6 de noviembre, 2016
Se disolvió
así la reunión; pero muchos judíos y prosélitos practicantes continuaron en
compañía de Pablo y Bernabé, que trataban de convencerlos con sus exhortaciones
a que permaneciesen fieles al don recibido de Dios.
Hechos 1343, La Palabra (Hispanoamérica)
“Fiel es quien los ha llamado”
Uno de los grandes contenidos que el apóstol Pablo tomó de la fe del
Antiguo Testamento para transmitir en su faceta de misionero al servicio del
Evangelio de Jesucristo fue, con toda seguridad, el de la fidelidad de Dios a
su pueblo. Como judío, sabía bien que “Dios permanece fiel a los juramentos
hechos a los padres (Ez 20, 9.14.22; Dt 7, 8) precisamente para que su nombre
no sea profanado entre los gentiles, o sea, por causa de sí mismos”.[1]
Pero también entendía que “el Dios de Israel es
fiel, pero humilla a aquellos que no le temen ni le veneran como al Santo (cf.
Sal 18, 26-28)”.[2]
En varias ocasiones, en sus epístolas hace muy explícita la afirmación de que “Dios
es fiel [pistós]”, es decir, que el principal
sujeto de la fidelidad en la historia de la salvación. Así lo hace en I Tes
5.24 (“Fiel es el que los llama, el cual también lo hará”);
II Tes 3.3 (“Pero fiel es el Señor, que os afirmará y guardará del mal”);
I Co 1.9 (“Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la
comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor”), 10.13 (“No les ha sobrevenido
ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no los dejará ser tentados más de lo
que pueden resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la
salida, para que puedan soportar”); II Co 1.18 (“Mas, como Dios es fiel, nuestra palabra a vosotros no es Sí y No”). En las llamadas
“cartas pastorales”, la palabra es fiel, confiable, fidedigna (digna de fe) (I
Tim 1.15, 3.1, 4.9; II Tim 2.11, Tito 3.8). En II Tim 2.13 no se pasa por alto
la enorme posibilidad de que, ante la infidelidad humana, la fidelidad de Dios
es constante, “pues Él no puede negarse a sí mismo”, agrega.
De modo que, al retomar esa gran afirmación antigua, el apóstol (y con él,
prácticamente todo el Nuevo Testamento) canalizó la creencia en la fidelidad de
Dios hacia las nuevas acciones realizadas en y a través de Jesucristo, quien es
presentado como máximo cumplimiento de las promesas de redención. La fidelidad
divina exige, como contraparte, una actitud de fidelidad que constantemente
forma parte de la exhortación apostólica. Baste con recordar las palabras de
Bernabé al ser enviado a Antioquía, quien “cuando llegó, y vio la gracia de
Dios, se regocijó, y exhortó a todos a que con propósito de corazón
permaneciesen fieles al Señor” (Hch 11.23). De la consigna “si Dios es fiel…” se
debe derivar toda una serie de actitudes y prácticas consecuentes que hagan
justicia a ese aspecto fundamental en la relación de nuevo pacto con Él. Como
escribió Karl Barth: “Existe también una fidelidad humana, una fidelidad procedente
de Dios que puede contemplarnos, alegrarnos y fortalecernos de nuevo desde la
criatura; pero, donde exista tal fidelidad, su fundamento será siempre la
fidelidad de Dios. Creer es tener la libertad para confiar únicamente en él, sola gratia y sola fide. Esto no entraña empobrecimiento alguno de la vida
humana, sino, al contrario, que se nos confieran todas las riquezas de Dios”.[3]
Hacia esa donación espiritual apunta el pasaje de Hechos 13.
“El don recibido de Dios”
La comunidad de
Antioquía se convirtió en un laboratorio eclesiológico y misionero: desde Hch
11 se advierte que la sede de Jerusalén se interesó por ella y envió a Bernabé
para coadyuvar en el trabajo evangelizador. Con su predicación, muchos creyeron
en el mensaje y la comunidad, por lo que luego de un tiempo, Bernabé fue por
Pablo a Tarso y lo llevó a Antioquía, donde permanecieron un año “y enseñaron a
muchas personas” (11.26a). Luego del paréntesis del cap. 12 que describe la
situación del apóstol Pedro aparece la descripción de la forma en que se
multiplicó el trabajo misionero en esa ciudad y de los liderazgos que habían
surgido como frutos del mismo (13.1): todos los mencionados eran profetas y
maestros, es decir, que habían alcanzado un buen nivel de capacitación para el
ministerio cristiano. Ello motivó a que el Espíritu designara a Pablo y Bernabé
para lo que hoy se conoce como “primer viaje misionero”, una especie de sondeo
estratégico para llevar el mensaje del Evangelio a territorios nuevos: Chipre y
Asia Menor, inicialmente (13.4-41).
En la sinagoga de
Antioquía (en Pisidia), luego de la predicación de Pablo, totalmente anclada en
la antigua historia de la salvación, ambos exhortaron a quienes lo habían
recibido (judíos y algunos extranjeros, 13.43a) a permanecer “fieles al don
recibido de Dios” (43b). Ante la violenta reacción de los judíos, ellos
respondieron con palabras más claras aún acerca de la predicación para los no
judíos, con base en el proyecto “luz de los pueblos”, del Segundo Isaías (47),
quienes al escucharlos se llenaron de alegría (48). El relato termina con la
afirmación de que el mensaje tenía buena recepción (49), por lo que comenzó un
nuevo y fuerte ataque judío (50-51) que los obligó a marcharse de ahí. No
obstante, el final del capítulo es sumamente alentador: “Los seguidores de
Jesús que se quedaron en Antioquía estaban muy alegres, y recibieron todo el
poder del Espíritu Santo” (52). La semilla sembrada daría el fruto
prometido y la fidelidad a los dones recibidos también. Porque, como bien resume
Barth: “Allí donde el hombre fracasa, triunfa la fidelidad de Dios”.[4]
Una relectura de la fidelidad de Dios expresada concretamente en los dones
recibidos de su parte para ponerlos a actuar en el mundo. Si el Señor
abiertamente llama a su pueblo a creer firmemente en sus acciones de salvación,
se podría decir que Él también cree en su
pueblo y lo dota de recursos para cumplir adecuadamente la misión
encomendada.
[1] R. Mayer, “Israel, judío,
hebreo”, en L. Coenen et al., dirs., Diccionario teológico del Nuevo Testamento. Vol.
II. 3ª ed. Salamanca, Sígueme, 1990, p. 364.
[2] J. Guhrt, “Escándalo”, en L. Coenen, op. cit., p. 96.
[3] K. Barth, “Creer significa confiar”, en Bosquejo de dogmática. [1947] Santander,
Sal Terrae, 2000, p. 29.
[4] K. Barth, op.
cit., p. 94.
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