MÉTODO SENCILLO DE ORACIÓN
PARA UN BUEN AMIGO (1535)
Martín Lutero
Primero.
Esto me enseña que el día de fiesta no se instituyó para fomentar la
holgazanería ni para los deleites carnales, sino para que lo santifiquemos.
Nuestro trabajo y nuestras obras no le santifican, una vez que nuestras obras
no son santas, sino que es santificado por la palabra de Dios, lo único del
todo puro y santo, que santifica todo lo con ella relacionado: tiempo, lugares,
persona, obra, descanso, etcétera. Por la palabra serán santificadas también
nuestras obras. En este sentido dice san Pablo (1 Tim 4) que toda criatura es
santificada por la palabra y por la oración12. De donde deduzco que lo primero
que tengo que hacer en el día de fiesta es escuchar y meditar la palabra de
Dios, y con esta misma palabra expresarle el agradecimiento, alabarle por todos
sus beneficios y rogarle por mí y por todo el mundo. El que se comporta así es
el que santifica el día festivo; el que no obra de esta manera obra peor que el
que trabaja.
Segundo. En
concordancia con este mandamiento, doy gracias por el beneficio grande y
hermoso, por esta gracia divina de habernos regalado su palabra, su
predicación, y de habérnosla recomendado como el quehacer principal del día de
fiesta. Ningún corazón humano podrá agotar lo que este tesoro encierra. Porque
su palabra es la única luz que alumbra la oscuridad de esta vida; es palabra de
vida, de consuelo, de toda bienaventuranza. Y donde esta palabra saludable y
amada no tenga sitio, no habrá más que tiniebla, error, espíritu sectario,
muerte, toda clase de desgracias y la propia tiranía del diablo, como lo
estamos viendo a diario con nuestros propios ojos.
Tercero.
Confieso y reconozco mi enorme pecado y vergonzosa ingratitud por haber
empleado durante mi vida y tan sacrílegamente el día festivo. He despreciado
con tanto descaro su palabra preciosa, he sido tan perezoso, tan abúlico, tan
abandonado para escucharla, que jamás la anhelé de corazón ni la he agradecido.
De esta suerte he dejado que Dios me haya estado predicando en vano y he
ignorado y pisoteado este noble tesoro. Y él, por su pura bondad divina, me ha
aguantado, no ha cesado por ello de seguir predicándome, de seguir llamándome a
la bienaventuranza del alma con todo su amor, con toda su fidelidad de padre y
de Dios. De ello me arrepiento y pido gracia y perdón.
Cuarto.
Pido, en nombre mío y de todo el mundo, que el padre amado no nos arrebate su
palabra a causa de nuestro pecado, de nuestra ingratitud y de nuestra dejadez;
que nos libre de los espíritus sectarios y de los falsos maestros, y que, en su
lugar, envíe a su mies fieles y buenos operarios (es decir, párrocos y
predicadores, fieles y píos); que nos conceda la gracia de escuchar con
humildad su palabra como suya propia, de recibirla, de honrarla, de saberle
estar agradecidos y alabarle por ello, etcétera.
¿QUÉ TIPO DE MINISTERIOS
QUEREMOS TENER? (II)
Estudio bíblico: Mateo 28:18-20
1. Según el v. 18, ¿en qué se basa la misión
de cada ministerio de la Iglesia?
2. El verbo “id” del v. 19 corresponde al
gerundio “yendo”. Por lo tanto, no es un mandato a “salir” sino a “continuar”.
¿Cuál es la implicación de esto en nuestra vida diaria?
3. ¿Cuál es el imperativo mayor en el
versículo 19?
4. ¿Cuáles son los dos pasos que debemos
seguir para hacer discípulos? (vv. 19-20)
El proceso intermedio
Es
importante rescatar el proceso intermedio por el cual transita una persona
desde que escucha por primera vez el evangelio hasta que entrega su vida a
Cristo Este proceso es un factor determinante para que una persona termine
siendo miembro activo de la iglesia, o un “desaparecido” más. El efecto de este
proceso sobre los resultados que siguen es de hecho tan importante, que hasta
podría intentar predecirse cuáles personas de las que hacen una decisión
llegarán a ser miembros responsables (activos) de la iglesia en el curso del
primer año, y quiénes no.
Una
fiel respuesta a la Gran Comisión (Mt. 28:18-20) se logra cuando la
evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, va acompañada por un serio y
responsable discipulado cristiano que producirá luego un real y eficaz
crecimiento particular y por ende eclesial, crecimiento que se retroalimenta a
sí mismo por la formación de nuevos discípulos.
Confesión de fe
Capítulo
XXVI – Art. II – Los santos, por profesión, están obligados a mantener una
comunión y un compañerismo santos en la adoración a Dios, y a realizar los
otros servicios espirituales que promueven su edificación mutua; y también a
socorrerse los unos a los otros en las cosas externas, de acuerdo con sus
diferentes habilidades y necesidades. Esta comunión debe extenderse, según Dios
presente la oportunidad, a todos aquellos que en todas partes invocan el nombre
del Señor Jesús.
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REV. MARTÍN JUNGE: “NUNCA
DEBIÓ QUEBRARSE LA UNIDAD DEL CUERPO DE CRISTO”
ALC Noticias, 10 de noviembre de 2016
Catedral de
Lund, Suecia, 31 de octubre de 2016
Queridas
hermanas, queridos hermanos en Cristo,
Durante
siglos, generación tras generación, hemos venido leyendo este texto del
evangelista Juan que nos habla de Jesucristo como la vid verdadera. Sin
embargo, antes que leerlo como aliciente para afirmar nuestra unidad, nos hemos
enfocado en aquella referencia que habla de las ramas que, por no dar frutos,
son separadas de la vid. Y es así como nos hemos visto los unos a los otros:
como ramas separadas de la vid verdadera, separadas de Cristo.
Pero
hubo mujeres y hombres quienes en tiempos en los cuales esta conmemoración
conjunta era todavía inimaginable, ya se reunían para orar por la unidad o para
constituirse en comunidades ecuménicas. Hubo teólogos y teólogas que ya
dialogaban para superar diferencias doctrinales y teológicas. Ya hubo entonces
quienes conjuntamente se colocaron al servicio de los pobres y oprimidos. Hubo
incluso quienes llegaron al martirio a causa del evangelio.
Siento
inmensa gratitud por aquellos intrépidos profetas. Viviendo en comunidad y
dando testimonio conjunto comenzaron a verse ya no como ramas separadas de la
vid, sino unidas a Jesucristo. Es más, comenzaron a ver a Jesucristo en medio
de ellos y a reconocer que aún en aquellos períodos de la historia durante los
cuales dejamos de hablarnos, Jesús nos seguía hablando. Jesús jamás se olvidó
de nosotros, incluso cuando a ratos incluso parecíamos haberlo olvidado a él,
perdiéndonos en acciones violentas y cargadas de odio.
Y
así, al ver a Jesucristo en medio nuestro, hemos comenzado a vernos de manera
distinta. Reconocemos que es muchísimo más lo que nos une, que lo que nos
separa. Somos ramas de una misma vid. Somos uno en el Bautismo. Por eso estamos
aquí entonces, en esta conmemoración conjunta: aprestándonos a redescubrir
quienes somos en Cristo.
Sin
embargo, esta revelación de la unidad que tenemos en Jesucristo se choca con la
realidad fragmentada de su iglesia, el cuerpo de Cristo. Aquella visión de una
comunión fundada en Jesucristo, con toda su belleza y la esperanza que nos
inspira, nos lleva a sentir con más dolor aún las heridas de nuestro desgarro.
Se quebró lo que nunca debió quebrarse: la unidad del cuerpo de Cristo.
Perdimos lo que nos es regalado.
¿Cómo
seguir caminando ahora, con aquella misma osadía y esperanza de quienes nos
precedieron en este peregrinaje ecuménico hacia la unidad? ¿Cómo encaminarnos
hacia aquel futuro de comunión al cual Dios nos llama? ¿Podremos acaso sanar
para finalmente llegar a ser lo que ya en Cristo somos: ramas de una misma vid?
Un
pensador latinoamericano, Eduardo Galeano, escribió: “La historia es un profeta
con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia
lo que será”.
Propongo
que sea esta la clave que desde hoy apliquemos al leer el texto bíblico de la
vid verdadera. Que sea anuncio esperanzador y profético del sólido vínculo
entre la vid y sus pámpanos para dar frutos de sanidad y vida plena. Que sea
éste el espíritu con el cual abordemos este trascendental momento en el cual
nos comprometemos mutuamente, católicos y luteranos, a transitar de un pasado
marcado por la división y el conflicto, para andar los caminos de comunión.
Es
un camino prometedor, pero exigente, sin lugar a dudas. Transcurre en medio de
tiempos de gran fragmentación y marcada tendencia al conflicto. Se imponen
sectarismos, que llevan a individuos y comunidades a la alienación sin
posibilidad de comunicarse. Mas el camino al cual estamos llamados deberá
sostenerse en diálogos aún más profundos. Nuestras narrativas acerca de quiénes
somos, y quiénes son los demás, generalmente destacan nuestras diferencias.
Nuestras memorias a menudo están marcadas por el dolor y el conflicto.
Conscientes
de todas aquellas fuerzas centrífugas que siempre amenazan separarnos, quisiera
llamarnos a que nos confiemos a la fuerza centrípeta del bautismo. ¡La gracia
liberadora del bautismo es un don divino que nos convoca y nos une! El bautismo
es anuncio profético de sanación y de unidad en medio de nuestro mundo herido,
convirtiéndose así en un don de esperanza en medio de una humanidad que añora
vivir en paz con justicia y en diversidad reconciliada. Qué misterio tan
profundo: lo que pueblos e individuos viviendo bajo situaciones de violencia y
opresión piden a gritos, es consonante con lo que Dios continúa susurrando en
nuestros oídos por medio de Jesucristo, la vid verdadera a la que estamos
unidos. Permaneciendo en esta vid daremos frutos de paz, justicia,
reconciliación, misericordia y solidaridad que el pueblo pide y Dios produce.
Vayamos
entonces, respondiendo con fidelidad al llamado de Dios, y con ello
respondiendo a los gritos de auxilio, a la sed y al hambre de una humanidad
herida y quebrantada.
Y si
Dios mañana nos viera con piedras en nuestras manos, como las que cargábamos
antaño, que ya no sea para arrojarlas contra otros. ¿Quién arrojaría la
primera, ahora que sabemos quiénes somos en Cristo? Que no sea tampoco para
levantar murallas de separación y de exclusión. ¿Cómo caer en ello, cuando
Jesucristo nos invita a ser embajadores de la reconciliación? Más bien, quiera
Dios encontrarnos utilizándolas para construir puentes para poder acercarnos,
casas donde poder reunirnos, y mesas – sí, mesas donde poder compartir el pan y
el vino, la presencia de Jesucristo que jamás nos dejó, y quien nos llama a
permanecer en él para que el mundo crea.
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