciones similares.
La imagen de Dios descendiendo desde las alturas para llegar hasta donde
se encuentra el fiel atribulado es el centro poético y espiritual del salmo. La
primera sección (vv. 2-4) es una afirmación de fe sobre la seguridad que
produce confiar en el Señor. Es una “triple invocación de Dios, como fenómeno
frecuente, y ocho títulos en serie”.[1]
La segunda recoge las sensaciones experimentadas por el creyente al encontrarse
en una situación crítica, sin ningún asomo de exageración: “Me rodeaban las
cadenas de la muerte,/ me aterraban torrentes devastadores,/ me envolvían las
redes del abismo,/ me acosaban trampas mortales” (vv. 5-6). “Los torrentes son
una fuerza cósmica que brota de las profundidades de la tierra, no para
fecundar, sino para devastar. La actividad de los cazadores está dicha en
cuatro verbos que describen el movimiento y expresan el efecto que producen: me
cercaban, me aterraban, me envolvían, me alcanzaban. No hay escapatoria, por el
poder definitivo del enemigo y porque está cerrado el cerco”.[2]
La reacción inmediata ante ello es implorar la ayuda del Señor (v. 7a).
Él escucha el clamor angustiado “desde su santuario” (7b), por lo que
procede actuar a su estilo, estruendosamente, porque la tierra tiembla y se
sacude en el momento en que comienza a hacerlo, pues ante su poder se conmueven
“los cimientos del mundo” (8). La indignación que lo invade es visible hasta en
su aspecto físico (9). A continuación, procede a “inclinar los cielos” y a
descender progresivamente (10a), “caminando sobre la niebla” y montándose en un
querubín (11a) para emprender el vuelo y elevarse “sobre las alas del viento” (11b).
Pone así en marcha una operación de salvamento en la que únicamente él es
protagonista. Nadie más, pues él se ocupa personalmente del problema. El resto
de las imágenes describe ese descenso majestuoso como parte de una “teofanía tempestuosa”
que trastorna todas las fuerzas naturales: las tinieblas, los aguaceros, las
nubes (vv. 12-13). Materialmente se trata de una gran tempestad. “El poeta se
siente fascinado por la conexión de agua y fuego, elementos que de ordinario se
oponen y aquí actúan unidos, hasta el punto de juntarse granizo y ascuas.
También se detiene a observar el juego de oscuridad y esplendor intensificados
mutuamente. El paso de uno a otro hace que lo visual cobre movimiento. El espectáculo
recreado es de un movimiento agitado, a pesar de los paralelismos regulares.
Espectáculo grandioso por los volúmenes que abarca y mueve”.[3]
Al “tronar desde el cielo”, el Altísimo hace oír su voz y dispara sus
flechas para dispersar a los enemigos de su ungido (vv. 14-15). En ese momento:
“Emergieron los lechos de las aguas,/ se mostraron los cimientos del mundo”, causa
del por el estruendo y la ira de Dios (16). Es el momento cumbre de la narración
poética, cuando el Señor levanta con su mano al fiel y lo saca de las “aguas
turbulentas” (v. 17): “toda
la acción espectacular se ordena a la liberación de un individuo”.[4]
A partir de ahí, el ascenso de la persona hacia las alturas de su Señor abre
una sucesión de afirmaciones de fe y confianza (18-20). Y la relación con su
buena conducta es expuesta ampliamente como la razón de semejante manifestación
de la fuerza divina, basada en su amor, en su respuesta inmediata a la petición
urgente (vv. 21-27).
En el v. 28, el lenguaje asume la colectividad de un “pueblo humillado”
que es objeto de la salvación de Dios, como parte de su proyecto de abatir a
los altivos. Y nuevamente se retoma la expresión personal para afirmar la
certeza de que, al contar con un apoyo tan grande e inmediato, cualquier
seguidor del Señor podrá recibirlo (29-30). Eso le dará la confianza plena para
afrontar toda suerte de desafíos y pruebas. Pero todo eso se basa en la
comprensión de la palabra divina como un escudo para quienes confían en él (31).
La reflexión que continúa insiste en la presencia de Dios como fuente de la
fortaleza absoluta, “quien ciñe de fuerza” (33), otorga ligereza “de gacela”
(¿para escapar de los peligros?) y mantenerse firmes en las alturas (34).
Luchar resultará más fácil (35), pero su mano derecha será el sostén más seguro
(36), además de que aportará valor, velocidad, fiereza y una victoria segura (37-43).
En el ámbito político y social, el rey podrá salir adelante en medio de
las disputas de su pueblo y con las demás naciones (44-46). Todo lo cual hará
que estalle en exclamaciones de júbilo que subrayan la intervención divina (47),
pues el Señor auxilió a su ungido y lo reivindicó ante todos (48-49). “Ensalzarlo
entre los pueblos”, anunciar su nombre públicamente, es la respuesta esperada
ante semejantes acciones salvíficas (50). El énfasis final, sobre las victorias
reales, cierra el canto recordando con intensidad agradecida las promesas de
Dios para la dinastía davídica (51). La transposición cristiana consiste en
asumirse todos los creyentes como ungidos del Señor y merecedores de una
respuesta parecida en medio de las experiencias complejas para obtener la
fortaleza espiritual y moral que les permita a los hijos e hijas de Dios
experimentarla continuamente, a pesar de la oposición que los rodee y que
amenace con destruirlos.
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